Pilar Dughi
El cazador
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción. Universidad del Pacífico, junio de 2013.
Darwin sabía que aquel ruido sordo e incesante que había escuchado durante toda la noche pertenecía al río grande. El torrente de agua más profundo y extenso que jamás hubiera visto. Detrás de la hilera de árboles de setico se encontraba el origen de toda la inquietud que lo invadía desde que Rolando, mando militar, lo destinó a buscar rastros cerca de la quebrada luego que dos combatientes de la Fuerza Principal, informaran que la patrulla del ejército había llegado. En un claro cercano se habían encontrado hojas de plátano, bien dispuestas como suelen usar los hombres que duermen sobre la tierra húmeda en las noches de campamento. La gente se había alertado y toda la Fuerza Principal huyó a la espesura de la selva aguardando la aparición súbita del enemigo. Pero ahora que Darwin había cruzado la quebrada, solo quería atravesar la barrera de los árboles de setico.
Descendió rodando por la pendiente, camuflado entre las lianas y hojas de la maleza, sintiendo el frío húmedo de la madrugada. Se detuvo atento descubriendo los sonidos entre los árboles, sin aflojar el cuchillo que empuñaba. Lo de la patrulla era una falsa alarma, lo sabía. El rastro era antiguo y hacía muchos días que los soldados debían haber pernoctado en el claro. Pero cuando los mandos dieron las directivas, él calló. Lo que deseaba era acercarse al río grande.
Avanzó hundiendo las piernas entre las piedras y lodazales, y el rumor de la crecida se hizo más nítido, como el de un manantial cayendo desde gran altura. Entonces lo vio. La gran superficie plana de aguas verdes apareció ante sus ojos. Más amplio de lo que había imaginado, sin límites en los confines de su mirada, custodiado en las riberas por los troncos blancos y espigados del setico. Ahí estaba el camino que antiguamente habían utilizado los hombres para visitar a la gente que vivía en las orillas.
Luego de hacer un reconocimiento cuidadoso de la ruta que había seguido, regresó hasta donde estaba la columna. Los centinelas aguardaban. Le explicó al camarada Rolando sus dudas respecto a las huellas recientes que habían encontrado. El mando militar daba órdenes secas y directas. Nunca hacía comentarios, nunca dudaba. Se paraba callado con el fusil al hombro, pensaba un poco, y luego daba la directiva. Esta vez se demoró más del tiempo esperado. Darwin quería regresar cuanto antes, porque después de haber visto el río grande, lo único en que pensaba, era en hablar con su padre.
En otros tiempos, antes de que el partido iniciara la guerra, su padre le había contado cómo se navegaba por el río grande. Se visitaban pueblos y aldeas, se comerciaba con la cosecha de papas y de yucas. Los botes eran grandes y transportaban cocos y plátanos arracimados. Arroz, maíz, café, cacao, sal, gallinas y ganado. Así sería el reino de la abundancia que llegaría algún día y del que hablaba el partido. Por él era que las masas esperaban.
Aunque Darwin ocultaba sus emociones, ésta vez su dinamismo apenas podía encubrir los deseos que tenía de regresar al campamento. Impaciente y ágil, trepaba más rápidamente que cualquiera. Aquello no escapó a la observación de Rolando que conocía a cada uno de sus hombres. Darwin sabía que si reía, lo acusarían de estar alegre porque presentía que vendría la patrulla. Si mostraba tristeza, lo identificarían como un futuro traidor que tenía en mente escaparse. No ajeno a la mirada curiosa de Rolando, trató de medir sus gestos y recuperó la prudencia.
La caminata de regreso fue larga y agotadora porque se habían acabado las provisiones y, lo peor de todo, era que regresaban sin caza ni pesca. Uno de los hombres sugirió detenerse en un riachuelo para conseguir cangrejos. Apenas lograron pescar algunos boquichicos que comieron inmediatamente. Aquello les permitió recobrar energías para llegar al campamento.
El presidente del Comité de Organización de la Masa no permitía que la gente hablara en grupos de más de dos personas. No era correcto conversar cosas al margen del partido. Los comentarios y pensamientos siempre se expresaban en las reuniones de formación, y tampoco era adecuado que los padres e hijos confraternizaran cuando éstos últimos ya estaban integrados a la Fuerza Principal. Esta era una columna militar que tenía sus propias directivas y organización. Cuando los padres cometían alguna infracción, los hijos ya no podían intervenir. No había relaciones familiares en el partido. Pero esta vez, Darwin se las arregló para acercarse a su padre a la hora de la comida. Apenas cruzó algunas palabras, pero acordaron encontrarse al día siguiente en un claro cerca del puquio que los surtía de agua. Lo harían cuando la luna estuviese todavía en lo alto, cuando Darwin saliera a hacer el cambio de guardia con los centinelas.
Había cumplido cinco años el día que su padre llegó con él al campamento del partido. Entonces vivían en Primavera, una comunidad en donde tenían una chacra, patos y gallinas. Un día abandonaron las tierras y caminaron una semana monte adentro. Llegaron al campamento y Darwin se incorporó con los otros niños a la Escuela de Cuadros. Desde entonces su padre se separó de él y los mandos le enseñaron los libros y las directivas del partido. Aprendió a cantar los himnos y a entrenarse para el combate. La vida era una guerra hasta que todas las cabezas negras cayeran y llegara la nueva sociedad. La Fuerza Principal era la columna de combatientes destinada a conducir a las masas a la victoria. Cuando él cumpliera los doce años pasaría a ser parte de la Fuerza Principal. Su padre era miembro de la masa como la mayoría de hombres y mujeres adultos del campamento. Los mandos entrenaban a los cuadros jóvenes para convertirlos en soldados. Él había aprendido a manejar fusiles ligeros, a armar y desarmar las granadas que hurtaban a los enemigos, a husmear los rastros en el monte a través de las ramas quebradas y las huellas en el barro.
Durante las horas siguientes apenas durmió, esperando que clareara el día. Sabía que de todas maneras podría morir, si no en la huida, tal vez cuando se entregase a la base militar. Quizás lo golpearían y torturarían. Pero, si se quedaba, también moriría tarde o temprano. Desde que la idea de escapar había sido mencionada por su padre, Darwin había experimentado una sensación extraña de vergüenza y temor pero luego, poco a poco, había terminado por aceptar que era un traidor. Ya había traicionado al partido con sólo desear huir. Pensaba en Shoreni y todavía la rabia lo invadía. Recordaba que los hombres se equivocaban y juzgaba que los mandos estaban en un camino incorrecto. Ya no sabía exactamente qué era lo correcto o lo incorrecto. Tampoco si hacía bien en escuchar a su padre que era de la masa y, desde mucho tiempo atrás, él sabía que la masa no era combatiente. Pero comprendía que sin radio y sin comida pronto serían asediados por las patrullas del ejército y los débiles y enfermos serían rematados por los mandos. Nunca se había enfermado, pero ya había experimentado el miedo y la promesa del río grande había terminado por convencerlo. Ver aquella infinita superficie de agua lo condujo a pensamientos antiguos, imágenes de muchos hombres y mujeres caminando en carreteras, cruzando valles, arreando ganado. Estampas que recordaba de su infancia y que ahora aparecían con sorprendente intensidad.
Al día siguiente formó la hilera acostumbrada, entonó los himnos y acudió a la guardia de vigilancia que era el puesto al que estaba destinado. Lo hizo con gusto porque sabía que sería la última vez. Ya no volvió a ver a su padre pero estaba preparado para encontrarse con él.
Todas las madrugadas, cuando aún no había clareado el día, la masa se formaba en columnas disciplinadas entonando los cantos del partido. Luego los hombres y las mujeres se dedicaban a sembrar, pescar y a la preparación de los alimentos. Los niños acudían a la escuela hasta el momento en que todos se reunían para compartir la comida. Ahí se leían en voz alta las cinco tesis filosóficas del camarada Mao mientras se comía en silencio. La disciplina era la principal enseñanza del pueblo y cualquier infracción habría sido corregida. Ellos tenían la sabiduría de las masas que el enemigo desconocía. A veces, de noche, cuando todo era negro, los centinelas daban la voz de alerta y, a una orden del mando militar, eran despertados y abandonaban el campamento. Era el peligro de la patrulla.
Al final de la jornada regresó a su cabaña y durmió profundamente. Confiaba que la guardia de relevo lo despertaría como ocurría cuando le tocaba la vigilancia nocturna. Pero esta vez los rayos del amanecer le abrieron los ojos. No lo habían ido a buscar. Se levantó sigilosamente entre los compañeros que aún dormían y salió con su atado. No sabía qué había pasado, pero ya no tenía tiempo para averiguarlo. Su padre lo estaría esperando en el manantial y, apenas fuera descubierto, ambos serían muertos. Por la intensidad de la luz, calculó que muy pronto saldría el sol.
Cuando llegó al puquio, su padre no estaba. Buscó en el lodazal y encontró las huellas. Cansado de esperarle, había partido. Darwin inició una larga caminata hasta la cima de una meseta que conocía bien. Ahí esperó hasta que el sol brillara en lo alto. Su padre no daba señales por ninguna parte. Supo que no podía esperar más. Tampoco podría regresar jamás al campamento. Ya era un traidor. Así que inició rápidamente su marcha, comiendo poco a poco la yuca seca que llevaba en el atado. No descansó en ningún riachuelo y evadió los comederos de los animales del monte. Aquellos también eran lugares de emboscada.
Después de mucho tiempo de andar llegó al río grande. Desde ahí sería más fácil dirigirse hacia algún poblado. No sabía cuánto tiempo demoraría, pero podría pescar en la madrugada y resistir más días en el monte. Luego de explorar arduamente, se dispuso a reposar bajo las copas de los árboles que albergaban numerosos guacamayos.
En la madrugada lo despertaron los alaridos inusitados de los pájaros. La agitación de las aves lo alertó inmediatamente. Algo había cerca de la orilla. Sin moverse, casi conteniendo la respiración, escuchó. Se oía claramente el chapoteo en el agua de algunos pies que luchaban contra las ciénagas. De pronto todo se hizo silencio de nuevo. No podía desplazarse para no descubrir su presencia. Podría ser alguien del Comando de Aniquilamiento. Alguien enviado por el partido. Cualquier cosa que fuese, ya lo habían detectado. Shoreni le había enseñado a distinguir el graznido de retozo del guacamayo de aquel que indicaba una presencia extraña en su territorio. Aquellas aves lentas, de pecho verde y rojo, acostumbradas a permanecer inmóviles durante largas horas hasta que refrescara el sofocante calor del día, solo gritaban así ante la presencia del depredador humano que los cazaba por su colorido plumaje.
Decidió erguirse lentamente y avanzar hacia el río. Oculto entre las ramas pisó la arena blanda con cuidado hasta llegar a un pequeño desnivel cubierto de caña.
Al levantar la cabeza, lo vio. En un instante sus ojos se encontraron con otros ojos. Ambos estaban separados por un pequeño recodo del río.
Echó a correr enloquecido, saltando entre los arbustos espinosos y sin saber hacia dónde dirigirse, internándose cada vez más en lo profundo de la espesura.
Al llegar a una cuesta empinada se detuvo a escuchar. Oculto tras un grueso tronco, esperó un tiempo hasta acostumbrarse al bullicio desordenado de la selva. Buscó en el ambiente algún signo familiar. Se deslizó hacia un rectángulo de tierra cubierto de excrementos de cotomonos.
Llevaba el sentido de alerta en la piel. Siempre había estado preparado para huir, acostumbrado a dormir ligeramente, listo para hacer un atado con frazadas y botellas de agua que rápidamente cargaba al hombro, para desaparecer entre las malezas cuando los mandos disponían el abandono del campamento. Toda la aldea, ordenadamente, recorría los túneles y caminos disimulados entre los arbustos, sorteando las numerosas trampas. Aquellas fosas tapizadas de lanzas afiladas de chonta, dispuestas estratégicamente alrededor de las trincheras y a lo largo de los senderos. Caminaban en filas y en silencio . Al llegar a un claro, deliberaban las normas de seguridad y todo era empezar de nuevo. Se macheteaban las cañas y se construían las cabañas con techos de palma. Se desbrozaban los terrenos de cultivo y los centinelas se apostaban en los lugares altos acechando el horizonte. Por la noche se repasaban las cinco instrucciones de resguardo militar que todos repetían de memoria y en grupos. Estar atentos a las órdenes del mando político. Vigilar los cinco puntos cardinales. Resguardar a la masa. Constituirse en columnas de retirada. Replegarse organizadamente.
Eligió un lugar blando para cavar. Hizo un hoyo de mediana profundidad contra el árbol y se hundió en él, cubriéndose con ramajes. Podría descansar ahí toda la noche, su refugio sería seguro contra las bestias. El aullido nocturno del cotomono sería el mejor guardián de su sueño y el olor a orines de las hojas de tumbo alejaría a los tigrillos y a las serpientes.
Era Mardonio. Fuerza Principal como él. Mardonio había sido enviado a liquidarlo. No había podido distinguir bien si llevaba flechas o retrocarga. Lo más seguro es que no tendría ni lo uno ni lo otro.
Los del Comando de Aniquilamiento no usaban municiones. Se llamaban los cazadores porque aniquilaban con machete y cuchillo.
Lo estaba siguiendo. Mardonio era más corpulento pero también más lento que Darwin. Siendo un par de años mayor, desde que ingresó a la Fuerza Principal fue destinado al Comando de Aniquilamiento. Pero desde hacía mucho tiempo los aniquiladores casi no actuaban porque el campamento se había internado monte adentro. Cuando las patrullas del ejército no asolaban la región y podían desplazarse libremente, los cazadores ultimaban a los soplones y sospechosos que trataban con los cabezas negras. Pero luego el partido se debilitó y tuvieron que retirarse de las aldeas ya que los colonos comenzaron a mostrar recelo ante la presencia de los foráneos. Entonces el comando se convirtió en fuerza de avanzada para explorar las comunidades. Ahora el partido había ordenado liquidar a los traidores.
No podía estar alerta porque el cansancio lo vencía. Luchó contra el sueño pero al final se abandonó a él. Por momentos abría los ojos; todo estaba confuso y ya no veía ni escuchaba nada. Cuando despertó, la noche estaba cerrada y obscura. No había luna y el día vendría de golpe.
Darwin había cumplido. O por lo menos lo había imaginado cuando pensaba que llegando a la edad necesaria se incorporaría a la Fuerza Principal. Veía cómo los chicos mayores abandonaban orgullosos la cabaña para recibir la escopeta de retrocarga, y de ahí ya no se les veía en los días que duraba la vigilancia del monte o la intervención militar para el apoyo logístico. Luego aparecían con gallinas, sajinos o venados. Traían pescados y cargas de yuca que la columna había podido expropiar fuera. A veces los colonos o los nativos cooperaban. Otras veces lo hacían a regañadientes porque no eran masas que conocieran el proyecto del partido.
Esperó pacientemente que apareciera la luz. Mardonio debía seguir la misma ruta que él. El río. Estaban en la misma orilla. Cuando amaneció, reanudó la caminata. Bajó lentamente por la pendiente pedregosa, soslayando los claros descubiertos. Había trepado una buena distancia porque no había signos de humedad por ninguna parte. Descendió hasta descubrir la gran superficie. Agazapado entre los matorrales, intentó vislumbrar algún indicio de presencia extraña, pero el silencio era total. Sólo un martín pescador descansaba quietamente sobre un madero cercano a la ribera.
No había pensado en otra cosa desde niño que incorporarse a la Fuerza Principal. Le aburría repetir los párrafos enteros de las obras completas de Marx que el profesor de la Escuela de Cuadros le obligaba a memorizar. Darwin y sus compañeros a veces no entendían, pero el maestro afirmaba que cuanto más repitieran, todo se iría aclarando.
Mardonio conocía el camino a las comunidades. Lo estaba acechando precisamente en aquella ruta. No tenía más alternativa que seguirlo y cazarlo antes de ser descubierto por él. Pero tampoco tenía víveres ni agua, y no podía demorarse mucho.
Pensó cómo en los primeros años la vida en el campamento era distinta. Había yuca y plátanos para el desayuno, carne para el almuerzo y sopas de arroz y hierbas por la noche. Pero en los últimos tiempos, la comida había comenzado a escasear. Pronto, las columnas de reconocimiento para el apoyo logístico, que realizaban el abastecimiento del campamento, regresaban enflaquecidas, sin animales de caza, ni aves de corral, ni sacos de legumbres, ni peces del río.
Tenía que encontrar a Mardonio y tenía que hacerlo pronto. Armado solo con un cuchillo, tendría que estar muy cerca de él para cazarlo. Sintió que toda su sangre palpitaba al imaginarse la figura humana de su enemigo arrastrándose sobre la arena. Giró suavemente, peinando el terreno con la vista. El paisaje tenía suficientes claros como para percibir el más ligero movimiento entre el follaje.
Cruzó sus piernas con sigilo y esperó, protegido por las lianas que hacían un refugio seguro alrededor de él. En aquella soledad, su mente se poblaba de imágenes. Recordaba la vida sin descanso. Los hombres y mujeres huyendo. Los chicos adelgazando y empalideciendo. Darwin se acostaba por las noches con el estómago contraído mientras se repetía: “Los combatientes estamos dispuestos a ser invencibles”. Al principio, aquello lo dotaba de fuerzas y le hacía resistir el hambre. Luego las palabras fueron perdiendo su poder mágico. Soñaba con lonjas de carne asadas en el fuego, con yucas rociadas con sal, con jugo de coco resbalándole por el cuello y mojándole toda la ropa. Los sueños de comida eran inacabables y él se sentía avergonzado. Contarlo a cualquier camarada hubiera sido expresar un signo evidente de debilidad y aquello lo hacía sentirse mal. Se levantaba más temprano que el resto y formaba fila rápidamente. Se concentraba esmeradamente en las tareas que el comité del partido asignaba a la Escuela de Cuadros, no se quejaba cuando las horas pasaban y no había comida, pero cada vez se sentía con menos fuerzas.
Su padre realizaba calladamente las labores que le correspondían. A veces conversaban, pero las oportunidades eran reducidas. En tiempos de guerra no había mucho lugar para charlar, y esa era una regla que todos respetaban.
Estuvo largo tiempo ensimismado hasta que escuchó un deslizamiento lento y característico sobre el terreno blando, hacia su izquierda. Empuñó el cuchillo dispuesto a saltar al menor movimiento. Pero el ruido continuó desplazándose cada vez más hasta alejarse hacia la orilla. Luego se hizo silencio.
Mardonio avanzaba lentamente y se detenía también. Convenía divisarlo primero, y luego seguirlo. El bufido de un animal grande sorprendió la quietud. Era una respiración jadeante con resoplidos entrecortados, como el de un puerco de monte. Trotaba rápidamente y se dirigía también hacia la orilla. La respiración se detuvo durante unos segundos. Luego se escuchó un chillido agudo, ruido de cañas al ser quebradas y el bramido se volvió un gorgoteo intermitente como si el animal se estuviera defendiendo. Luego la bestia gruñó y se revolcó en la arena.
Aprovechó para levantar ligeramente la cabeza y distinguió la espalda y el cabello ensortijado de Mardonio en el lugar de la lucha. Se levantaba y agachaba sucesivamente hasta que, por fin, el animal calló.
Luego Mardonio arrastró el cuerpo del animal. Aunque era el momento ideal para abalanzarse sobre él por la espalda y degollarlo, estaba demasiado lejos y había tiempo suficiente para que lo escuchara deslizarse antes de que lo alcanzase. Corría el riesgo de perder la oportunidad que ya había ganado. Seguirlo. Ahora Mardonio era su presa. Pensó que podría atacarlo si se daba la vuelta completa y lo acechaba hasta el momento en que terminara de despellejar al cerdo y se dispusiera a comerlo. Ascendió cautelosamente hacia la parte alta de la cuesta.
Se detuvo al lado de un tronco de pacae tratando de acallar su respiración entrecortada. Fue entonces cuando escuchó un siseo rápido. Volvió la cabeza y vio a la shushupe de ojos achinados y lengua afuera. Se arrastraba ondulante sobre la tierra. El reptil pareció no verlo. Estaba apenas a unos pasos de él, pero seguía impasible su ruta.
Darwin contrajo la mano sobre el mango del cuchillo.
De pronto, la serpiente se detuvo y se enrolló lentamente sobre sí misma. Aunque no tendría más de siete pies de largo, estaba en el radio de su alcance de acción. Contuvo la respiración pero supo que el reptil captaría las más tenues vibraciones del aire y su olor lo delataría inevitablemente. Cogió una piedrecita y la arrojó al lado opuesto a donde se hallaba. El animal levantó la cabeza suavemente, ladeando su cuerpo en distintas direcciones, tratando de identificar al intruso que aún no era visible. Con un rápido reflejo, Dawin se irguió violentamente y dió un gran salto hacia lo alto, antes que el animal lanzara airadamente la cabeza hacia adelante, mostrando sus afilados colmillos. Cayó de nuevo sobre la tierra y corrió con toda la rapidez que aún le era posible. Arañándose y desgarrándose entre los arbustos espinosos, trató de alcanzar la protección de los árboles altos y apretados de la cima.
Su desesperada huida no le permitió distinguir cuán cerca se encontraba Mardonio. Cuando su cuerpo se negó a obedecerle y las piernas se acalambraron, se arrojó detrás de un matorral. Agitado y aterrado esperó lo peor.
El canto continuo y alegre de unas pavas lo tranquilizó. Aunque no podía verlas, escuchaba que cotorreaban y saltaban muy cerca de él.
No se atrevía a moverse y permaneció encogido y tieso en la misma posición hasta que la cháchara de las aves se fue haciendo cada vez más lejana.
Tenía la seguridad de haber despistado momentáneamente a Mardonio. Empezó a caer un goteo de agua que fue haciéndose copioso y rápidamente se convirtió en lluvia. Empapado, se sacó la camisa y la estrujó, bebiendo el chorro con avidez.
Le intimidaba estar sin flechas en territorio de fieras. El cerco del ejército y los sucesivos enfrentamientos armados habían obligado el éxodo definitivo de los animales, reduciendo cada vez más las tierras de caza. Por ello, una tarde, cuando la columna de combatientes regresó del monte con un gran ronsoco de más de treinta kilos, todos manifestaron gestos de júbilo que fueron rápidamente acallados por el mando político que inició una arenga enfurecida. Manifestar júbilo era una expresión de flaqueza. Demostraba que los hombres y las mujeres no estaban satisfechos con la alimentación que recibían y eso doblegaba la voluntad que todos debían tener para continuar en la lucha por la victoria. Una debilidad así era casi una traición. Colocaba al campamento entero en una situación de vulnerabilidad frente al enemigo. Vendrían tiempos mejores pero ahora era necesario ocupar toda la voluntad en el objetivo principal, valorando los alimentos que se podían obtener. Darwin recordó que aquella misma noche los obligaron a todos a formarse en el centro del campamento. Ahí se acusó a Gaspar, un chico de siete años que pertenecía a la Escuela de Cuadros, de robar un pedazo de ronsoco y devorarlo a escondidas. Gaspar era reincidente porque ya otras veces se había escapado de la escuela y lo habían encontrado en el monte. El mando político acusó a Gaspar de ladrón, indicando que con su conducta estaba arriesgando la vida de todos. Señaló que aquello era alta traición y procedió a dictaminar su condena. Un hombre del Comando de Aniquilamiento estranguló a Gaspar con una soguilla. La madre de Gaspar lloraba en un rincón del destacamento y pedía que lo perdonasen. La hicieron callar y luego disolvieron la formación de la gente, señalándose que debían regresar a las cabañas.
Aquella noche y en las siguientes, la madre de Gaspar caminó de un lugar a otro, como loca, llorando. Luego se calló y no volvió a llorar más. Darwin entonces comenzó a sentir miedo. Miedo de lo que le podría pasar si violaba alguna de las enseñanzas del partido. Hasta entonces se había sentido invulnerable. El profesor de la Escuela de Cuadros discutió con todos el caso de Gaspar. Llegaron a la conclusión de que había sido un mal elemento y que después de tantas reincidencias ya no se podría corregir. En tiempos de guerra no se debía proteger a ladrones o a mentirosos. Desde entonces, el miedo no lo volvió a abandonar.
El aguacero caía incontenible, por lo que se acurrucó bajo un gran árbol de palma. Esperaría hasta que parara la lluvia y volvería a descender otra vez hacia abajo, hacia la orilla. No podía escaparse por el monte porque con toda seguridad se perdería y sería muerto por Mardonio. Estaba seguro de que el río era la única ruta que podía utilizar para desplazarse, aunque ahora ahí lo estuviera esperando Mardonio. Había perdido una oportunidad pero ya no desperdiciaría otra.
Mucho tiempo atrás, durante un invierno que cubrió la selva de neblina espesa, varios helicópteros del ejército sobrevolaron el campamento dejando caer una lluvia de rectángulos plastificados de color blanco y rojo. El comité político requisó todos los que cayeron en las cercanías. Algo de esto hablaría la gente, porque en una asamblea el mando habló de los arrepentidos como traidores e inconsecuentes, perros de cabeza negra, shushupes, y muchos insultos más. A continuación, leyó uno de los plastificados: “Hace más de un año que está vigente la ley del arrepentimiento. No hagas caso a los engaños y mentiras de Sendero Luminoso. Escapa y ven a la base militar o a la comunidad de ronderos más cercana. Los ronderos asháninkas y tus familiares te esperamos con cariño. Todos los que han escapado hasta el momento viven libres y felices con nosotros. Reciben apoyo inmediato de nosotros y el Estado. Es mentira que te vamos a matar. La ley de arrepentimiento te ampara”. Luego de leer el plastificado el mando explicó la mentira que los cabezas negras estaban haciendo con las masas que no estaban suficientemente vigorizadas con las enseñanzas del partido. Los militares torturaban a los capitulados para sacarles toda la información, quemaban viva a la gente que se entregaba. Había que tener mucho cuidado con aquellos que traicionaban al partido porque hacían peligrar a todos. Explicó que en otros campamentos, sectores ingenuos de la masa estaban creyendo en esas artimañas. Los escapados recibirían todo el peso de la justicia del partido por su rebeldía. Luego de la arenga, las filas fueron disueltas y Darwin regresó a la cabaña donde dormía con sus compañeros de la Escuela de Cuadros. Shoreni era su amigo desde que ambos habían llegado al campamento. Era asháninka, cazaba mejor que él y sabía nadar. Los asháninkas eran altivos y orgullosos y, a pesar de las miradas de reprobación de los mandos, se reían y hablaban entre ellos en su lengua. Ambos se habían formado juntos en la Escuela de Cuadros. Shoreni era parco, pero trabajaba bien en el huerto, hacía flechas de chonta y le había enseñado a Darwin a desarmar la vieja radio del campamento. Esperaba, como él, llegar a la edad necesaria para incorporarse a la Fuerza Principal.
La lluvia arreciaba todavía y ya estaba oscureciendo, así que arrancó hojas de plátano para protegerse. Pensó que Mardonio no iba a abandonar el cerdo a los gallinazos. Pudo haberlo alcanzado cuando lo vió saltar entre los árboles pero prefirió regresar hacia su animal muerto.
Una noche, mientras preparaban los alimentos, su padre se había acercado. Los mandos se equivocan, murmuró. Darwin tuvo miedo. Miedo de que su padre hablara. No digas eso, le contestó. El mando Rolando se equivoca, insistió su padre. La gente tiene hambre y solo la Fuerza Principal come. ¿Acaso así ellos están resguardando a la masa como dicen? todos nos vamos a morir de hambre.
Darwin se había apartado pensando que no podía decir nada porque habría sido una debilidad expresar sus temores. Tampoco podía acusarlo porque los matarían a ambos. El tono de voz del padre mostraba rebeldía y Darwin se había sentido incómodo. Su padre era de la masa y toda la gente de la masa era débil.
Aún lloviendo inició de nuevo la caminata sobre el barro sin dejar de estrujar la camisa cada cierto tiempo para beber agua. Seguiría manteniendo la misma distancia al río, pero apenas cesara el aguacero tendría que descender de todas maneras. Si se encontraba con una patrulla del ejército se acercaría y se entregaría, aunque sabía que tal vez podría ser asesinado si descubrían que era Fuerza Principal.
La primera vez que fue convocado para una incursión militar, varias columnas de combatientes de otros campamentos se reunieron durante toda una noche revoloteando entre las fogatas. Darwin, Shoreni y otros chicos de la Escuela de Cuadros fueron formados en la madrugada y caminaron delante de las columnas dirigidas por dos guías asháninkas que marchaban velozmente. Hicieron la ruta durante tres días. Luego la columna se dividió en dos partes. Una de ellas salió a cazar mientras otra fue apostada en un trecho cercano como resguardo. Estuvieron así varias horas, pero la columna de cazadores no regresó. Durante todo un día y toda una noche, continuaron de pie, protegidos tras los arbustos. Por fin, entre las sombras de la oscuridad, como luces de luciérnagas, se divisaron destellos brillantes en el monte cercano.
Darwin dio la primera voz de alerta y los hombres se distribuyeron en posiciones alejadas. El canto monótono de las chicharras fue interrumpido por aleteos de pájaros y graznidos de cuervos. Se escuchó el ruido de cañas quebradas en una loma cercana. Hacia ahí se dirigieron lentamente.
Desde lo alto vieron hombres vestidos de verde, camuflados con ramas de árboles. Era una patrulla del ejército que se arrastraba a pequeños trechos entre las piedras del río. Sus pesadas botas apenas les permitían avanzar. A una orden del mando militar, alistaron sus flechas envenenadas con jugo de sashbi y dispararon. Aunque la luna estaba en cuarto creciente y la visibilidad era clara, no era propicio utilizar municiones. Los disparos fueron certeros. Gritos y balas de respuesta anunciaron que la patrulla había sido tocada. Los combatientes se replegaron raudamente y no se detuvieron hasta que el cansancio los reunió en un claro en lo más profundo de la colina. La patrulla no los seguiría en la noche si tenían heridos. El mando ordenó volver al campamento. La columna de cazadores tendría que regresar por su cuenta.
La caminata fue trabajosa porque no podían machetear las malezas para no dejar rastros. Ahora sí, no era posible bajar hacia los riachuelos a refrescarse la cabeza. Tampoco había comida, y la extenuación los agotaba. Al séptimo día de camino llegaron al campamento. Los mandos militares conferenciaron con los mandos políticos y decidieron levantar el campamento y huir. La patrulla podría llegar en cualquier momento. Esa noche los hombres y mujeres de la masa, antes que desapareciera la luna, ya estaban desfilando por el monte. A las pocas horas de marcha, los mandos militares detectaron a dos mujeres que querían escapar de las columnas. Habían ido apartándose poco a poco hasta casi alejarse de la formación. Se las arrastró hacia un costado y se ordenó romper las columnas de avanzada. Después de una brevísima arenga de escarmiento, ellas y sus tres hijos fueron estrangulados y acuchillados. Los gritos fueron apagados por el murmullo de la masa reorganizándose otra vez en columnas. Darwin y Shoreni avanzaban en la retaguardia con arcos y flechas al hombro, por primera vez, convertidos en Fuerza Principal.
Cuando el cielo se fue despejando y la lluvia se detuvo, buscó un árbol grande, cavó un hoyo y se cubrió con ramajes dispuesto a descansar. El cansancio lo obligaba a cerrar los ojos, pero algo le advertía que no debía dormir. Sólo cabeceaba por momentos, precaviendo cualquier peligro. Se sentía demasiado débil para proseguir. Tuvo rabia pensando que habría sido para él muy fácil cazar a las pavas que antes había descubierto, pero se hubiera expuesto demasiado. Sólo su perseguidor se había arriesgado a cazar. Su perseguidor no tenía ninguna prisa. Estaba aguardándole.
Tenía que matarlo. Matarlo antes de ser encontrado por él.
El día lo sorprendió aún despierto, escuchando el tamborileo intermitente de pájaros carpinteros que picoteaban, gozosos, la corteza de los troncos. Ni aunque hubiera tenido flechas los hubiera alcanzado, no porque no quisiera, sino porque Shoreni decía que eran pájaros sabios que se comían a los insectos y gusanos que enfermaban y podrían los árboles. Ningún nativo mataba pájaros carpinteros, aunque el hambre apretara el estómago.
Contemplándolos, recordó la época en que podía sentarse con Shoreni bajo los árboles, y conversaban con los paujiles negros de pico rojo que se posaban en las ramas.
Pero ninguno tan bello como el pájaro violinista, de plumaje azul metálico, que solitario y desesperado, llamaba a su pareja a través de una melodía tristísima. Hubiera querido, en aquel momento, encontrar ese canto tan largo y dulce como jamás hubiese escuchado. Ahora, él era como los pájaros que volaban de rama en rama huyendo. Estaba solo y podría morirse ahí mismo, quedarse sentado bajo el árbol y dejar que las hormigas lo invadieran y devoraran, hasta que la cara y todo su cuerpo reventara y luego vinieran los buitres y pelaran sus huesos. Esa era la suerte de los traidores.
Comenzó a traicionar al partido la tarde en que se malogró la radio del campamento y perdieron la comunicación con el exterior. Ese día hubo un gran alboroto y los mandos se alteraron. Formaron a la gente y los arengaron durante horas. Tendrían que esperar la partida de una columna de combatientes que hiciera contacto con otro campamento para el apoyo logístico. Necesitaban órdenes e instrucciones del partido que no llegaban.
Darwin no encontró a Shoreni. Pensó que estaba destinado a la formación de los centinelas que resguardaban el camino, pero no lo halló cuando llegaron los relevos. Intrigado, preguntó por él al mando militar. A Shoreni y a su madre los habían ajusticiado porque su padre se había fugado. Los asháninkas fueron los primeros que empezaron a huir. El partido ordenaba no distraer ya a la masa con juicios públicos de traidores. Darwin no supo qué contestar. El mando militar lo llevó fuera del campamento, haciéndole recorrer un largo trecho. Le enseñó un cuadrado de tierra removida. Ahí estaban enterrados. Los habían liquidado como medida de seguridad para impedir que los capitulados regresaran a rescatar a sus familiares. Eso ya se había visto. Los cuerpos no habían sido arrojados a la quebrada, sino enterrados, así que Darwin sospechó que la patrulla debía estar muy cerca y por ello los combatientes no querían dejar rastros humanos en el camino.
Regresó en silencio al lado del mando. Este le dijo a Darwin que, siendo Fuerza Principal reciente, todavía podía ser débil. Pero las leyes militares tenían que ser cumplidas y se debía vigilar bien a la masa.
Por la noche, apretado contra la manta, lloró de rabia. Shoreni era su amigo y era combatiente de la Fuerza Principal como él. Recordó lo que le había dicho su padre: los mandos se equivocan.
Al día siguiente, en la comida, se acercó a su padre y le habló.
—Quiero vengarme —le dijo.
—No —le contestó su padre—. Ahora no. Tenemos que escaparnos. Nos iremos hasta el río grande. De ahí caminando llegamos a una base y nos entregamos. No importa si nos matan. Si nos quedamos aquí, también vamos a morir de hambre.
Darwin aceptó. Decidieron esperar fecha propicia para establecer la huida.
Se levantó con el cuerpo aún entumecido y caminó despacio. No se dejaría vencer por Mardonio. No dejaría que le clavara el cuchillo en el cuello. Se defendería y lo heriría hasta hacerlo sangrar. Y aunque Mardonio lo matase, estaban tan lejos del campamento que moriría en el camino si él lo sabía herir.
Descendió por la ladera sintiéndose más calmado y tranquilo que el día anterior. Observó desde lo alto la trayectoria del río y hacia él se dirigió. Avanzó cada vez más confiado hasta que descubrió al fondo de la ribera, en la misma margen en que se hallaba, los techos de algunas cabañas.
Había llegado. Debía ser una comunidad. Dio rodeos por los claros sin descuidar sus espaldas. A lo lejos vió balsas y canoas conducidas por niños vestidos con las largas túnicas de cushma que usaban los nativos. Se acercó arrastrándose hacia las cabañas. Trepó una cuesta hasta llegar al costado de la choza más alejada del pueblo, se recostó sobre las cañas y descansó.
¿Dónde estaría la gente? estaba adormecido, cuando una mujer se le acercó. Apenas escuchó lo que decía y no contestó a sus preguntas porque no lograba entender. Ella trató de levantarlo, pero su cuerpo estaba pesado y no le obedecía. La mujer lo soltó y se fue corriendo. Regresó con dos hombres que trataron de hablarle, pero tampoco pudo contestar.
—Agua, agua —pidió y sintió que se le ahogaba la voz.
—Es un niño, es un niño —decía la mujer.
—He venido a entregarme —dijo, y la cabeza le cayó hacia el pecho.
Escuchó voces y gritos a su alrededor. Lo levantaban. Lo llevaban y él no veía nada ni podía hablar. Lo sacudieron de arriba a abajo, lo estiraron y recostaron sobre el piso. Cuando abrió los ojos, varios hombres armados lo rodeaban. La mujer que lo había visto primero tenía el rostro muy cerca de él.
—Tenemos que llevarlo a la base militar —dijo uno de los hombres—. Hay que registrarlo.
Dejó que le arrebataran su cerbatana y su cuchillo.
—Denle de comer y luego nos lo llevamos —continuó el hombre que había hablado.
Lo alzaron en vilo de nuevo, hacia una cabaña. Ahí lo rodearon otras mujeres y unas niñas. Lo colocaron sobre una tarima y lo taparon con una frazada. Alguien le alcanzó un cazo de sopa humeante con fideos, que Darwin apenas pudo probar. La mujer le dio unas cucharadas.
—¿Cuánto tiempo has estado caminando en el monte?
—Muchos días —balbuceó.
—No te puedes mover todavía. Te quedarás hasta mañana. Cuando ya puedas caminar, tienes que ir a la base. ¿Cuántos años tienes?
No sabía exactamente, pero debía tener doce o trece años.
—No te preocupes, aquí nadie te va a hacer nada.
—¿Y en la base? —murmuró.
—Tampoco. El teniente David es buena gente. No te preocupes. Nadie te va a hacer daño.
Darwin se arrebujó en la frazada y comenzó a llorar.
—Van a venir a buscarme —dijo—, me van a matar.
—Aquí hay ronderos. Aquí nadie te va a poder atacar, la base está muy cerca y el Comité de Autodefensa ya está informado. Por ser menor de edad no eres arrepentido sino presentado. Tenemos otro niño como tú, cuando estén mejor, los llevamos a la base.
“Presentado”, pensó Darwin. “Presentado”, repitió en voz alta, y se quedó dormido.
Al día siguiente pasó todo el día recostado. La mujer le trajo estofado de gallina. Por la tarde lo visitaron algunos niños que lo observaron por la puerta de la cabaña. Al anochecer llegó un hombre bajo, de bigotes, armado con una retrocarga. Se presentó como el comando de la comunidad, autoridad militar. Le hizo algunas preguntas. De dónde venía, con quiénes había vivido, dónde estaba el campamento del partido, si él se había escapado solo o no. Darwin contestó todo lo que sabía. El comando le dijo que estaba en observación y que sería conducido inmediatamente a la base militar. Le afirmó que nadie le haría daño, pero que no confiaban en él todavía. Dependería de su comportamiento y su colaboración para que pudieran incorporarlo a una comunidad. El teniente de la base determinaría su destino. Se dio media vuelta y, al llegar a la puerta, se volvió y lo miró por unos segundos. Luego salió.
Cuando cayó la noche, lo condujeron hacia el río. Otras personas lo esperaban en un gran bote. Lo sentaron en la popa, detrás de un rondero armado.
A su lado, medio encogido, estaba Mardonio. Quiso levantarse, gritar, correr, pero siguió sentado, mirándolo. Mardonio tenía la vista clavada en el piso, Luego levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él. En el rostro de Mardonio vio al miedo.
—¿Sabes a qué base vamos? —preguntó Mardonio.
—A Valle Esmeralda —contestó Darwin.
—No somos arrepentidos, sino presentados.
—Sí, ya lo sé —dijo él, y sonrió.
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