José Güich Rodríguez (1963)
Los días verdes
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, febrero de 2013
El timbre fue activado por el visitante mientras Gonzalo escrutaba, con un viso de resignación en su rostro, el avance incontenible de la parra. Se había posesionado, como ama y señora, del baño principal —el de mayólicas azules—, al final del largo pasillo que vinculaba a todas las habitaciones del segundo piso. El veredicto era inapelable: ya no habría posibilidad de utilizarlo, a menos que la ocupante se aburriera para trasladarse a otro sector de la casa. Eso podría ocurrir al día siguiente o dentro de cinco años, pensó Gonzalo, quien conocía mejor que ningún miembro de la familia todas las veleidades y caprichos de la invasora. Los chicos deberían acudir, desde ahora, al baño de visitas que, felizmente, disponía de todos los servicios.
El sonido agudo y metálico ascendió desde la planta baja. Lo enfureció que nadie acudiera a atender ese enloquecedor chillido. Estaría impelido a bajar, presuroso, con el único objetivo de procurar que el ruido crispante cesara de una vez, y él lograra descansar durante el resto de aquella tarde de sábado. Su última esperanza se cifraba en que María Luisa y los chicos ya hubiesen regresado. Llamó un par de veces a viva voz, con resultados infructuosos. Después de brindarle una mirada en sesgo a la parra, adherida a sus anchas a las paredes, el techo, el lavatorio y los sanitarios, encaró el asunto del timbre. Masculló una serie de vocablos de grueso calibre, pero se contuvo, ya que la intrusa se había tornado demasiado sensible en los últimos meses.
—¡Ya voy! —gritó a mitad del trayecto. No habría soportado una nueva arremetida del artefacto. Sus nervios, afectados por las múltiples tensiones, solicitaban una tregua desde hacía semanas. Al aproximarse a la entrada principal, un instinto que en Gonzalo se había afinado notablemente emitió su señal de advertencia. Observó a través del ojo de pez el rostro de quien lo había alejado por un momento de sus preocupaciones caseras. Era Rodrigo. Al reconocerlo, Gonzalo se sintió aliviado. Descorrió el cerrojo y abrió cuando el recién llegado, una vez más, aproximaba su mano al interruptor.
—Aquí estoy. Vas a traer la casa abajo. Pasa.
Rodrigo aceptó la invitación después de echar una breve mirada a la calle solitaria.
—Necesito hablar contigo. Es vital, Gonzalo —dijo el recién llegado, quien parecía haber pasado una accidentada noche de juerga. No se había afeitado y su ropa mostraba pronunciadas arrugas.
—Bueno, hablemos. Vamos al escritorio. No quiero que espíe.
—¿Dónde está? —indagó Rodrigo, mirando de un lado a otro con visible nerviosismo.
—En el baño principal, arriba, extendida a lo largo de cada centímetro cuadrado. Pensar que mi madre adoraba a este engendro. Siempre se preocupó porque no la atacaran las plagas o que los perros orinaran sobre ella —Gonzalo, adoptó un tono de confidencia—. Ojalá…
Rodrigo le imploró, con los ojos desorbitados, que guardara silencio. Había colocado el dedo índice sobre sus labios. El gesto era inequívoco. Debían encerrarse en el escritorio. Charlaron de trivialidades mientras se desplazaban por el interior de la vivienda. En cuanto cruzaron el umbral del pequeño aposento, Gonzalo cerró tanto puertas como ventanas. Se sentaron en dos viejos sillones, descoloridos por el inexorable paso de los años.
—Bien, Rodrigo. Estamos solos. Bueno, eso espero. María Luisa y los chicos han salido. Están más adaptados a la situación. Yo, por mi parte, no tengo deseos de ver nada que me recuerde al color verde, al menos hoy —dijo Gonzalo, pretendiendo tranquilizar a su amigo con esa humorada—. Bien, quiero saber qué te ocurre.
—Nos impidió entrar anoche a la casa. No te imaginas los destrozos que ocasiona. La higuera ha comenzado a penetrar por todas las paredes. En la cocina, hay hojas y tallos que brotan entre las mayólicas. Carmen no resistió. Se llevó a María Pía a casa de mi cuñada. Nada detiene a estas fieras, hermano. Yo dormí en el jardín, cubierto con unos periódicos. Toda la noche, las otras plantas me bombardearon con frutas y semillas. Solo me permitió el acceso al mediodía. Pero atascó las puertas de los baños…
Gonzalo, al oír las últimas palabras, fue quien gesticuló con aspereza:
—Cálmate y habla en voz baja, por favor. Oye hasta la caída de un alfiler… Rodrigo se calló. Los nervios lo habían traicionado. Arrepentido de su brusquedad, Gonzalo procuró enmendar ese trato, a pesar de que su amigo compartía esa muestra de familiaridad y confianza.
—Ya lo hemos comentado —prosiguió—. Es imposible combatirlas. Si no protestas y cumples con las reglas del juego, no hay de qué preocuparse, excepto por algunos problemas domésticos.
El tono conciliador de Gonzalo no tranquilizó a Rodrigo. Se puso de pie, con el rostro enrojecido por una rabia a duras penas contenida.
—¿Llamas problemas domésticos a esto…? No sé para qué vine. Pensaba pedirte por última vez que ambos… Ahora sé que no lo harás —dijo Rodrigo. Había una sorda amargura en sus palabras—. Yo pensaba como tú al principio, pero después de haber visto lo que hacen, solo queda…
Gonzalo albergó el súbito deseo de zarandearlo a sus anchas.
—Rodrigo… Por favor… ¿Bebiste anoche?… ¿En qué piensas?… ¿En alguna pistola de rayos, como las de Flash Gordon? Ese grupito ha intentado usar desde hachas hasta ácido. ¿Y cuál fue el resultado después del último ataque?
Al no obtener una respuesta inmediata de su amigo, Gonzalo también se irguió, exasperado.
—Dime tú cuál fue el resultado, carajo —insistió—. Lo sabes muy bien. Entregamos a las mascotas.
—A mí no me vas a dar lecciones al respecto, Gonzalo. Tuve que llevar al gato, a Spot, que era la adoración de Carmen y María Pía. Aún recuerdo su expresión confiada cuando lo saqué de la casa. Creo que hasta ronroneaba. Él nunca supo adónde lo llevaba.
—Por eso mismo, Rodrigo —Gonzalo quiso sonar fraternal y así disminuir la tensión—. Imagínate qué pedirían después. Esos lunáticos no parecen darse cuenta del peligro que encierran sus provocaciones. Ya tenemos demasiados problemas con eso. Por ahora, hay cierto equilibrio. Infestan nuestros cuartos, se meten en nuestra intimidad, recortan nuestro espacio… Creo que no pasarán de ese límite.
Esta vez fue Rodrigo quien reaccionó con agresividad.
—No seas idiota, Gonzalo. Mira a tu alrededor. Esto no es vida y tú lo sabes. No entiendo cómo puedes creer en lo que dices, como si repitieras el catecismo.
Sobrevino un silencio sepulcral entre los dos hombres. Gonzalo parecía haberse quedado huérfano de argumentos. En ese instante, se oyó, a la distancia, el ruido de una puerta.
—Ya volvieron María Luisa y los chicos —dijo Gonzalo, como si quisiera aligerar el cariz de la conversación.
—Bueno, será mejor que me vaya. Supongo que ambos marcharemos por caminos diferentes desde ahora.
Gonzalo palideció.
—Rodrigo… Escucha. Nos conocemos tantos años. ¿Recuerdas esos buenos tiempos? Fueron días increíbles, sobre todo durante las vacaciones del verano. Íbamos en bicicleta al parque y dábamos vueltas alrededor… —Gonzalo cortó esa frase por una razón que Rodrigo conocía a la perfección—. Después, el fútbol, la playa, las muchachas. Y la mayoría de nosotros se quedó a vivir en el barrio. Nuestros hijos son amigos entre sí. Teníamos nuestra tajada del paraíso.
Rodrigo se sumió en sus propias cavilaciones. De pronto, prorrumpió en una risa infantil.
—Solo era una broma. Has puesto una cara de tarado… —dijo Rodrigo con burla manifiesta. Gonzalo no se enfadó.
—Puedes alojarte aquí cuando surjan líos con la higuera. Siempre tengo la habitación de huéspedes disponible. Las cosas no irán peor, te lo aseguro. Es cuestión de acostumbrarse —añadió, resuelto a alejar a Rodrigo de cualquier tentativa.
—Te lo agradezco, pero esta noche dormiré en mi casa. Espero que el humor de la plantita cambie. Si eso no ocurre, vendré.
—Toma en cuenta el toque de queda, Rodrigo.
—¿Gonzalo? —la voz de María Luisa resonó desde la cocina.
—Estoy con Rodrigo en el escritorio. Voy para allá —dijo, mientras soltaba los cerrojos.
Salieron a paso lento, hablando de las mismas banalidades del principio. En el camino hacia el hall de ingreso, se encontraron cara a cara con la mujer de Gonzalo. Ella no pareció extrañarse por el aspecto desaliñado del visitante. Por el contrario, lo saludó con deferencia; así mismo, le preguntó acerca de su esposa e hija.
—Están muy bien. Han ido pasar unos días con mi cuñada, quien vive en el Barrio Este. No soportan el olor de la pintura fresca, pero son las primeras en solicitar cambios y renovaciones en la casa —Rodrigo mentía con propiedad—. Carmen siempre te envía saludos cariñosos.
—Retribúyeselos. Me parece genial lo de hacer cambios. Vengan a comer una noche de estas. Por supuesto, no habrá ni zanahorias ni tomates —dijo María Luisa, con una amplia sonrisa. Gonzalo se preguntó si su mujer no habría llevado demasiado lejos ese proceso de adaptación que él, como cabeza de familia, tantas veces había defendido con la pasión del recién converso. Rodrigo celebró el comentario de la esposa de Gonzalo con igual vena.
—Es cierto… Y tampoco podremos enviarte flores en el día de tu cumpleaños —replicó con ingenio. Esto Causó hilaridad en su interlocutora. Ella entró a la cocina después de besar en la mejilla a Rodrigo.
Antes de despedirse, los hombres permanecieron en la entrada durante breves minutos.
—No vayas a hacer una idiotez.
—Despreocúpate. Tienes razón. Si te dije un par de cosas, discúlpame. Fue un mal rato. Ya nos acostumbraremos.
—Eso quería oírte decir, hombre. Siempre fuiste el más sensato de la pandilla. Los mayores te citaban como ejemplo de cordura… Pero, en el fondo, eras el más ladino: nunca te descubrían —Gonzalo acompañó este comentario con un suave golpe de puño sobre el vientre de su viejo amigo. Las aguas habían vuelto a su cauce.
Rodrigo extendió la palma de su mano derecha sin pronunciar una palabra. Gonzalo no lo perdió de vista mientras se alejaba. La actitud distendida de su amigo lo había aliviado. De pronto, recordó a la parra. Subió a la segunda planta y se asomó, con sigilo, al baño de mayólicas azules. Reposaba con los grandes racimos de uvas a la vista. Estaba decidida a tentarlo. Nunca sus frutos habían sido tan grandes y apetecibles como en aquel instante. Sin embargo, él sabía que arrancarle tan solo una mísera uva desencadenaría algún suceso de proporciones inimaginables. La pequeña ventana de vidrio empavonado, utilizada por la planta para arrastrarse hacia el interior, ya no era visible: la invasora ocultaba por completo ese rectángulo. Gonzalo prefirió ignorarla. Se propuso mantener una vigilancia disimulada pero cuidadosa de todos sus movimientos. Bajó a la cocina, pues María Luisa le había ofrecido una taza de café.
***
A las tres de la madrugada, Gonzalo despertó. Sensible a cualquier movimiento extraño dentro o fuera de la casa, ya era una costumbre salir de su habitación a esa hora para recorrer, auxiliado por las luces irradiadas desde la calle, tanto el segundo como el primer piso del inmueble.
Primero solía aproximarse a la habitación de Andrea, su hija adolescente; luego, oteaba, en la penumbra, los contornos de Alonso, hecho un perfecto ovillo sobre su cama. Pero a esa rutina se había sumado la tarea de rastrear los desplazamientos de la parra. Midiendo la distancia entre sus pasos para no ser descubierto, la espió con extremas precauciones. Continuaba en el baño principal; no había alterado su posición ni un centímetro desde que él mismo efectuara la última revisión del día, antes de acostarse.
Por otro lado, no estaba seguro acerca del grado de su inteligencia; todo hacía suponer que la planta había adquirido, en los últimos meses, una astucia y un sentido de la anticipación dignas de respeto, más que de admiración, puesto que es impensable admirar lo que provoca temor o rechazo. A diferencia de los desastres ocurridos en casas vecinas, las incomodidades para ellos habían sido mínimas. Cuando algún rumor de esa naturaleza hacía oír su inquietante eco, él le restaba importancia, enarbolando la frase mágica “por algo será”. Era una especie de dogma que todos, en ese hogar, recitaban sin cuestionamientos de ninguna índole. En tal sentido, María Luisa se había convertido en su mejor aliada y difusora del credo. Ellos y los chicos harían una vida normal, aunque después del sacrificio de Dandy —junto a las otras mascotas—, la tarea encerraba un reto mayúsculo.
La impaciencia o la serenidad para afrontar las circunstancias disfrazaban la tenue diferencia entre un hogar en paz y otro en la desgracia calamitosa. Sin embargo, después del último atentado, la situación general había dejado de ser sosegada, incluso para aquellas familias que hubieran declarado en público su adhesión. No solo Rodrigo había pretendido involucrarlo con esos dementes: lo mismo intentaron, con idéntico fracaso, Álvaro y Diego. Un vago recuerdo lo invadió de pronto, como un reproche a sí mismo. Solo lo apaciguaba el hecho de que su mejor amigo recapacitara, como era predecible.
Un reloj de pared marcaba, con un golpeteo seco, el transcurso del tiempo. En el silencio de la noche —incrementado por el toque de queda—, el ritmo mecánico se percibía con claridad meridiana, en franco contraste con lo que ocurría durante las horas diurnas o las iniciales de la noche. Con los gritos de Andrea y Alonso, siempre en eterna disputa, no se apreciaba la existencia de aquel mecanismo. Sintió sed. Sin encender la luz de la cocina, se sirvió agua del grifo. Apoyado en el mueble que revestía al lavadero, bebió sorbo tras sorbo; confiaba en que, como era usual, el sueño retornaría con suma facilidad. Decidió salir un momento al jardín. La noche no era particularmente fría; eso alejaría el riesgo de gripes o molestos constipados, propios del cambio de estación. Su bata de franela lo protegía con creces de cualquier amenaza climática. Atacó el corto camino que lo separaba del comedor. Liberó el seguro de la mampara, y deslizó con suavidad la lámina de vidrio sobre las canaletas de aluminio.
Había cierta humedad matutina en el piso de laja; un vientecillo agradable le dio la bienvenida. Se sentó en uno de los muebles de mimbre que la familia utilizaba para su esparcimiento al aire libre, ya sea para almorzar, recibir invitados o tomar el fresco durante las tardes y noches más calurosas del año. Pequeños árboles, asentados sobre la mediana extensión de césped, se agitaban gracias a esas corrientes invisibles. Gonzalo apartó la vista de ellos. No los soportaba. María Luisa se encargaba de su cuidado y de los restantes huéspedes en sus variados tipos y tamaños. Él, por su parte, se mantenía al margen de cualquier tarea destinada a preservarlos. Bastaba que un integrante de la familia asumiera esa responsabilidad.
Luchó contra la desagradable sensación de que era observado. Sabía que lo controlaban al milímetro, pero había logrado convencerse de que el centinela era él.
Mirando hacia otra dirección, Gonzalo descubrió por casualidad los inconfundibles perfiles. Su crecimiento en los últimos días había sido descomunal, pero él prefería abstenerse de realizar comentarios. El hecho era tan evidente que no requería mayores discusiones. En esa oscuridad de las ciudades, que nunca aspira a ser tiniebla absoluta, desentrañó su monstruosidad. Adosada al muro, ya había cubierto por lo menos el cincuenta por ciento de la superficie. En nada se asemejaba a la modesta planta de su ya remota infancia, una de tantas que medrara por años en un rincón del jardín familiar. Solo quedaban libres los espacios asignados a las ventanas de los dormitorios,tanto el de Andrea como el de Alonso.
A la altura de la ventana del baño, la parra, desafiando leyes elementales de la física, se angostaba para facilitar su acceso al interior. Era la representante del nuevo mundo en aquel hogar sometido no solo a las actuales imposiciones, sino a sus ritos de orden y seguridad —palabras a las cuales Gonzalo aún atribuía hondos significados—. Pero también era cierto que ya se había abierto una brecha insalvable: algunos no estaban de acuerdo con los cambios, y eso impedía que los residentes actuaran como un bloque monolítico. Rodrigo había sido uno de esos casos sencillos de manejar. Bastaba que las personas de cierta influencia anímica sobre él exteriorizaran su aprobación para que desistiera de cualquier tendencia a nadar contra la corriente.
Y Gonzalo era, sin duda, una de esas autoridades morales. Remontaba su dominio hasta los días de la adolescencia, época en que se establecen vínculos indisolubles. Un crujido llegó desde las alturas. La parra se había movido. Creyó distinguir extrañas maniobras de tentáculos; pero eran solo las ramas flexibles de la planta que, como una serpiente, buscaba la posición adecuada para la holganza. Al instante, Gonzalo abandonó la terraza; el asco y náuseas experimentados ante semejante ilusión lo habían impulsado a buscar algún refugio.
***
El aislamiento respecto al mundo exterior implicaba, para Gonzalo y el resto de habitantes, una situación tan incuestionable como la existencia del gigantesco cerco de granado que ahora encajonaba a esa ciudad y a sus sesenta manzanas. Los intentos de fuga habían concluido en violentos decesos por estrangulación —tallos que saltaban sobre el fugitivo en el momento menos pensado— o súbitos ataques del granado, que se protegía a sí mismo con el auxilio de terribles espinas. Por otro lado, todos los instrumentos y equipos que sirvieran para transmitir información a distancia habían sido atacados por un raro polen amarillo. Debido a ese hecho, nadie recibía señales de televisión o de radio. Las conversaciones telefónicas también habían experimentado visibles alteraciones, que disminuían la intensidad de las voces y las hacían ininteligibles.
El férreo control establecido incluía la prohibición de ingerir alimentos de origen vegetal. Solo estaban permitidos los lácteos y las carnes. Cualquier transgresión a esta ley esencial era castigada con dureza. Para tales efectos, se organizaban espectáculos impresionantes, muy semejantes a los Autos de Fe. En el barrio de Gonzalo, eso solo pasó en una ocasión, un año antes de la tensa charla sostenida por él y Rodrigo aquella tarde de sábado. Tres distinguidas matronas, vegetarianas a ultranza, se habían parapetado en el domicilio de una de ellas para hacer caso omiso de la prohibición. Aquel día almorzaron, presas de un frenesí infantil, ensalada de zanahoria, tomate y espinacas. Un vecino de la dueña de casa, al percatarse de movimientos sospechosos, se apersonó a dar cuenta de los hechos.
Las tres ancianas, miembros de familias conocidas por todos, fueron llamadas a confesar el crimen bajo amenaza de muerte a sus familiares próximos. Acudieron al parque vestidas con elegancia, como si se tratara de una fiesta de sociedad. De nada habían servido los intentos de persuasión por parte de sus hijos y nietos, quienes ofrecieron ocultarlas o sacarlas en forma clandestina de la ciudad —idea absurda, dictada solo por la angustia—. Las tres acusadas insistieron, al unísono, que no les darían el gusto a esas inmundas bestias; no se humillarían; no rogarían por clemencia. Se presentaron, desafiantes y orgullosas.
La población de aquel barrio y los delegados de otras zonas fueron citados para presenciar el castigo aplicado a esas fanáticas de las verduras y del naturismo. Esa mañana nublada, Gonzalo cerró los ojos, ejerciendo presión sobre la mano de María Luisa. Pretendía no mirar la ejecución; solo escucharía los quejidos de las tres mujeres. Él las conocía de toda la vida, pues fueron amigas íntimas de su madre. Pero una voz interior le recordó que lo rodeaban demasiados testigos. Algún delator podría argumentar que él, en tímida señal de protesta, se había resistido a mirar el suplicio,. Por lo tanto, se decidió a separar sus párpados más que nunca.
Contra lo esperado por los asistentes, no hubo quejidos ni peticiones de perdón mientras las fuertes lianas descendían y envolvían los frágiles cuellos de las tres rebeldes. Una de ellas, antes de perecer, lanzó una proclama que remeció los corazones de todos los presentes: “Coman ensalada”.
***
No hubo noticias de Rodrigo durante varias semanas. Enfrascado en sus propios asuntos y negocios particulares, Gonzalo apenas recordaba el diálogo sostenido aquella tarde. Además, la vigilancia ejercida sobre la parra consumía su tiempo de ocio. Siendo inútiles los teléfonos, había planeado visitar a Rodrigo en la tienda de licores o en su domicilio, pero diversos trajines administrativos de la lavandería lo distrajeron una y otra vez. Incluso, cuando solicitó datos a amigos comunes, con quienes solía encontrarse para beber unos tragos, estos le habían manifestado no saber nada del asunto. Aquello lo animó, de una vez por todas, a hacer un breve alto en su camino de padre de familia próspero y pragmático para acercarse, unas cinco calles arriba, al establecimiento comercial de Rodrigo.
Su sorpresa fue mayúscula: el local estaba cerrado. Ni siquiera había empleados que atendieran al público en ausencia del propietario. Encontró varias notas escritas por los miembros del personal, dirigidas a Rodrigo, en las cuales consignaba su puntual asistencia al trabajo. Decidido a averiguar qué se escondía detrás de semejantes indicios, se desplazó a pie hasta la casa. Al llegar a las inmediaciones quedó petrificado. La amplia y acogedora vivienda de dos pisos ya no existía como tal.
La higuera había crecido hasta el punto de ocultar el inmueble casi por completo. Grandes ramas y frutos salían de todas las ventanas, para luego caer sobre el frontis y tapizar la dos puertas, tanto la principal como la de servicio. Algunos contornos de la casa aún eran identificables, pero resultaba ilógico pensar que un ser humano habitara aún entre esos muros. Indagó entre los vecinos y conocidos. Nadie dio razón del paradero de Rodrigo; por el contrario, se habían alejado de Gonzalo en actitudes muy evasivas. Solo un anciano, a quien conocía desde edades remotas, alcanzó a murmurarle algo sobre los gritos desesperados de un hombre. “Era él, sin duda. La planta lo hizo”, concluyó, antes de alejarse con el apoyo de un bastón.
Regresó a su domicilio, donde María Luisa lo esperaba con el almuerzo. Masticó en silencio, mientras su mujer le comentaba las actividades de beneficencia que su Club organizaría para el fin de año. No formuló comentarios respecto a sus descubrimientos de la mañana. ¿Era en realidad Rodrigo el hombre a quien el viejo oyera gritar? ¿O se trataba de una confusión senil?
María Luisa continuó hablándole del Club de Damas y sobre otras cuestiones que él no llegó a captar a plenitud, aún aturdido por la noticia. Su mujer no estaba enterada del asunto; eso podía rubricarlo él en un documento, de ser pertinente semejante tarea. Después del almuerzo, efectuó su revisión. La parra era dueña absoluta del cuarto de Alonso, quien ahora dormía en la habitación de su hermana. Dentro de la supuesta normalidad de sus trayectorias, solo había acontecido un hecho hasta entonces atípico: la agresividad del vegetal hacia su hijo menor, manifiesta cuando el chico ingresara al dormitorio en busca de algunas pertenencias. Gonzalo, en vista de tales sucesos, prohibió a su esposa e hijos realizar algún acto que la compulsiva trepadora interpretase como un acto hostil.
Rumbo a la lavandería de su propiedad, no se despojó de la certeza, y aunque se resistía a pensar en Rodrigo, era lógica la conclusión: él había perdido el control, la paciencia, la sensatez. A los ojos de todo el mundo, la ocupación de la casa era la prueba palpable del delito, no perpetrado por la higuera, sino por quien estaba obligado a velar por su comodidad.
A las siete, se retiró del local, encargando el cierre y el arqueo a su empleado de confianza. No se marchó a casa. Ansiaba encontrar al anciano que le había proporcionado vagos indicios sobre la suerte de su amigo. Divisó al hombre que buscaba en el lugar previsible.
—Alberto —se anunció— ¿Puedo sentarme a su lado? Necesito consultarle… Pero creo que este no es el sitio adecuado.
El anciano, de unos setenta años, tardó en reconocerlo, dada la hora y problemas de visión propios de su edad. Además, el parque no estaba muy iluminado. La medida había sido adoptada para dificultar el acceso de agresores nocturnos.
—Gonzalo Palacios… El hijo de Hernán. Siéntate, por favor.
Gonzalo evitó mirar hacia el lado opuesto. Una ciclópea silueta destacaba sobre todos los objetos y seres diseminados a lo largo de la explanada.
—Actúa con naturalidad. Que no huelan tu miedo. Yo sigo viniendo aquí, a pesar de todo. Hablemos en voz baja.
Gonzalo siguió el consejo. Adoptó modales de serenidad, pero los nervios eran sus grandes enemigos.
—No lo molestaré mucho tiempo. Me dejó atónito con lo de Rodrigo. ¿Está seguro?
El hombre acarició, con aire distraído, el adorno de marfil de su bastón.
—Sí. Pasó tal y como te conté. Hace tres días, Rodrigo le disparó a la higuera. Oí un par de tiros y después, gritos. Tú sabes que las plantas ahora son muy fuertes; aun así, le hizo un par de rasguños. El resultado ya lo has presenciado por ti mismo.
Enmudeció. Una intensa sudoración humedeció su frente. Sintió que las náuseas de una noche no muy lejana regresaban a acosarlo.
—Cálmate. Ya nada puede hacerse. Es mejor que te olvides para siempre de él. Enloqueció, pero ya encontró alivio.
—Yo se lo dije —la voz entrecortada de Gonzalo sonó como un débil suspiro—. Le hice ver que todo era inútil, que ese grupo no tendría éxito.
—¿La Célula? —el hombre pareció sorprenderse ante la mención—. Esa tontería no existe. Ha sido un completo embuste. No creas todo lo que oyes, muchacho. La inventaron como una trampa para tontos, un señuelo.
—-¿Cómo lo sabe?
—Oídos muy agudos y mente alerta, Gonzalo. Eso es todo. En un barrio y en una ciudad tan pequeña como esta, hay cosas que no pueden ocultarse. Además, la gente habla de más en presencia de los viejos y de los niños. Esa es nuestra ventaja.
—¿Y Carmen, la esposa de Rodrigo? ¿Y su hija?…¿Volvieron?
—Ni rastro de ellas. Se fueron hace semanas. Él las convenció.
—Me lo dijo el propio Rodrigo. Se alojan en Barrio Este, con la hermana de Carmen.
—Barrio Este, Barrio Oeste… Es lo mismo. No hay adónde ir. Y si alguien lograra escapar, encontraría más cercos de granado —el hombre del bastón suspendió su reflexión un instante—. Me temo que nuestro espacio continuará reduciéndose.
Gonzalo sintió que un nudo le apretaba la garganta.
—Pero nos necesitan. ¿Quién cuidaría de ellas? Usted sugiere que un día hasta nosotros, los creyentes, seremos prescindibles.
El anciano lo miró tristemente.
—Mejor vuelve a tu casa. En unos minutos comenzará el toque de queda. Yo vivo a tres cuadras, pero tú no estás tan próximo.
—Alberto…
—Hazme caso. Te esperan.
Supo que el viejo ya no hablaría. Antes de partir, atisbó, entre las sombras. Era un árbol gigantesco, antiquísimo, que había extendido raíces mucho antes de que nacieran él, su padre e incluso, su abuelo y bisabuelo. Nadie sabía con exactitud cuántos siglos residía en aquel paraje.
Gonzalo había jugado alrededor de él años atrás, junto a sus compañeros —así como las incontables generaciones que los precedieron—, sin imaginar que algún día se subordinarían como ovejas a sus inescrutables designios y al de los otros gigantes. Todos dejaron su marca sobre la superficie rugosa —una declaración sentimental, una muestra de apoyo al candidato vecinal o al equipo de fútbol de su preferencia—. Era como si hoy les reclamaran por cada uno de esos cortes.
Ya ni siquiera debía ser considerado un árbol; era, más bien, una boca, una hendidura abierta justo a la mitad de su grueso tronco, y que ya no se confundía, de ningún modo, con el escondite perfecto de los muchachos de antaño. Esa cavidad ya había exigido un sacrificio punitivo —el de las mascotas—. En un par de días, habría otra asamblea de vecinos, con los delegados del resto de barrios. Él formaría parte de las primeras filas, acompañado por María Luisa, Andrea y Alonso.
Rodrigo se había ido. Poco a poco se difuminaba en la memoria de Gonzalo —igual que Álvaro y Diego, ejecutados unas semanas antes que las ancianas por rociar con gasolina a uno de los grandes árboles—. Su craso error fue la ingenuidad, la confianza en algo que siempre careció de un asidero. No volvería a preguntar por él ni por su familia. Cualquier huella de su existencia física sería borrada de ahora en adelante de todo documento, de toda memoria personal.
Gonzalo se consideraba muy diferente, de una estirpe mejor preparada para asumir los retos del futuro. Él sí era imprescindible, porque tenía fortaleza a raudales, tanta para negar sin dubitaciones, que alguna vez hubiese conocido a aquellos individuos. Al fin y al cabo, no había nada que temer: era respetuoso de las proclamas, tenía un próspero negocio y creía a la sombra de la protección brindada por esos días verdes. Representaba lo más graneado de las buenas conciencias y aquella era su mejor carta de presentación. Estas palabras mágicas lo embebieron de entusiasmo mientras abría la puerta de su casa, anunciando su llegada, y la parra, en la planta superior, reptaba con autosuficiencia por todas las habitaciones. Algunos delgados apéndices ya comenzaban a acariciar, con torpeza de infante voraz, los primeros tramos de la escalera.
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