Guillermo Niño de Guzmán
Las primeras luces
Edición para el club de lectura virtual En las nubes de la ficción,
Universidad del Pacífico, 2012
Pedro Medina no podía contener la marea de sus pensamientos. Le hubiera gustado dormir, pero el dolor era un caballo que nunca cesaba de trotar. Y veces se desbocaba y cuando eso sucedía le daban ganas de gritar. Lo habían acomodado sobre una manta y sin embargo la humedad se le colaba hasta los huesos. Miró hacia arriba y buscó un pedazo de cielo, pero la noche era cerrada y las copas frondosas de los árboles, tan altas que parecían escaparse de la tierra, le impedían ver las estrellas.
Sabía que sus compañeros del pelotón yacían diseminados junto a él, aunque no podía distinguirlos. Escuchaba el sueño acompasado de unos, los ronquidos de otros, así como los extraños ruidos que proferían algunos mientras dormían. También había gente que no conseguía descansar y él era uno de ellos. Desde que había empezado la ofensiva no había podido dormir bien. Se despertaba a cada rato, abruptamente, como si una mano lo hubiera enlazado del cuello y le cortara la respiración. Y era terrible abrir los ojos en la oscuridad y no encontrar ninguna luz al lado que uno pudiese encender.
Sintió deseos de fumar pero no quería atraer a los mosquitos. La sola idea de tener que soportarlos lo ponía de mal humor. Era suficiente con el dolor. Cuánto faltaría para el amanecer… El helicóptero llegaría con las primeras luces del día. El teniente Ortiz se lo había asegurado. Sin embargo, el tiempo en la selva transcurría con una lentitud exasperante. Y, durante la noche, la imposibilidad de ver a tu alrededor dilataba el paso de las horas.
Lo peor era el calor. Un calor húmedo, pegajoso, que se te adhería a la piel como una costra. Y además estaban los zancudos y otros bichos que no daban tregua. Venían en oleadas, una tras otra, atraídos por el sudor y por la suciedad de tus ropas. Al final, lo mejor era resignarse y, sobre todo, no rascarse las picaduras. En la selva una infección era tan mortal como una bala de un AKM.
El otro escollo era el fango. Llovía a cualquier hora del día o de la noche y las trochas se volvían como arenas movedizas. Uno se hundía casi hasta la rodilla y avanzar unos pocos metros resultaba extenuante. Y, claro, siempre se podía tropezar con una mina camuflada por el enemigo.
Le pareció oír un ruido, como si el follaje se agitara. Quizá fuera un animal. O una emboscada. Tragó saliva. Extendió la mano para cerciorarse de que su AK-47 seguía a su costado. Al palpar el frío del acero lo invadió cierto alivio, semejante al que uno experimenta cuando comprueba que la billetera permanece en el bolsillo después de haber descendido de un ómnibus atestado de pasajeros.
Si salía de ésta, pensó, lo primero que haría cuando estuviera de vuelta en la costa sería darse un baño de mar. Le encantaba el mar y había pasado todos los veranos de su vida en un balneario. Si acaso… El dolor llegó de pronto como una patada en el estómago y sintió que algo se le desgarraba en su interior.
—Teniente —llamó—. Teniente…
Nadie contestó. Lo intentó de nuevo y se dio cuenta de que las palabras no salían de su boca. Cómo diablos…
Concentró sus escasas fuerzas y, una vez más, trató de decir algo. Era imposible. Una sensación de ahogo se apoderó de él. Como si alguien se hubiera sentado con todo su peso sobre su pecho y le impidiera respirar.
Entonces se desvaneció.
* * *
Pedro se despertó con la salida del sol. Un ligero cosquilleo recorrió su vientre y, casi inadvertidamente, su mano se posó sobre su sexo. Estaba erecto. Era una sensación nueva y le parecía agradable, pero se acordó de lo que había dicho el padre Gilberto sobre los pensamientos impuros y la retiró. Debía tratar de pensar en otra cosa. Era difícil, ya lo había advertido el cura. Sin embargo, había que ser fuerte y dominar los impulsos de su cuerpo. Pensó entonces en la tarde anterior y en el paseo en bote y cómo habían llegado a la isla y en la mirada de Cristina que lo escudriñaba con sus ojos adolescentes mientras él remaba y seguía remando, a pesar de que estaba exhausto y que tenía los brazos acalambrados. Al final, cuando creyó que ya no podía hacer un movimiento más, Cristina se sentó a su lado y tomó uno de los remos. El primero protestó, alegando que era capaz de hacerlo solo, pero ella no cedió y a él le alegró sentir su muslo desnudo en contacto con el suyo y el olor dulce que emanaba de ella y los aletazos de su cabellos sacudidos por la brisa que le rozaban la cara. Ambos continuaron remando en silencio, mirándose de reojo, poseídos por una languidez que parecía acentuarse con el sol tibio del atardecer.
Aunque Cristina era un año mayor que él, prefería su compañía a la de los chicos más grandes. Eso era algo que a él lo enorgullecía, pese a que no podía evitar sentirse nervioso cada vez que se hallaban juntos. No podía mirarla de frente a los ojos y ella se había dado cuenta de eso y se divertía buscando su mirada y viendo cómo se le enrojecían las orejas y su voz se le trababa. Cristina era bastante desenvuelta y más atrevida que las otras chicas. Le gustaba afrontar los mismos retos que los chicos y era la única en todo el balneario que se había arrojado al mar desde lo alto del viejo muelle. Nadaba mejor que él y a veces lo desafiaba a internarse más allá de la rompiente. Él tenía algo de miedo, pero más miedo le daba que ella pudiera percatarse de sus temores.
Pedro saltó de la cama y se acercó a la ventana. Miró la playa. Era muy temprano y estaba desierta. Le gustaba levantarse a esa hora, cuando todos dormían y el sol apenas había despuntado. Se quitó el pijama y se puso el traje de baño. Luego saltó por la ventana, como acostumbraba, y salió corriendo hacia la orilla. El primer contacto con el agua era desagradable porque aún estaba fría a esa hora del día, pero, por experiencia, sabía que lo mejor era meterse de inmediato y no poco a poco. Al comienzo el agua estaría helada aunque, al cabo de una zambullida y de nadar un trecho, su cuerpo se adaptaría a la temperatura del mar. Dio unas enérgicas brazadas y cuando vino la primera ola y la muralla de espuma se desplomó enfrente de él, se arrojó con fuerza debajo de ella, buceó vigorosamente y emergió del otro lado. Se colocó de espaldas y se dejó llevar por la marea. Cerró los ojos y sintió los rugidos del mar y una corriente de electricidad zigzagueó dentro de su cuerpo como una serpiente embravecida. Esa noche iría con Cristina a la fiesta del club. Ella se lo había prometido la tarde anterior, cuando alcanzaron la isla. Hasta ahora no podía creerlo.
* * *
El bombardeo había durado toda la mañana. Una densa humareda envolvía la selva, diseminando un fuerte olor a pólvora. El estruendo de los obuses resonaba una y otra vez. La posición del enemigo era envidiable, pues se hallaba en la cima de la colina y estaba bien pertrechado. Contaba con artillería pesada y había sembrado minas en todos los senderos. No había más remedio que abrir nuevas trochas en la espesura y a ello se añadía la dificultad que implicaba la pendiente.
Pedro Medina se volvió hacia el Cholo Raygada. Ambos se habían agazapado bajo la raíz de un enorme árbol cargado de lianas que sobresalía en el terreno.
—¿Por qué no llegan nuestros Mirages y los arrasan? —le dijo a su compañero—. ¿Qué diablos esperan? Los “monos” nos van a hacer mierda…
El Cholo Raygada no contestó. Pedro Medina lo observó. Su rostro estaba lívido y su quijada vibraba como unas castañuelas. Tenía la mirada fija y las manos rígidas y temblorosas.
Pedro Medina se dejó resbalar hacia su amigo y lo abrazó.
—Cálmate, hermano —le susurró—. Cálmate, no te va a pasar nada.
Pero su compañero no podía articular una palabra.
—Cálmate, carajo —le dijo, con dureza, y lo abrazó con más fuerza. Ahora su cuerpo temblaba enteramente. Temblaba como una caldera a punto de explotar.
Pedro Medina cogió su cantimplora y le echó agua en la cara. No sirvió de nada. El estrépito de los obuses era cada vez más fuerte. Tal vez había llegado el momento de buscar otro refugio. La línea de fuego parecía hallarse muy próxima, pero en medio de tanto ruido y humo era difícil saberlo con exactitud.
—¡Orden de replegarse!
Se volteó y vio al cabo Rosas con el rostro encendido que gritaba a los hombres que se encontraban cerca:
—¡Rápido, carajo! ¡El teniente ordena replegarse!
En ese momento se produjo un descomunal estallido y un árbol que se encontraba a unos quince metros se estremeció y en seguida se escuchó el quejido del tronco que se quebraba y caía a tierra como un gigante malherido, levantando una gran polvareda.
Los soldados comenzaron a retirarse y Pedro Medina maldijo la mala suerte del pelotón. Había costado tanto subir hasta allí, abriendo una brecha en la espesura a golpes de machete, y ahora había que retroceder hasta una posición más segura.
Pedro Medina tiró del cuello del uniforme del Cholo Raygada, pero fue inútil. El soldado era un fardo imposible de mover.
—¡Medina! ¿No has oído las órdenes? —El cabo vociferaba como un alucinado—. ¡Déjalo, carajo! ¡Que se joda! ¡Apúrate!
El cabo Rosas era un hombre robusto y decidido. Logró hacer incorporar a Pedro Medina y lo jaló del brazo y luego ambos perdieron el equilibrio y rodaron por la trocha enlodada como si se deslizaran por un largo tobogán.
* * *
—¡Qué guapo que está mi niño! —dijo su madre y le estampó un sonoro beso en la frente.
—Mamá —protestó Pedro—. Ya no soy un niño.
—No seas bobo —insistió ella palméandole las mejillas—. Tú siempre serás mi niño aunque seas un viejo de cincuenta como tu papá.
—Alto ahí —se oyó la voz del padre, quien bajó el periódico que estaba leyendo—. ¿Quién es el viejo? Todavía no he cumplido cincuenta.
—Bueno, por ahí vas —dijo ella—. Dame tu pañuelo.
—¿Para qué?
—Dámelo no más. —El hombre se lo entregó y ella frotó la mancha de colorete que había dejado sobre la frente de su hijo.
—¿Con quién vas a la fiesta? —le preguntó su padre.
Pedro vaciló.
—¿Qué? ¿Te ha comido la lengua el gato?
—Déjalo tranquilo —dijo su madre—. Tiene una invitada muy especial.
—¿No será esa tal Cristina que tiene locos a todos los chicos de la playa? Bueno, a decir verdad, la mocosa está más rica que un melocotón. Aunque es tan coqueta que no te auguro buen porvenir, hijo. A esas chiquillas hay que tratarlas con firmeza desde el principio. Si no, te va a hacer pasar un mal rato.
—No digas tonterías —dijo su madre. Luego se dirigió a él y le alisó el pelo—: Ahora, anda y pórtate como un caballerito.
—No regreses muy tarde —dijo su padre y volvió a levantar su periódico.
Pedro se despidió y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, se observó en el espejo del recibo, y se acomodó un mechón de pelo de manera que le cayera sobre la frente.
La noche estaba fresca y una suave brisa se elevó hacia él. Al fondo, el estruendo del mar rompía el silencio. Pedro enrumbó en dirección del malecón.
Cristina lo esperaba en la banca bajo el farol. Pedro sintió un nudo en la garganta y avanzó con paso indeciso.
—Hola —dijo ella y le sonrió.
Pedro pensó que nadie le había sonreído así jamás.
* * *
El cabo Rosas yacía a sus pies. Una bala le había atravesado la garganta y la sangre manaba inconteniblemente. Pedro Medina miró a su alrededor y no vio a ninguno de sus compañeros. Se agachó y puso la palma de la mano contra la herida pero la sangre continuó saliendo a borbotones. No había nada que hacer. El cabo había muerto en el acto.
Toda la selva parecía deshacerse en pedazos. Pedro Medina sintió ganas de correr, pero se contuvo. Luego se acordó del Cholo Raygada. No podía abandonarlo. Apretó los dientes, respiró hondo y aguardó la pausa entre dos obuses. Se liberó de su mochila y, portando sólo su fusil, comenzó a reptar cuesta arriba.
Fue una tarea penosa. El humo se le metía por las fosas nasales y la cuesta era pronunciada. Avanzó palmo a palmo, luchando contra el barro. Y cuando al fin llegó al árbol donde se había guarecido con el Cholo Raygada, lo encontró en la misma posición en que lo había dejado. El fragor del bombardeo era tal que la tierra vibraba bajo su cuerpo. Pedro Medina sintió que el miedo ascendía hacia él y cerró los ojos. Dios mío, se dijo, no permitas que me agarre el pánico. Te lo ruego, Dios mío. Te lo ruego.
—¡Escúchame! —le gritó al Cholo Raygada—. Escúchame bien porque sólo te lo diré una vez. Si no te mueves yo mismo te meteré un tiro. ¿Me entiendes?
Y para dar más convicción a sus palabras puso el cañón de su AK-47 contra el mentón de su compañero que seguía batiendo como si se hubiera zafado del cráneo y tuviera vida propia.
—Respira hondo, Cholo —le instó Pedro Medina—. Mierda, respira hondo.
El Cholo Raygada jadeó con dificultad.
—Ahora vas a hacer lo que te diga. Mueve la cabeza para saber si me estás entendiendo.
El soldado asintió levemente.
—Vas a seguirme paso a paso —le dijo. Luego le quitó su mochila para que pudiera desplazarse con más facilidad y lo arrastró del brazo fuera de su refugio.
Rodaron por la pendiente mientras los obuses silbaban por encima de sus cabezas. No habían recorrido más que un corto trecho cuando la tierra saltó casi delante de ellos y unos pedazos de metralla volaron en todas direcciones. Pedro Medina sintió que una pelota de fuego se le incrustaba en el costado. Una llamarada de calor barrió su pecho y perdió el conocimiento.
Horas después, al volver en sí, oyó una voz que le decía:
—Resiste, muchacho.
Era el teniente Ortiz. Tenía el rostro mojado de sudor, como si acabara de salir del agua.
—Resiste —insistió—. Te vamos a sacar de aquí. Pronto llegará el helicóptero.
Caía la noche y el bombardeo había cesado. Pedro Medina tenía una sed atroz. Quiso palparse el cuerpo para saber si estaba completo, pero no tenía fuerzas para levantar los brazos. El helicóptero, pensó, no podría aterrizar hasta que fuera de día. Entonces quizá sería demasiado tarde. Luego el dolor surgió de la nada y cayó sobre él como el latigazo de una raya. Se le nubló la vista y volvió a sumergirse en el mar de la inconsciencia.
* * *
Aquella noche no fueron al baile.
—¿Tienes frío? —le preguntó Cristina cuando se sentó en la banca junto a ella.
—No —respondió Pedro.
—¿Y por qué tiemblas?
—No lo sé.
—Abrázame —le susurró ella—. Abrázame fuerte.
Pedro la estrechó y hundió la cabeza en su pelo y aspiró su olor. Olía a mar, a sol, a arena. Permanecieron así un tiempo indeterminado. Y, cuando finalmente se besaron, aún con cierta torpeza, y sus salivas se entremezclaron, Pedro sintió un leve mareo.
—Vamos a la playa —dijo ella de pronto.
Caminaron hasta la orilla y, como si se hubieran puesto de acuerdo de antemano, se despojaron de sus ropas en silencio y entraron en el agua.
La noche estaba despejada y la espuma de las olas parecía hervir bajo el resplandor de la luna.
Después se tumbaron sobre la playa y miraron el cielo, todavía sin decir nada. Y cuando sus cuerpos se buscaron, ahora con cierta ansiedad, todo sucedió como si rodaran por una interminable montaña de arena.
Más tarde, mucho más tarde, Pedro no podía conciliar el sueño. La explosión del mar retumbaba a lo lejos y el viento traía la música de la fiesta. Se sentía cansado y al mismo tiempo lleno de una rara energía.
Cuando se quedó dormido, faltaba muy poco para que amaneciera.
* * *
El sonido del rotor lo despertó. Hacía rato que ya había amanecido y notó que se hallaba empapado en sudor. Sintió que la sed le agarrotaba la garganta pero no le importó. Allí estaba el helicóptero y podía ver su figura suspendida sobre la copa de los árboles y luego cómo se agrandaba a medida que descendía y viraba un poco hacia la izquierda para poder aterrizar sobre el pequeño claro junto al río. El helicóptero cubrió momentáneamente el sol y las aspas proyectaron aletazos de sombra que se multiplicaron sobre el follaje y el terreno.
El ruido era ensordecedor pero a Pedro Medina nunca le había parecido más agradable. Dentro de dos horas estaría en el hospital de Bagua y, si hacía falta, podían meterlo en uno de los Fokkers y trasladarlo a Piura. Alargó la mano hacia la cantimplora y bebió un sorbo. El agua tenía un sabor acre pero eso era lo de menos. Luego vio cómo sus compañeros alzaban la camilla y lo llevaban, dando trancazos, hacia el lugar donde se había posado el aparato.
Los soldados debieron atravesar una franja de tierra cenagosa y él sintió cómo se hundían en el fango y cómo se esforzaban para que éste no rozara la camilla. El sudor que le chorreaba de la frente le hacía borrosa la visión.
El helicóptero continuaba con el motor en marcha y él dedujo que levantarían vuelo sin pérdida de tiempo.
El teniente Ortiz le apretó la mano y le dijo:
—No te preocupes, muchacho. Todo saldrá bien. Tan sólo aguanta un poco más.
Cuando lo acomodaron en la cabina reconoció a uno de los tripulantes. Era Peláez, un negro grandote y bonachón con el cual había entablado amistad en Bagua. Recordó que la última vez que lo había visto había sido una noche de permiso en la que habían bebido mucha cerveza y se habían divertido a lo grande en una fiesta del pueblo.
—¿Qué pasó, compadre? —le dijo Peláez al verlo en la camilla.
—Me jodieron, Negro. Me jodieron…
—A ver, déjame echar un vistazo.
Peláez levantó la lona que cubría su cuerpo, miró la herida unos instantes y luego volvió a taparlo.
—Es muy fea, ¿no? —le preguntó Pedro.
El negro meneó su cabezota.
—He visto peores. No te preocupes. En un par de semanas estarás como nuevo. Y además te darán unos meses de descanso. Eres un suertudo.
—No me jodas.
—Sí, eres un suertudo. Al menos, estarás fuera de toda esta mierda por una temporada. ¿Eso no es tener suerte?
Los tripulantes terminaron de descargar unos paquetes con el rancho y cajas de municiones y el helicóptero se elevó rápidamente. A través de la puerta abierta, vio a los soldados del pelotón que se hacían cada vez más pequeños y luego los árboles que formaban una tupida e inmensa manta verde. El helicóptero voló un trecho sobre el cauce del río y pronto ganó mayor altura. Después dio un viraje repentino hacia el este y él pensó que debía de ser un error. La costa se hallaba al oeste.
—¿Adónde me llevan? —preguntó.
Peláez no entendió por el ruido que hacía el rotor y debió inclinarse sobre el rostro de su amigo y colocar su oreja a la altura de sus labios.
El negro sonrió y apuntó con el índice fuera del helicóptero.
Entonces Pedro Medina vio el sol. Se veía tan grande y rotundo e intenso que su luz lo hirió. Quiso decir algo pero las palabras no brotaron de su boca. Un resplandor blanco lo envolvió, al tiempo que una súbita certeza asaltaba su pensamiento. Ahora sí, ahora sí sabía adónde iba. ¿Cómo no se había dado cuenta? Una extraña placidez lo invadió mientras el helicóptero proseguía su trayecto hacia al sol. Se sentía cómodo después de mucho tiempo. Una mano se había posado sobre su cabeza y le acariciaba suavemente los cabellos.
Cerró los ojos y se dejó llevar, como si flotara sobre un mar sosegado, en el día más luminoso del verano.
* * *
—¡Pedro, Pedro! ¡Despierta, hijo!
Escuchó a lo lejos la voz de su madre y sintió su mano que le repasaba la cabeza.
—¿Qué pasa? —dijo, abriendo los ojos.
—Estabas hablando en sueños —le dijo su madre.
—¿Dónde está el negro?
—¿Quién? ¿Qué estás diciendo?
—Estábamos en la selva, mamá. Me habían metido en un helicóptero. Yo estaba herido y había un negro que era mi amigo y que me cuidaba. Y luego el helicóptero comenzó a subir y subir hasta que la luz del sol me cegó.
—Tienes mucha imaginación, hijito. Sólo ha sido un sueño. ¿Qué tal te fue anoche?
Entonces se acordó y una inatajable, casi salvaje alegría se agolpó dentro de su pecho.
* * *
—¡Pedro, Pedro! ¡Despierta, Pedro!
El Cholo Raygada removía a su compañero de los hombros.
—¡Contéstame, Pedro!
—¿Qué sucede? —dijo el teniente Ortiz, aproximándose.
—No sé. No se despierta —dijo el soldado, mirando a su interlocutor con los ojos desorbitados.
El teniente Ortiz dejó su ametralladora en el suelo y se inclinó y apoyó la oreja sobre el pecho de Pedro Medina. Después de un minuto alzó la cabeza y dijo:
—Ya no respira.
—¿Qué es lo que dices, carajo? —dijo el Cholo Raygada. Era muy joven y estaba alterado.
—Digo que ya no respira. ¿No entiendes? Está muerto.
—¡No puede estar muerto! —insistió el Cholo Raygada—. El helicóptero está por llegar. ¡No puede estar muerto! ¡Él me salvó la vida!
El teniente Ortiz miró al soldado que seguía gritando desesperadamente y luego se alejó unos pasos. No deseaba oírlo. Le ponía nervioso. Había gente que no estaba hecha para la guerra. Aunque, pensándolo bien, a quién diablos le gustaba la guerra. Se acercó a la orilla del río y miró la bruma que empezaba a disiparse con las primeras luces de la mañana.
Creyó escuchar un rumor a lo lejos. Aguzó el oído. Quizá fuera el rotor del helicóptero. Pero eso, ahora, ya no importaba un carajo.
* * *
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