Rocío Silva Santisteban, «El limpiador»

Rocío Silva Santisteban (1963)

El Limpiador

Edición para el club de lectura virtual
En las nubes de la ficción, Universidad del Pacífico,
febrero de 2012

Luz de luna

Una sombra mortecina se expandió desde el último piso del edificio. Plomo se encontraba sentado sobre la berma de la calle, tenía las piernas dobladas bajo el fundillo del pantalón y un hilo de humo se elevaba sobre su morrilla; al costado, una botella vacía de ron permanecía caída sin tapa.

Plomo carraspeó. Arrojó el pucho hacia la pista y elevó los ojos, buscando casi como autómata, la luz de la luna.

Apenas una curva tan fina como una uña cercenada pendía del cielo oscuro.

Entonces Plomo emitió un suspiro. Y pensó en ella. Casi una niña, quizás demasiado malcriada un hombre viejo jamás podría criar con disciplina a una hija tardía quizás también rebelde y algo testaruda. Recordó, con los ojos siempre hacia el infinito de la noche, aquella vez en que ella se rapó la cabeza con su máquina de afeitar y cómo, también con ese afán adolescente, dejó depositados sus rulos cetrinos sobre las sábanas rancias de su cama. Y recordó también cómo le había gritado borracho miserable, húndete tú solo pero no me hundas a mí, llorando sobre la mesa con la cabeza gacha y la palma abierta mientras tocaba lentamente la redondez desnuda de su cráneo.

Hija un suspiro se atoró en el pecho del viejo, entre tanto las nubes volvían a formar sombras que oscurecían las paredes del edificio.

Hija volvió a repetir, con las lágrimas al borde de las pestañas y las babas y los mocos aguantados en los labios. Después bajó los párpados y susurró entre dientes algo que no se llegó a entender.

La semana anterior la muchacha había cumplido con todas aquellas amenazas con las que atormentaba al padre: una mañana amarilla se fue con su mochila rosada y un pañuelo rojo en la cabeza. Plomo sabía que no iba sola. Ninguna muchacha huye tan fácilmente. Se largaba con alguien, eso era seguro. Algún malandrín del barrio la habría tentado y ella no pudo resistir. Así como tampoco pudo soportar más sus continuas borracheras, los maltratos, su mano fácil, ese poco interés que incluso se negaba a demostrar.

Solo dos días después de su ausencia supo que había huido con el peor de todos.


Un saco de arroz

Hacia el fondo del terraplén, cerca de los edificios abandonados, una sombra se fue incrementando en cada golpe. Los golpes eran sus propios pasos. También se escuchaban ruidos que tejían un sonido sordo, aquel que se forma al arrastrar un peso muerto. Desde la berma, Plomo agudizó la mirada pero solo pudo adivinar una silueta difusa confundida con la noche. Un olor acre se acercaba con cada bocanada de viento. La luna se escondió tras las manchas de varias nubes renegridas. El viento le provocó un frío como si una aguja le penetrara limpiamente el pecho.

Con la mano izquierda en la boca, Plomo intentó contener las náuseas.

Emergiendo de las sombras, el Mostrenko pasó frente a la berma y tiró a los pies del viejo un saco de arroz cargado de una materia macilenta.

Le dijo:

Ahí tienes a la puta de tu hija.

El aire enrareció vertiginosamente.

Plomo se tapó la nariz.

En medio del estupor, reconoció el pañuelo rojo que cayó del saco. Era el punto final que le da la dimensión de realidad a la peor de las pesadillas. Ahí estaba también la mochila rosada hecha trizas por la misma mano demoniaca que había despedazado con igual indiferencia ese rojo corazón.

Maldito le dijo al Mostrenko, mientras se agachaba incoherentemente, tratando de recoger algo, en un afán absurdo e inútil.

Un vahído le quitó las fuerzas. Cayó en la acera y con las manos sucias de ese cuerpo destrozado tapó su cara. Gimió como un perro rabioso durante varios minutos. El tiempo parecía detenerse con cada grito que rompía la noche. A lo lejos, un horizonte de perros se acoplaba con sus aullidos a ese paisaje de rabia y de color.

El Mostrenko exhibió una enorme sonrisa que fue la única referencia blanca en esa noche apretada. Los ojos le chispeaban por instinto con un brillo aguado, lento, deforme. Sus manos estaban sucias de sangre y en las uñas algunos pedazos de vísceras le amorataban los dedos. Se limpió las manos en el pantalón y sacudió el saco mientras decía:

Me lo llevo levantando la mirada agregó—; tal vez lo pueda necesitar si te atreves a cruzarte en mi camino.


Maldita vecindad

No son simples edificios instalados en una calle cualquiera. Esto es una unidad vecinal: bloques de departamentos encasillados como un queso gruyere a los lados de la carretera al sur. Todos los bloques tienen ocho pisos y en cada uno de ellos se instalan más de veinte familias, apretados, apiñados, tugurizados, sucios de la herrumbre que viene del mar y de la masa de moho que se adhiere a las paredes. Las cañerías están oxidadas y un hilillo dorado descuelga de los techos, formando extrañas figuras alargadas semejando elfos de detritus.

Todo anegado de un olor a muerto.

Al costado de los primeros bloques, una inmensa explanada sirve para que cientos de niños jueguen a los dragones, alucinados por el olor picante del terokal, o para que en los amaneceres de invierno los matones del barrio apuesten algunas cervezas desafiándose unos a otros por la mejor puntería. Así, en las mañanas de domingo, se escuchan balas perdidas al fondo del terraplén, algunas que chispean contra las latas de cerveza colocadas en línea recta. Más de una vez alguna pareja de amantes abandonados por el sueño han terminado entrecruzados para siempre por una bala sin destino.

A los muchachos del barrio les fascina ese deporte. Manejan revólveres y pistolas automáticas como si se tratara de juguetes. Además de ser expertos en desarmar carrocerías al instante o de vender hasta lo imposible por unos cuantos ketes, el filón de esta gente es su desquiciante obsesión por las armas de fuego. Los preparan desde chicos, cuando todavía sorbiéndose los mocos, cogen con las dos manos alguna Smith & Wesson para darle en el aire a un gorrión distraído. Luego, a los once o a los doce, tratan con Lugers automáticas y el primer gran desafío es dispararle en movimiento a una patrulla de caminos. Luego de dejar al policía tirado al borde de la carretera, le roban la moto y el Webley o la Beretta, según se trate de un cabo o de un sargento.

Pero el gran héroe de los hombres del terraplén, aquel que ha desplegado todos sus ardides y que a los treinta, aunque con apariencia de muchacho aún, se ha ganado la admiración de los matones, es el Limpiador.

El tipo siempre lleva lentes oscuros y un cigarrillo que se deshace en la comisura de sus labios. Nadie le vio nunca los ojos, excepto aquellos que cayeron bajo la exactitud de su pulso y la claridad de su mirada. Y a pesar de su oficio, ingrato en estos tiempos, la gente del barrio lo tiene por hombre justo.

Así te van a destripar antes de que sueltes la primera bala le dice a los muchachos mientras se acomoda el cuello de la casaca negra.

Tiene entre siete y ocho pupilos en verano y un par más en invierno; a los ahijados no les cobra nada y a los otros apenas lo suficiente para unas chatas del licor más barato. Dicen que tiene paciencia y buena mano; por eso sus catecúmenos, como él los llama, son los más solicitados por los pequeños narcos locales o por las fuerzas de choque de los partidos políticos. Él les aguza la mirada con ejercicios endiablados y el oído con aquella vieja música de Jim Morrison que ya nadie se interesa en escuchar.

De gustos raros y costumbres solitarias, el hombre jamás se quejó de sus encargos, los recibía con digna frialdad como si fuera un sastre al que le solicitan prudencia en tonos, perfección en los cortes y el tiempo preciso para la consumación del trabajo.

A veces solo bajaba la vista y refundía las manos en el bolsillo del pantalón contando las monedas que por casualidad le quedaban escondidas entre las costuras del jean, mientras alguien le susurraba al oído un encarguito. Sin inmutarse, ni parpadear, luego de escuchar con paciencia la rabia ajena, fijaba un precio exacto. Nunca negociaba. Se decía a sí mismo que era inmoral aceptar un regateo cuando de una vida humana se está tratando.


La soledad del corredor de fondo

De espaldas a un muro de adobe, el Limpiador hurga con la uña larga del meñique izquierdo el fondo de su oreja izquierda. Al sentir cierta presión en el oído y una sensación agria en la garganta, deja el aseo para otro momento. El cerumen que ha quedado en la uña lo limpia en la pierna del pantalón. Luego enarca las cejas y baja hasta la punta de la nariz las monturas de sus lentes de sol. Sobre los lentes sus ojos claros reflejan un cielo imperturbablemente gris.

Piensa: “Todos los perros orinan en su territorio” mientras contempla desde lejos la vasta y desolada carretera al sur.

Saca del bolsillo un cigarrillo bastante estropeado y se lo lleva a la boca sin prenderlo.

Así durante varios minutos, permanece jugando con las comisuras de sus labios. La resolana le recalentaba la cabeza.

Tenía que tomar una decisión, pero no quería hacerlo. Matar es apenas un juego, pensaba, pero decidir entre un deseo y otro… decidir es lo más difícil que uno puede hacer.

Sus tormentos siempre cavilaban en suaves curvas esparcidas en períodos largos. Desgraciadamente esta vez se encontraba en uno de esos valles de marasmo, cuando la elipse llega a mediar varios puntos negativos por debajo de la recta de las contrariedades.

Recordó las palabras de Max Montana, su maestro, pero a su pecho no llegaban con la misma fuerza con que salían de su memoria: “Cierra los ojos después de haber tomado una decisión… y espera aliviado pues son pocos los que toman decisiones”. Pero esta frase algo pedante, ya no era rotunda como hace ocho o diez años. Hoy, cuando los muros se derrumban, las personas solo deberían aprender a caer.

Max Montana le había mostrado con sus silencios y sus desplantes, con su persistencia, la necesidad íntima que requiere un hombre para jugar con la violencia.

Pero, luego de este tiempo, luego de los incontables combates en el terraplén o de las peleas mano a mano con otros hombres —como si se tratara de perros con perros—, el Limpiador se sentía extenuado. Cansado. El tedio y el hastío se habían instalado en lo más hondo de su negro corazón. Su temeridad le estaba costando, por lo menos, todos sus afectos: ya no podía sentir.

Y si esto era un alivio para evitar el odio nefasta compañía a la hora de la verdad era además un sinsabor porque, a pesar de todo, a pesar de su amargura fría y de su pecho de piedra, el Limpiador se negaba a dejar de sentir.

Requería la necesidad de un sentimiento.

“Quiero sentir lo que mierda sea”, decía casi susurrando cuando nadie lo escuchaba.

Quería sentir al besar los muslos de una mujer, quería sentir algo cuando uno de sus mocosos le daba las gracias por prestarle su pistola, quería sentir aunque sea un pequeño vacío al recordar al loco Max, quería sentir cualquier cosa al mirar los cadáveres que dejaba detrás de él.

Pero no podía. El Limpiador no podía sentir absolutamente nada.

Nada.

Era totalmente incapaz aun de una sensación tibia.

Solo una vez sus ojos habían conocido la humedad de una gota y eso había sucedido hacía mucho tiempo y la mujer que la había provocado desapareció bajo la impecable destreza de su propio pulso.

Amilanado por su cansancio, por el agotamiento, se dejó caer a un lado del muro. Prendió el cigarrillo que llevaba en la boca. Con los dedos agotados dibujó sobre la tierra un sol. Luego echó una bocanada hacia el cielo.

Escupió sobre el sol.

Cerró los ojos. Respiró y quiso morir.


Sueño con serpientes

La noche que vio por última vez el cuerpo de su hija, Plomo soñó con serpientes. Serpientes de mar, inmensas, entrando en sus intestinos, metiéndose en su cerebro, en lo más oscuro de su corazón.

Era un signo. Decidió que a pesar de ser lo último que hiciera iba a matar al Mostrenko.

Esa mañana de marzo, con el cielo encapotado y un frío recorriendo las veredas, Plomo salió a la calle y decidió partir hacia el centro de la ciudad. Al subir en el ómnibus sintió que penetraba lentamente el esófago de una de esas serpientes monstruosas, sintió los asientos vibrar como si se tratase de arterias, sucias y prolongadas arterias que languidecían en cada curva del camino.

No pagó el pasaje. Cuando el cobrador se le acercó, Plomo empezó con una de sus características peroratas. Continuó hablando en voz alta, narraba su desgracia a todos los pasajeros del ómnibus, pero nadie lo atendía.

Contó que su hija había sido asesinada.

Unas viejas que cargaban canastas llenas de pescados apenas voltearon para echarle una mirada y le gritaron que ahora casi todas las mujeres bonitas morían de esa manera.

Las bonitas y las putas agregó alguien.

Plomo no quiso oír, siguió hablando, masticando su letanía.

Nadie le hizo caso. Apenas recibió dos monedas que le hubieran alcanzado solo para pagar la mitad del pasaje. Pero cuando llegaron cerca del río, se tiró del estribo mientras el cobrador y el chofer lo insultaban al mismo tiempo. No le importaba. Ahora solo extendía su nerviosismo por las calles, con la mirada fija en el centro de la pista y una mano apretada, formando un puño, dentro del pantalón.

Lentamente entró a la parte más dura de la ciudad.

Por esa lata nadie te da ni un céntimo le dijo uno de los reducidores cuando llegó a la Caleta ese armatoste ya no sirve ni para matar cucarachas…

El tipo, que era inmensamente gordo, lanzó una estruendosa carcajada mientras le enseñaba una Spectre y le ofrecía vendérsela a cambio de unos encarguitos.

¿Cuál es el trato? preguntó Plomo, cayendo ingenuamente en el juego.

¿Has matado alguna vez en tu puta vida, gusano?

Plomo se alejó sin voltear la mirada. Escuchó detrás la inmensa risa del reducidor y sintió ganas de vomitar.

En otra época le hubiera dejado la huella de su odio clavada en la garganta, porque en otra época Plomo no aguantaba pulgas ni afrentas de esa laya. Pensó en qué podía haber hecho durante todos estos años para terminar así y recordó que alguna vez había leído en algún lugar que la pobreza no era una deshonra pero la miseria sí, porque la miseria nos aparta de la compañía humana no a palos, sino como cuando se barre la basura con una escoba, de la forma más humillante, tan humillante que al final uno es capaz de ofenderse a sí mismo.

Volvió a sentir la arcada en la garganta. Se daba asco.

Con la resaca de la ofensa golpeándole las sienes, Plomo siguió caminando por las calles atiborradas de objetos robados. En la sección armas, a dos cuadras de la plaza, se ofrecían desde carabinas hechizas hasta Instalazas. Pasó toda la tarde ofreciendo su arma, pero nadie quería pagar lo que él pedía. Jamás se atrevería a venderla por menos. No solo porque necesitaba el dinero para vengar a su hija, sino porque se trataba de su arma de reglamento, el único recuerdo de esos días de sargento cuando patrullaba sobre una inmensa Harley Davidson la carretera al sur.

Mierda, se dijo.

Tendría que matarlo él mismo, pero sabía que con 60 años a cuestas y varias noches tirado en la calle completamente borracho, había perdido toda la puntería que tuvo antes, “en mis buenas épocas”, como solía decir.

Caminando lentísimo, como si se tratara de un gusano que intenta subir un árbol, se acercó a un ambulante que vendía revólveres y le estiró la mano con el arma. El tipo lo miró con una sonrisa irónica.

Te la cambio por dos botellas de racumín le dijo y siguió conversando con unos chiquillos que intentaban deshacerse de varias cacerinas.

Después de horas dando vueltas, se sintió cansado, agotado, deshecho. Los ojos rojos le latían y de pronto lo embargó la sensación de caer. Tuvo ganas de aceptar el trato y emborracharse hasta no sentir completamente nada, hasta olvidarse de su hija que ya estaba muerta y que nada ni nadie se la podría devolver. Cuando se disponía a cambiar el arma por el trago, el gordo inmenso, el primer reducidor, el que lo había llamado gusano, le preguntó:

Y ¿está cargada tu basura?

Con una sola bala le contestó Plomo y casi sin saber lo que decía agregó—, para ti o para mí.

El gordo se rió nuevamente, con una risa amplia y escandalosa, y se acomodó los testículos debajo del pantalón. Luego abrió la boca y con el dedo meñique se sacó un rastro de carne que le había quedado del almuerzo.

¿Me estás retando a mí, viejo ’e mierda?

A ti, huevón contestó pausadamente Plomo.

El gordo volvió a reírse pero los que estaban alrededor ya se habían arremolinado esperando la acción.

—Tu basura contra esta recortada —dijo y luego agregó volteando la cara hacia su ayudante— cúmplele, si pasa algo…

Los dos se miraron.

Y el gordo mientras colocaba la recortada sobre la mesa, puso las condiciones:

Dos tiros: taz con taz.

El pobre viejo a estas alturas mantenía una mirada vidriosa, pero a pesar de eso confiaba en su pulso a la hora de la verdad. Le dio varias vueltas al tambor y lentamente subió el arma a la altura de la cabeza, apretó el fierro contra su cráneo calvo, no cerró los ojos y disparó.

El sudor le había empapado la camisa.

El gordo volteó hacia su ayudante, haciendo un gesto con la barbilla, levantando la cara.

Plomo solo dijo:

A veces sirve para matar cucarachas… y le entregó su revolver.

El gordo disimulando sacó otro debajo de la mesa. El pantalón le quedaba muy ajustado y sus inmensos rollos se extendían entre la gente como un zeppelín desinflándose. Llevaba la camisa abierta hasta la cintura y los que le rodeaban sintieron su respiración fuerte, cargada, con el aliento denso y pegajoso. Primero se limpió la cara con un trapo. Los dedos gordísimos casi no entraban al gatillo, sin temblar ni un milímetro se llevó el arma a la cabeza mientras miraba al viejo que también le clavaba los ojos con desprecio.

Disparó.

Los chiquillos del puesto del costado se rieron y gritaron estupideces, haciendo gestos obscenos con las manos. El gordo dejó el arma. Sudaba.

Lo miró a Plomo y le dijo:

Estás cagado.

Pero de inmediato el gordo cayó con su descomunal cuerpo sobre el mostrador de armas, totalmente indemne. Plomo le había pegado con el único tiro directo al corazón. Entonces dijo:

A mí nadie me caga, mierda.

Entendieron todos que el viejo se había dado cuenta de la trampa. El ayudante tomó una caja con dinero y se largó caminando despacio, sin apuros. Los muchachos del puesto del costado iniciaron el saqueo. Cuando se armó el alboroto, Plomo cogió la metralleta recortada y desapareció de la Caleta. Los postes de luz empezaban a prenderse iluminando vagamente la mugre de la ciudad.


Tú por mí

Los dos hombres se sentaron sobre un muro derruído que antes había servido de pared a una cocina. Todavía llevaba pegadas algunas mayólicas y al frente, donde el muro era más alto, se notaba la vieja huella del fogón.

¿Y esta yerba, viejo? preguntó el Limpiador ¿Qué tal será?

Buena, muchacho…

Entonces el encargo que me vas a pedir debe ser jodido.

Plomo bajó los ojos mientras pasaba la lengua por el filo del papel con gran destreza. Luego retorció las puntas y prendió el troncho. Aspiró, sin mucha fuerza, ya no podía fumar como antes pero lo seguía haciendo regularmente porque estaba convencido que sólo la yerba le curaba los ataques de asma.

¿Alguna vez te tiraste a mi hija? preguntó Plomo a boca de jarro.

Nunca apresuró en contestar.

¿Por qué? ¿Te parecía fea? le pasó el huiro al muchacho.

¿Por qué me haces esas preguntas?

El viejo le clavó la mirada. Era una mirada seca, fuerte, dura.

Está muerta.

El Limpiador iba entendiendo todo. Un sol nervioso se reflejaba sobre las mayólicas blancas, el cielo también blanco se había despejado y en el ambiente se sentía la brisa del mar entrando hacia la tierra con fuerza. Una extraña e inoportuna sensación de bienestar se apoderó del muchacho mientras continuaba absorbiendo el último resquicio de yerba.

Sí, está buena dijo tratando de no darle mucha importancia a las palabras y luego preguntó—: ¿Quién es el hombre malo?

No te burles…

¿Quién es?

Ese mierda del Mostrenko.

El Limpiador se acomodó los lentes y miró un rato hacia el centro del sol.

Sería una lástima, ese tipo es el mejor de la zona norte, uno de los más valientes, si me lo bajo nos vamos a quedar sin hombres…

Y qué importa, si ya nos quedamos sin mujeres continuó Plomo, interrumpiendo.

Estas palabras cayeron en un vacío de silencio que al Limpiador le provocó algo de resquemor. Para cancelar la conversación que le estaba pareciendo peligrosa y cerrar el trato, el hombre le pidió al viejo una cifra no muy alta.

Lo único que te puedo dar es esta metralleta recortada.

Ni hablar. Yo no hago favores.

Mira, muchacho, yo te voy a dar la metralleta y tú vas a matar a ese hijo de puta de diez tiros, me oyes, de diez tiros y no se diga más, porque tú me debes una… pronunció las palabras con gran pasividad, muy lentamente, masticándolas una por una.

Las botas del Limpiador tenían un par de espuelas en el talón que relucieron cuando el sol se abrió paso entre las nubes bajas. Como si se tratara de un tren que llega arrollando un rebaño de ovejas, los recuerdos del hombre se agolparon abriéndose camino entre el muro que les había construido desde hacía años para evitar evocarlos.

Con la brisa del mar le llegó el recuerdo del olor a sexo de una mujer. El Limpiador se estremeció porque de golpe pudo ver y sentir, bajo el sopor de la yerba, el cuerpo de aquélla: sus piernas largas y sus pechos inmensos cayendo sobre su cara cuando la penetraba con fuerza, como un animal. Había deseado tanto que esas uñas rojas le rompieran el polo mientras se la cargaba de espaldas. Un ligero temblor le obligó a cerrar las piernas. Se sabía de memoria las formas de su cintura, de sus caderas, de esa falda apretada que le formaba el culo cuando caminaba meneándose con su carga de ropa hacia el fondo del terraplén. Sobre esa polvareda se habían revolcado más de una vez, jalando sábanas, camisas, bibidís. Putísima, esa mujer había sido una verdadera ramera. Pero fue la única que lo hizo sentir.

Mierda, ¿qué quieres que te diga? preguntó azorado por los recuerdos.

Tú la dejaste sin madre, ahora tienes que vengarla; eso es lo único que quiero que me digas.

Tráeme la metralla le contestó.


Matador

La luna totalmente redonda y brillante se levanta sobre los edificios del grupo vecinal iluminando los esqueletos de cometas que cuelgan de pitas ennegrecidas sobre las azoteas. Es una luna demasiado grande. Inmensa. Da miedo. Pocas veces puede verse una luna semejante, solo en esa estación del año en que aún no termina el verano pero tampoco comienza el otoño.

En su cuarto, repasó el Limpiador todas sus armas y escogió finalmente un fusil de largo alcance con un teleobjetivo infrarrojo porque no tenía muchas ganas de esforzarse. Por si acaso, también separó un revólver de bajo calibre. Luego de tener separadas las armas, los cigarrillos por si el asunto demoraba y la ropa negra para ocultarse entre las sombras, el Limpiador se dio un duchazo de agua fría mientras silbaba una canción. Cuando le cayó el chorro sobre la cabeza, recordó una superstición muy suya y se preocupó un tanto: era impar. Este encargo era impar y unas dos veces antes se había visto a punto de caer bajo la bala de una de sus víctimas impares.

Puta madre fue lo único que dijo, mientras se secaba el pelo con una toalla de color azul.

Sonó un silbido agudo. Se acercó a la ventana y pudo ver al viejo que lo esperaba listo en la puerta del edificio.

Sube, para que me ayudes con los paquetes le gritó, caminando de un lado al otro del cuarto completamente desnudo. Aunque delgado, su cuerpo era felino y ágil, de músculos duros y tensos. Generalmente llevaba el pelo amarrado en una cola pero ahora lo tenía suelto, le llegaba hasta los hombros que eran fuertes y redondos.

El viejo entró y se fastidió cuando lo vio desnudo, pero no pudo dejar de mirar ese cuerpo joven, ligero, tenso como un buen arco. El Limpiador no tenía el más mínimo pudor y paseaba de un lado a otro escogiendo la ropa negra. Sus nalgas se movían con un vaivén lento mientras sus músculos dorsales cobraban una belleza detenida y extraña como la de un momento olvidado.

Al darse cuenta del que el otro hombre lo miraba turbado, recordó que no llevaba los lentes puestos y le reventó que ese viejo pudiera mirarlo de frente a los ojos. Entonces le gritó:

¡Qué! ¡¿Nunca has visto a un hombre calato?!

Plomo sintió rabia, quiso contestarle pero tampoco era rápido con las palabras, así que se mordió su furia y su vergüenza… Vergüenza porque en ese momento tuvo, después de años, una erección.

El Limpiador se dio cuenta de los apuros del viejo y por un momento pensó en que se lo podía cargar, con su pánico y todo, como una forma de vengarse por obligarlo a esta faena. Pero después le dio asco. “Ya no estoy para esas cosas” pensó, recordando otros tiempos, cuando tenía menos reparos.

Se vistió, cerró con doble llave el clóset donde guardaba las armas y mientras tanto pensó que les esperaba una larga noche.

El Mostrenko tenía una pequeña habitación en una de las azoteas del norte, junto a los cuartos donde los pasteleros se encerraban para fumar días de días. Nadie lo había puesto sobre aviso pero todos sabían que el tipo siempre llevaba en la cintura una automática.

Los hombres se instalaron el la azotea del frente, desde donde se podía ver con tranquilidad el cuarto del asesino.

Está cerrado dijo el viejo.

Claro, llegará hacia la madrugada, ese debe estar malográndose por ahí.

Pero no pasó ni una hora cuando lo vieron bajarse de su moto y entrar con una chica por la puerta del edificio.

¿Y la chica? preguntó Plomo.

¿También quieres que me la baje? No has pagado por ella.

Mierda, no pregunto por eso el viejo se impacientaba.

Tranquilo, no empieces a tratarme mal.

El Limpiador se instaló en el borde de la azotea de cúbito ventral con el arma bien pegada al hombro derecho y el ojo izquierdo cerrado. Le ordenó al viejo retirarse hacia atrás no se le fuera a cruzar una bala. Había escogido un lugar abierto, aunque al costado se hallaban algunos restos de cocinas y refrigeradoras destartaladas donde podría esconderse si la situación lo requería. Cuando el Mostrenko asomó el cuerpo por la azotea, el Limpiador aguzó la mirada y tocó el gatillo, suavemente. La chica se reía, armando cierto escándalo. Él la llevaba cogida de la cintura.

Oye le dijo al viejo que se encontraba apenas unos pasos detrás, escondido en las escaleras mira bien: la primera bala en la mano derecha, para que no coja el arma y agregó con sarcasmo aprende.

Plomo no contestó.

Sonó un disparo.

Un chillido perforó la noche. Era la chica que huía de la azotea por las escaleras de emergencia. El fundillo de su pantalón, donde la había estado manoseando, quedó empapado de sangre.

El Mostrenko cayó al suelo, pero se recobró inmediatamente y cogió con la izquierda la automática. Enseguida miró a todas partes buscando descubrir de dónde había salido el disparo y se echo a correr hacia unos muebles viejos para ocultarse.

Pero antes de llegar a los muebles otra bala le abrió un boquete en la pierna izquierda. Disparó entonces hacia diferentes lados, raspando parte del piso donde se encontraba echado el Limpiador, pero éste ni siquiera se movió.

Creo que no hay problema con lo del número impar dijo para sus adentros y volvió a encararse el arma, con el ojo izquierdo bien cerrado, asestándole un tercer tiro en la pierna derecha.

Una lunar fosforescencia alumbró la cara del Mostrenko: en los labios se le dibujó una mueca de espanto. Trató de incorporarse pero solo pudo mantenerse de rodillas unos cuantos segundos. Entonces todo su cuerpo vibró mientras levantaba las manos hacia la luna, cayendo de espaldas en convulsiones, retorciéndose por largo rato, hasta que quedó inmóvil.

El Limpiador dejó el arma a un lado y se prendió un cigarrillo.

Lo mataste le dijo Plomo con algo de rencor.

No seas bruto, yo sé lo que hago, ese tipo está más vivo que tú y yo juntos y lanzó una bocanada que formó una argolla luminosa en medio de las sombras—. Se está haciendo el muerto para que lo dejemos o para que vayamos a verlo, aprovechar y retacearnos molestándose levantó la voz—: ¡¿Crees que no cumplo con lo que se me pide?! Hay que esperar.

Continuó fumando, tranquilo, apoyado en la refrigeradora, revisando el arma y el teleobjetivo que se estaba manchando por la falta de uso. El humo del cigarrillo formó una columna larga hacia arriba que solo se disipaba con un viento ligero. Señal de buena suerte.

Ves, viejo, el humo sube derecho.

¡Deja de fumar!, me pones nervioso.

Carajo, ¿qué te preocupas?, si el hombre ya está al habla con mi fusil…

Esperaron entre quince y veinte minutos. Como lo supuso el Limpiador, pasado ese tiempo el herido empezó a arrastrase hacia la puerta de su cuarto. El muchacho botó el otro cigarrillo que había prendido, se tiró una vez más sobre el piso y templó el fusil sobre el hombro. Aguzó la mirada y pudo ver con los rayos infrarrojos la silueta del Mostrenko que con dificultad se arrastraba por la azotea.

Esta para coronarte, zurdo desgraciado.

Y la mano izquierda quedó destrozada. El Mostrenko descubierto en su juego, aterrorizado por la certeza y la frialdad con que lo estaban hiriendo, convencido de que se trataba del único que podía lograr llevar hasta el final esa impecable cacería, lo arriesgó todo dando de gritos e insultando a su asesino.

Limpiador, hijo ’e puta, cabrón, desgraciado, me estás cogiendo de sorpresa, mierda, me estás cogiendo de sorpresa, cabrón… ¡Cabróóóón!

Calla mierda y el Limpiador le disparó a la mandíbula para que no hable más.

El herido se llevó las manos mutiladas a la cara, intentando inútilmente coger con los dedos ensangrentados la boca que le dolía más que el resto del cuerpo. Iba a continuar con los tiros que le faltaban cuando el viejo salió del escondite y acercándose le dijo:

Ya sabes dónde quiero el último.

Me lo imagino contestó.

Y así fue hiriéndolo, lentamente. Después le pegó un tiro en cada ojo porque se acordó que el loco Max siempre le recomendaba reventarles los ojos a sus víctimas para que no lo persiguieran en sus sueños. Finalmente, cuando el otro hombre ya no podía más, se incorporó, con el arma cruzada sobre el pecho, para asestarle el tiro final.

¡Por cachero! gritó el Limpiador como para que lo escuchara todo el barrio.

El tiro le reventó los testículos. El Limpiador seguía siendo infalible.

Se había demorado una hora en todo su macabro ejercicio. “Buen tiempo, estoy mejorando”, pensó. Luego, ambos hombres desarmaron el equipo, lo guardaron en la mochila, bajaron y volvieron a subir a la otra azotea para cerciorarse de que todo había salido bien.

En la azotea, que se encontraba regada de sangre y envuelta de un olor rancio, encontraron al Mostrenko hecho un andrajo humano. El Limpiador se acercó al cadáver y sacando de su cintura un cuchillo largo y delgado, se lo clavó en el pecho, cortó la carne del centro y le sacó el corazón.

¿Para qué haces eso? le preguntó el viejo, asqueado.

¿Para qué? dijo el Limpiador en voz alta, pero en realidad hablando para sí mismo—. Porque dicen que hay que comerse un corazón de hombre para volver a sentir.

* * *

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