Daniel Alarcón, «El visitante»

Daniel Alarcón (1977)

El visitante

Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción. Universidad del Pacífico, junio de 2013.

Habían transcurrido tres meses y yo pensaba que las cosas se pondrían cada vez más fáciles. Los niños aún lloraban por la noche. Aún preguntaban por su mamá. En las mañanas despejadas, los llevaba al cementerio, que era lo único que había quedado del antiguo pueblo. Desde la colina podíamos divisar los restos del valle y la profunda herida en el sitio donde se había deslizado la montaña. Los aviones solo volaban durante los días despejados, los días sin nubes, y los buscábamos en el cielo sobre nuestras cabezas: giraban en el aire, oscilantes, sus temblorosas alas estremecidas por los vientos de la montaña. Los niños los saludaban con la mano. Contábamos los paracaídas amontonándose poco a poco allá abajo. Era un juego que nos habíamos inventado. Enseñé a Mariela y Ximena a diferenciar el alemán del francés mientras examinábamos cuidadosamente los paquetes de alimentos y otras donaciones. Le ayudaba a Efraín a sacar los paracaídas del barro y a limpiarlos.

El primer día nos apretamos unos contra otros para calentarnos. El cielo estaba cargado de polvo después del derrumbe. Habíamos estado en el cementerio enterrando al más pequeño, que apenas tenía unos días de nacido cuando murió, y a quien Erlinda, mi esposa, no había tenido el valor de ponerle un nombre. Los niños no entendían. Erlinda se había quedado en el pueblo, recuperándose. Lo pusimos bajo tierra. Hubo entonces un ligero temblor. La montaña se vino abajo. Sostuve a los tres niños a mi lado. Una mezcla de hielo, rocas y barro se deslizó estruendosamente hacia abajo, hacia el valle.

Nos quedamos esa primera noche en el cementerio. Algunos de los ataúdes habían sido expulsados de la tierra. Levanté un cobertizo con las tablas de madera. La tierra temblaba más o menos cada hora, yo estaba asustado. La cumbre de la colina del cementerio era lo único que se asomaba por encima del fango. Apenas había espacio suficiente para mí y mis tres hijos.

Al segundo día salió el sol, y el barro empezó a secarse. Cogí dos de las tablas más largas y les dije a los niños que me esperaran. Efraín quiso acompañarme, pero le ordené que se quedara y cuidara a sus hermanas. La ayuda está en camino, les dije. Acomodé las tablas una delante de la otra y sobre ellas avancé por encima del barro hacia el sitio donde había estado nuestra casa. Me orienté por la plaza, que aún podía reconocer. Las copas de las cuatro palmeras sobresalían por encima del barro, pero la catedral y las otras construcciones habían quedado enterradas. No vi a nadie. Las tablas se hundían ligeramente en el barro cuando las pisaba.

Anduve por encima del pueblo enterrado. Nos habíamos mudado aquí desde el extremo sur del valle cuando decidimos empezar una familia. Aquí nos ganaríamos la vida. Yo cuidaba ganado que no era mío. Erlinda vendía lo que podía en el mercado. Trabajábamos y ahorrábamos. Intentamos comprar un pedazo de tierra en las faldas orientales de las montañas, pero nos rechazaron. Esas tierras están reservadas para familias importantes, nos dijeron, no para ustedes. Justo antes de que el menor se muriera, habíamos hablado de irnos. A la ciudad, al mar. Recuerdo a Erlinda y su confusión. Nos preocupaban los niños y el futuro. Nunca nos iríamos. Este era nuestro hogar. Había sido nuestro hogar.

Logré llegar, por fin, al sitio donde había estado la casa, donde mi esposa debía estar enterrada. Había llevado conmigo una cruz del cementerio, recogida entre los escombros de las tumbas en ruinas. La clavé en el barro que cubría mi casa. Recé por que Erlinda no hubiera sentido dolor alguno y no hubiera tenido tiempo de sentir miedo. Recé por que hubiera muerto mientras dormía.

Al otro lado del valle, las faldas de las montañas estaban verdes y florecientes. Mis hijos tenían hambre. Me senté y recé, después agarré las tablas y avancé en dirección a las lomas.

Allá encontré hierbas y algunas frutas, ovejas y cabras pastando, ahora sin otro dueño que no fuera yo. El sol me calentaba las mejillas. Mientras atravesaba el valle, al otro extremo de la fangosa franja de tierra, vi la colina del cementerio. Los niños estaban sentados uno al lado de otro; los saludé con la mano. Mejor nos quedamos aquí, decidí. Estas eran las mejores tierras. Regresé por los niños. Mientras las niñas aguardaban, Efraín y yo hicimos dos viajes más, cruzando con pasos cuidadosos las gruesas capas de barro compacto y llevando más tablas. Con los restos de los ataúdes rotos, construimos una nueva casa en las cuestas orientales.

En las semanas que pasaron, Efraín parecía crecer cada día y yo me sentía orgulloso. Cuidaba a las niñas. Me hizo la vida más fácil. Las niñas le preguntaban acerca de su mamá, porque entendieron que yo ya no podía contestarles más. Efraín les daba la misma respuesta escueta que yo les había dado: que ahora las cosas eran diferentes. Estas palabras por lo general las hacían llorar, Mariela se escondía en el abrazo de su hermana. Me hubiera gustado abrazarlas, pero yo no tenía nada que ofrecerles. Me esforzaba por mantenerme fuerte. Soñaba con Erlinda todas las noches. La visitaba todos los días, para hablarle de los niños, de nuestro nuevo hogar. Le decía que la extrañaba. Más o menos cada semana sacaba la cruz y la volvía a enterrar para que no se cayera hacia un lado u otro a medida que el barro se reacomodaba. Desde nuestra casa nueva podíamos divisarlo todo, y todo eso, le contaba a Erlinda, era nuestro: la colina del cementerio, las cuatro palmeras, las verdes cuestas al oriente y los animales que pastaban. Erlinda, mi esposa, descansaba en paz.

Algunos días me alejaba sigilosamente de los niños. Efraín se iba con sus hermanas a jugar mientras yo recogía los paracaídas de las lomas. A veces me sorprendía a mí mismo llorando. Lloraba por el pueblo y por mi esposa, por mí y por los niños. Lloraba por mi hijo menor, por mi hijo enterrado. Los otros parecían haberlo olvidado: su tamaño, su respiración entrecortada, incluso todo lo que sucedió ese día. Yo también intentaba olvidarlo: como lo habían hecho nuestros abuelos, que reprimían su amor por un hijo hasta que no hubiera sobrevivido dos inviernos. Cuando yo tenía la edad de Efraín, perdí una hermana. Durante un tiempo nuestra casa se mantuvo silenciosa y sombría pero, después de enterrarla, nunca más se volvió a hablar de ella.

Los niños se sobreponían a mis cambios de ánimo. Algunas veces les preguntaba, “¿Se acuerdan dónde vivíamos antes?”. Y la expresión muda con la que me observaban me confirmaba que no habían comprendido la pregunta. Los envidiaba y envidiaba su joven amnesia. Bajo el acoso inmenso del cielo de las montañas, me sentía solo.

—¿Dónde vivíamos? les preguntaba.

—Con mamá era todo lo que contestaban siempre. Le dimos un nombre a nuestro vacío. Ese nombre era Erlinda.

Así que nos quedamos ahí, al otro extremo del valle desde el cementerio, en las colinas por encima del pueblo inmolado. Los paracaídas se deslizaban por entre las gruesas nubes, oscilando suavemente con el paso del viento. Nadie vino a ver el pueblo ni sus tumbas. Esperábamos. Seguíamos allí cuando apareció el visitante.

Se llamaba Alejo. Cargaba un bulto de ropa envuelto en una cobija. Venía del otro lado de las montañas, de la ciudad.

—Llevo dos semanas caminando me dijo. Bostezó y al sentarse, y escuché cómo le crujían los huesos. Tengo noticias.

—Díganoslas entonces le pedí.

—Hay treinta y seis mil muertos en la ciudad.

—¿Treinta y seis mil? pregunté.

El visitante asintió. Se quitó los zapatos.

—¿Y en el norte?

—Veintidós mil, cuando salí.

—¿Y en el sur?

—Según los últimos cálculos, veintiocho mil.

Me sentí mareado.

—¿Y en la costa? pregunté, aunque no conocía a nadie en la costa.

—Ningún pueblo quedó en pie.

—Dios Santo dije.

Su cara estaba cuarteada por el viento. Se frotó los pies. Ximena nos trajo té servido en tazas de barro. Permanecimos sentados en silencio.

—¿Qué dice la gente? pregunté.

Acarició la taza con sus manos callosas. Dejó que el vapor acariciara su cara.

—Casi nadie dice nada.

Empezó a hacer frío.

De la pila de ropa, Mariela trajo una chaqueta al visitante.

—¡Adivina de dónde viene esta chaqueta! le preguntó ella alegremente. ¡Adivina!

El visitante sonrió amablemente y se encogió de hombros. Todos estábamos envueltos con esa ropa de colores brillantes que llevan los sobrevivientes.

—¡De Francia! dijo mi hija, radiante.

Yo sonreí.

—Un día contamos hasta trece paracaídas dije.

—¿Trece?

Mi hijo y yo habíamos recogido ya más o menos unos cincuenta paracaídas. Los usaríamos para levantar tiendas, para cuando llegaran las lluvias.

Pasamos otro rato en silencio.

—¿Qué tenemos para darle a nuestro visitante? les pregunté a los niños.

Habíamos quedado inundados con materiales de socorro, algunos útiles, otros no tanto. Una caja venida de Holanda con vestidos de baño en tallas inmensas. Tarjetas postales de Nueva York en las que nos deseaban buena suerte. Un paquete de corbatas de Dinamarca. Yo había agarrado de color rojo que usaba para amarrarme el pelo negro. Efraín ofreció a Alejo una selección de corbatas. Erlinda se hubiera sentido orgullosa.

—Escoge una, por favor dijo Efraín, inclinándose ceremoniosamente.

El visitante tomó una de color naranja y me sonrió. Se la puso como banda en la cabeza, después agarró una más corta y se la ató a Efraín.

—Ahora somos una tribu dijo el visitante, sonriendo. Efraín también sonrió.

Estaba nublado, el cielo tenía color de hueso. La niebla bajaba de las montañas plateadas.

—¿A cuántos perdió usted aquí, amigo? quiso saber el visitante.

Aún se podía divisar la cruz. Señalé por encima del valle de barro hacia donde descansaba mi esposa.

—Sólo una contesté.

Efraín había escogido otras bandas para sus hermanas. Mis hijos eran una fila de corbatas danesas.

—Sólo una dijeron en coro.