José Güich Rodríguez (1963)
Stafford, Indiana
Del libro Año sabático (2000)
Edición para el club de lectura virtual
En las nubes de la ficción, Universidad del Pacífico,
febrero de 2012
Las crónicas han transmitido a la posteridad la imagen de un hombre en permanente fuga. Testimonios audiovisuales perennizaron el rostro de expresión resignada que contempla su destino sin aspavientos. A través de incontables episodios, la humanidad fue testigo de su persecución a lo largo y ancho de un país situado en el hemisferio norte. Ese público, hambriento de emociones, era consciente de que las fuerzas policiales de más de cuarenta estados tenían a su disposición la fotografía de aquel médico especializado en pediatría, a quien acusaron de cometer un crimen vulgar que responde al nombre técnico de uxoricidio. Curiosamente, dicho vocablo nunca se ha utilizado en los diversos eslabones de la cadena. Jamás fue proferido por un alguacil obeso o por algún primitivo camionero con quienes el eterno fugitivo cruzara alguna vez su existencia.
Entre 1963 y 1967, ese hombre asumió cientos de identidades. El médico de Stafford escapó del tren que lo conducía a la silla eléctrica en 1963. Fue un golpe de suerte, un guiño de los dioses o un caso fortuito: ninguna variable anulaba a la otra. En noviembre de aquel año, el hombre respiraba en las proximidades de Dallas. El día 22 se trasladó a la ciudad, esperanzado en la posibilidad de localizar al manco que había visto huir de la escena del crimen. Si alguien revisara con detenimiento los hechos, descubriría una laguna significativa. Es verdad que los mecanismos convencionales no dieron cuenta de lo que el médico hizo o pensó durante las agobiantes horas del 22 de noviembre. Para protagonizar las peripecias de aquel tránsito texano, eligió un nombre corto, común, impermeable a cualquier situación azarosa. Las primeras horas del día lo sorprenderían en plena culminación de un coito. Frente al consenso mitificador —abstinencia sexual del pediatra sostenida por versiones oficiales—, el hombre de Indiana ejercía sus funciones biológicas sin el menor prurito. Subestimaba la percepción de aquellas mujeres que usaban vestidos diminutos, zapatos de tacón y maquillaje recargado, pues estaba plenamente convencido de que ninguna de esas compañías eventuales era capaz de identificarlo. Esta es la primera de una serie de desmitificaciones. A las siete de la mañana, Jim Brown abandonó la habitación del hotelucho para dirigirse, raudo, al depósito de chatarra donde se ofrecían vacantes. No planeaba quedarse mucho tiempo en la ciudad: la visita del Presidente —con la que Brown no contaba— congregaría a una legión de agentes de la ley y el orden, sus enemigos naturales.
El administrador del depósito no formuló preguntas engorrosas. Para esa clase de empleos, no necesitaba referencias o recomendaciones. Bastaba llenar una hoja de datos personales y mostrar, fehacientemente, la mejor disposición laboral. La jornada de Brown se inició de inmediato. Le ordenaron despejar una zona del patio principal, pues a las once llegaría un lote de objetos nada despreciable. Efectuó la tarea con sumo cuidado. Era importante ganarse la confianza del patrón, puesto que no sabía exactamente cuántos días permanecería en Dallas. Alentado por el hecho de que se trataba de una visita presidencial muy breve —propia de la campaña electoral—, y que ello implicaba el retiro de policías y agentes federales, Jim Brown dedicó toda su atención al trabajo. Colaboró en la recepción del material; fraternizó discretamente con los otros empleados a la hora del refrigerio y continúo sus trajines hasta las cinco de la tarde, hora de salida. Se encontraba en el vestidor, guardando el overol y los guantes, cuando le dieron la noticia: el Presidente había muerto, asesinado por un tal Oswald. Al abandonar el recinto, tropezó con miradas extraviadas; con síntomas de incredulidad; con un grupo de hombres alrededor de un minúsculo radiorreceptor; con una tribu narcotizada por esa catástrofe genuinamente norteamericana.
Ahora se llama Bill Graham y labora como cantinero en un bar de Greenwich Village. Pocas personas hablan hoy del magnicidio acaecido hace cuatro meses. Nueva York es un magnífico refugio para alguien como él. Ha trabado amistad con personajes singulares que leen a Sartre, Kerouac y Miller; que escuchan a Dylan, a Bird; que fuman marihuana o inhalan cocaína. A veces, Graham debe limpiar vómitos y excrementos con que esos iracundos jóvenes expresan su odio al establishment. Un baño del Village puede transformarse en verdadera trampa si el parroquiano no mira dónde posa sus pies. Sobre eso, Graham sabe demasiado. En ciertas ocasiones, algún hombre sin brazo hace su aparición en el escenario de la vida cotidiana. Falsa alarma, como en Dallas, Athens o en mil pueblos innombrables porque es imposible incorporarlos a la memoria.
Cuando el frío golpea con mayor violencia y la vejiga comienza a dilatarse peligrosamente, Graham debe abandonar su puesto en la barra y caminar, con ligereza, hacia el minúsculo baño de servicio. Son lapsos de respiro, de distanciamiento y balance personal. Como encargado, también es su responsabilidad expulsar a los clientes anarquistas que, cegados por el alcohol u otras sustancias, manifiestan la intención de miccionar sobre los instrumentos de algún trío de jazz. Maniobras mecánicas, forcejeos implacables que no diferencian rostros conocidos o foráneos. Por otro lado, Graham ha sabido granjearse el respeto de los contertulios, quienes no le guardan resentimiento alguno después de las refriegas o las proscripciones aparatosas. Todo cantinero es depositario de digresiones, monólogos y confesiones efectuadas bajo la influencia del tío Daniels. Pero la tranquilidad no se prolonga en el universo de un fugitivo. La ansiedad y la depresión son marcas insustituibles, estigmas frente a los cuales el concepto de paliativo deviene absurdo.
Bill Graham suele creer que el siniestro manco de Stafford es un hito inalcanzable, un arquetipo de cuanto temor atávico arrastra el hombre desde la oscura caverna hasta la ciudad pestilente. A todo esto debe sumarse un agente desestabilizador: el teniente de policía obesionado con su captura; el terrible celador que lo trasladaba rumbo a la silla eléctrica la noche del accidente ferroviario. Tanto el teniente como el hombre llamado Graham experimentan dos actualizaciones de la angustia. El primero es perseguidor, el segundo, perseguido. El bar, el Village y Nueva York constituyen hoy el remanso, una tregua; mañana significarán lo contrario, el infierno en la tierra, el lazo en el cuello.
Otra ciudad, otro autobús de la compañía Greyhound que deposita al fugitivo en la estación terminal. Nueva identidad y empleo de supervivencia. Es 1965, y ese hombre que hoy se hace llamar Phil Morris pasará los meses más duros del invierno septentrional en la costa Oeste —región que no le es desconocida—. Posiblemente acceda a un cupo en alguna embarcación pesquera o en una fábrica de conservas. Cuarenta o cincuenta dólares a la semana es suficiente ingreso para solventar gastos de alimentación y alojamiento. A veinticuatro meses de la fuga, el aspecto del fugitivo ha variado ostensiblemente. La falaz lógica dictaba que Morris tiñera su cabello de negro. ¿Por qué no recurrir a una barba frondosa y a unos anteojos que le permitieran proyectar una imagen menos susceptible de identificación? El acosado pediatra de Stafford ha transgredido una ley ficcional. Sólo así se explica la sorprendente aparición tanto de vellosidad como de gafas sobre las angulosas facciones. Se trata de una metamorfosis estratégica. El fantasma del teniente de policía es aún su nefasta espada de Damocles, pero ha logrado conjurarlo no sin ciertos riesgos. Después de dos años, ha descubierto que, además de adoptar nombres falsos u oscurecer su cabello, es preciso construir una realidad alternativa. En virtud de semejante exigencia, Morris encarna a un trampero de Dakota del Norte a quien conociera durante una breve estancia en aquellos solitarios parajes.
La llegada de otro forastero a esta pequeña localidad dista de constituir novedad. Es normal que visitantes silenciosos busquen ocupaciones que les garanticen el sustento en temporadas poco propicias. En esa legión de nómadas se cobija Morris, hombre de pocas palabras y sonrisa enigmática —según afirmaciones de Mr. Mulligan, patrón y dueño de la lancha Clotilde, especializada en la captura de “cualquier cosa con aletas”—. En escasos días, Phil ya es parte del paisaje. Aparece todas las mañanas en el embarcadero y lleva a cabo los preparativos del caso. Mulligan tiene la impresión de haber visto antes a su nuevo ayudante, pero no sabría determinar cuándo o dónde. De todos modos, Morris le inspira confianza, aunque no excesiva. Siempre ha mantenido la prudente política de no intimar con su personal. Mrs. Mulligan, su esposa, opina de modo diferente. Ella exterioriza sano interés por aquel empleado. Incluso, le ha sugerido al viejo Mulligan que lo invite a cenar alguna noche.
Transcurren varias semanas antes de que el patrón decida transmitirle a Morris una invitación formal. Durante la cena y con esa franqueza propia de la gente sencilla, de escasas pretensiones, Mrs. Mulligan le endilga al empleado una observación anodina : “Usted no tiene el aspecto de un trabajador eventual, Mr. Morris. Sus modales y su manera de hablar son muy distintos”. Debajo de la mesa, la punta del zapato de Mr. Mulligan roza levemente la rodilla de su mujer: como de costumbre, habla más de la cuenta. Sin embargo, Morris no se inquieta. Las inquisiciones no lo perturban. Sabe qué actitud está constreñido a asumir en situaciones como aquélla. He ahí que da rienda suelta a su necesidad de supervivencia. El matrimonio Mulligan oye, embelesado, los relatos acerca de ciudades, condados, pueblos y aldehuelas donde ha vivido y trabajado. La mayoría de esas poblaciones solo habita en la imaginación de Morris, pero el tiempo y las reiteraciones obran efectos insospechados. Un fugitivo vive sujeto a la invención de recuerdos; mejor aún, a apropiarse de memorias que no le pertenecen. Después de tantos días y noches a la deriva en las que ha recorrido el territorio de la Unión, es poco lo que queda del hombre nacido en Stafford, Indiana. Hoy, Phil Morris es el conglomerado de cientos, quizá miles de personalidades diferentes.
Abandona la casa de los Mulligan a las once de la noche. En su alojamiento lo espera la pequeña maleta. Nadie ve partir a Phil Morris. A las cinco de la mañana, el repartidor de diarios descubre que algo muy extraño ha acontecido en el hogar de uno de los matrimonios más respetables del condado.
En la vida de un fugitivo se intercalan sucesos de diversa polaridad. Hace aproximadamente cinco meses que John Ford es prototipo del vagabundo. Los empleos menores escasean; los inmigrantes mexicanos arrasan con las colocaciones de esa naturaleza. Por ello, el hombre que se hace llamar Ford ha incubado un profundo odio hacia todo individuo surgido de la orilla opuesta. Dicha aversión es comprensible, dadas las circunstancias.
Sentado entre desperdicios, John Ford sólo tiene como consuelo la aniquilación del teniente de policía. Recuerda la salvaje pelea en el granero de la familia de negros que lo acogió. Aún lo invade la sensación de gozo, de libertad absoluta; aún huele la sangre de su oponente que se esparce sobre el suelo; contempla la expresión absorta de su perseguidor, a quien acaba de atravesar órganos vitales con un instrumento de labranza. Nueva alteración de rumbos; decisivo rechazo a los patrones de conducta, a la heroicidad y nobleza que esperan los observadores.
A pesar de las duras condiciones, Ford saborea el triunfo. Bajo ese puente de maderas carcomidas, hostigado por el frío, él hace esfuerzos denodados por recordar su verdadero nombre y las causas que lo han impelido a realizar esa carrera desbocada hacia ninguna parte. A la distancia, el silbato de un tren parece completar aquel ciclo asombroso de marchas y contramarchas; de salidas intempestivas; de mujeres que gritan a todo pulmón sus orgasmos mientras los muelles del camastro amenazan volar a todas las direcciones del planeta.
Durante los tres años que se prolonga el viaje, Ford nunca ha ejercido la medicina. Otro de los grandes mitos se derrumba estruendosamente. El único cuerpo que Ford anhela salvar es el propio. Eso explica la gélida indiferencia del hombre de Indiana respecto al dolor y miseria ajenos. En sus manos estuvo, por ejemplo, brindar los primeros auxilios a un muchacho atropellado en la interestatal Florida-Louisiana. John Ford obvió, en actitud olímpica, las convulsiones del herido y los alaridos de pánico proferidos por la madre.
Tampoco socorrió a los ancianos que habían rodado por una cuesta sumamente escarpada, en algún lugar de Wyoming. Los gemidos de ese par de viejos lo acompañaron varios kilómetros, trasladados por el poderoso viento del noroeste. De todo lo referido, se infiere que el fugitivo ha desarrollado inusitadas facultades de hostilidad hacia la raza humana. El extraño viaje le procura sentimientos renovadores. Las fórmulas ocultan significados pueriles. El juramento hipocrático se reduce a un paupérrimo conjunto de palabras que carecen de valor. Para Ford, esos vocablos pertenecen a otro planeta, a una galaxia distante. Padece, es cierto, las consecuencias de una vida a la intemperie, en la mendicidad y bajo el riesgo de una destrucción inexorable. Sin embargo, es un victorioso opositor de nociones tan vagas como piedad y compasión, artificios inventados por quienes se niegan a aceptar los verdaderos fastos de la especie.
A esas conclusiones llega el sujeto llamado John Ford, en esta noche de un mes cualquiera que el calendario afiliaría al año 1966 d.C. o a 1926 o a 1876, porque alrededor de este fugitivo de la justicia no aparecen las marcas de pertenencia a un tiempo específico.
Según las cronologías y otras fuentes complementarias, mis peripecias culminarán en 1967. Han transcurrido cuarenta y ocho meses desde aquella fuga nocturna; cuarenta, desde que enfermé de pulmonía en un albergue de Detroit; treinta y cuatro, desde que olí mis excrementos en un retrete público de Mobile; veinticinco, desde la tarde en que descubrí un feto putrefacto en un vagón de carga; veintidós, desde que acaricié y lamí, con minuciosidad fisiológica, el sexo de una mesera hambrienta de afecto; dieciocho, desde que un mexicano llamado José Trigo y yo nos liamos a golpes en los suburbios de San Antonio… Y nada menos que siete meses desde que encontré, finalmente, al hombre manco que mi imaginación creó y moldeó con eficacia imprevisible. Y su nombre es el último que incorporo a mi colección particular, a mi fatigoso inventario de personalidades. Hoy, me llamo Fred Johnson, que a esta hora se pudre en el basural de Seattle donde arrojé su cuerpo. El manco era portero de un club para homosexuales. Nunca estuvo en Stafford. Puedo jurarlo: no hubo un hombre sin brazo que huía de la escena del crimen cuando yo retornaba a mi hogar después de una trifulca con Helen. A este misterioso personaje lo engendré yo. Muchos creyeron en mi historia; otros, como Gerard, no me dieron crédito.
Maté al teniente en un legítimo acto de defensa; a Mulligan, porque me reconoció. También suprimí a la cándida mujer que era su esposa. En cuanto a Johnson, supe que encarnaba mi invención apenas lo vi en esa solitaria esquina de Seattle. Mi frenética carrera de estos años se desvanece con la muerte del manco, cuyo nombre leí en la credencial de veterano que el pobre diablo guardaba en su billetera.
Esta historia no derivará hacia escenas previsibles o lugares comunes de los que tanto disfrutan las personas corrientes. He decidido que el fugitivo huya para siempre; no habrá un juicio final, una revisión del caso, un hombre inocente que se reconcilia con la sociedad que lo persigue. He borrado a la mujer redentora que me acompaña al abandonar la Corte, mientras la voz en off dice: “Es un hombre libre”.
Y he alterado el plan porque, sencillamente, soy el pediatra de Indiana detenido por la policía de Stafford. Me rebelo ante los finales moralistas y aleccionadores. Instauro carriles diferentes y dilato mi travesía hasta los confines más alejados del orbe. Yo, Fred Johnson, reclamo mi derecho; yo, que acabo de recordar mi nombre primigenio: Richard Kimble; yo, que asesiné a mi esposa durante una velada irrepetible, acontecida hace ya tantos segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, siglos; yo, que tengo al cielo y al infierno en cualquier modesto cruce de caminos.
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