El accidente
Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, mayo de 2014
Así fue como ocurrió.
Eran las cinco de la tarde; en un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng acababan de sonar, tu tu tu tu, tu, las señales horarias de una emisora; fuera, una ráfaga de viento barría la arena gris amontonada al otro costado de la calle, a las puertas de la librería Xinhua, que se hallaba en obras; la arena giraba en semicírculo sobre el pavimento de asfalto, volvía a depositarse sobre el suelo y la polvareda terminaba por disiparse. Aún no era la época de los vientos cargados de arena que ocultan el cielo; apenas empezaba a hacer calor; había ciclistas que seguían llevando el abrigo corto de paño gris, y muchachas en las aceras que vestían conjuntos de primavera de color azul claro; el tráfago de ciclistas y peatones era incesante, pero aún no se habían producido las aglomeraciones de tráfico propias de las horas punta, de la salida del trabajo. Siempre hay quien sale del trabajo antes de hora y quien se halla disfrutando de permiso, y los ocupados compartían la calle con los ociosos. La escena era la misma de todos los días a esa hora; los autobuses no iban ni llenos ni vacíos, todos los asientos estaban ocupados y unos pocos pasajeros permanecían de pie de cara a las ventanillas, aferrados a la barra.
Una bicicleta que llevaba adosado, a modo de sidecar, un cochecito de niño recubierto de un toldo de cuadros rojos y azules atravesaba en diagonal la calle desde el otro extremo. La conducía un hombre. Un autobús articulado venía de frente a bastante velocidad, aunque no tanta como la del coche verdoso que estaba a punto de adelantar a la bicicleta; ninguno de ellos superaba, en todo caso, la velocidad máxima autorizada en el casco urbano. El hombre pedaleaba con fuerza inclinado hacia adelante y el coche verde pasó a su costado. El autobús venía de frente por el carril de este lado. El hombre dudó un instante, pero no apretó el freno; la bicicleta con el cochecito seguía su marcha oblicua, ni lenta ni rápida, hacia este extremo de la calle. El autobús tocó el claxon sin disminuir la marcha. La bicicleta cruzó en ese instante la línea blanca central; la polvareda, recién disipada, no podía impedir la visión al ciclista, y de hecho no llevaba entornados los ojos. Levantó ligeramente la cabeza; era un hombre de unos cuarenta años, y la gorra algo caída hacia atrás dejaba al descubierto una incipiente calvicie. Tuvo que ver el autobús que venía de frente y tuvo que oír el claxon. Volvió a dudar un instante y pareció como que apretaba los frenos, pero no debió de apretarlos con fuerza, pues las ruedas apenas se bloquearon y la bicicleta continuó atravesando la pista en esta dirección. El autobús estaba ya delante mismo y el claxon sonaba incesantemente. La bicicleta siguió avanzando por inercia. Sentado bajo el toldo iba un niño de dos o tres años con los cachetes colorados. El ruido estridente del frenazo se mezcló con el del claxon; el estruendo aumentaba a medida que el autobús recortaba la distancia. La rueda delantera de la bicicleta seguía avanzando en ángulo oblicuo, gradualmente, y el ruido del claxon y los frenos era cada vez más fuerte, más estridente. El autobús había reducido la marcha, pero su parte frontal, plana como un muro, avanzaba irremediablemente. Los dos vehículos estaban a punto de encontrarse, y una mujer lanzó un grito penetrante desde la vereda de esta parte; peatones y ciclistas observaban paralizados la escena. Cuando la rueda delantera de la bicicleta rebasó la línea frontal del autobús, el ciclista pedaleó con todas sus fuerzas, creyendo quizá que aún tenía tiempo, pero llevó la mano que había dejado libre hacia el cochecito con toldo de cuadros rojos y azules, como queriendo apartarlo, y del empujón el carrito voló a un costado y su rueda salió rebotando. El hombre alzó las manos y cayó boca arriba, las piernas trabadas; y en medio del fragor del claxon y los frenos, los chillidos de la mujer y los gritos mudos de horror que los testigos no tuvieron tiempo de dar, fue aplastado por las ruedas del autobús. La bicicleta retorcida fue lanzada a más de diez metros de distancia sobre la superficie de asfalto.
Los peatones en ambas veredas enmudecieron y los ciclistas echaron pie a tierra. Todo quedó en el más absoluto silencio. El único sonido era el de la canción tierna y suave procedente del taller de reparación de aparatos de radio: “Recuerda cuando nos encontramos / bajo el puente en ruinas en mitad de la bruma…”. El cassette de alguna cantante de Hong Kong del estilo de Deng Lijun, posiblemente.
La rueda delantera del autobús estaba parada sobre un charco oscuro; la sangre salpicaba la parte frontal y resbalaba gota a gota sobre el cuerpo del hombre muerto. El conductor bajó de un salto y fue el primero en acercarse al cadáver. Luego llegaron corriendo los peatones de ambas veredas y algunos formaron un círculo alrededor del cochecito, volcado sobre una boca de alcantarilla después de dar varias vueltas y de resbalar un trecho. Una mujer de mediana edad sacó al niño del cochecito y lo examinó acunándolo en sus brazos.
—¿Está muerto?
—¡Está muerto!
—¿Está muerto?
Todo eran murmullos y exclamaciones. El niño tenía los ojos cerrados y su piel tierna y blanca transparentaba las finas venas azules. No tenía sangre, ni ninguna herida aparente.
—¡Que no huya!
—¡Llamen enseguida a la policía!
—¡Que nadie toque nada! ¡No se acerquen, dejen todo como está!
Un grupo de personas rodeó estrechamente la parte delantera del autobús. Solo uno de los que estaban fuera del círculo se inclinó con curiosidad sobre la bicicleta retorcida; la alzó un instante, y el timbre sonó cuando volvió a dejarla como estaba.
—¡Claro que he tocado el claxon y he frenado! Todo el mundo lo ha visto: tenía que estar loco para lanzarse así contra el autobús. ¿Qué culpa tengo yo?
Era la voz ronca del conductor, que se defendía.
—¡Son todos testigos, todos lo han visto!
—¡Dejen paso, dejen paso! ¡Dejen todos paso! —la gorra de un policía apareció en medio de la multitud.
—¡Lo más importante es salvar al niño! ¿Puede alguien detener un coche para llevarlo al hospital? —era una voz masculina.
Un joven de chaqueta de cuero color marrón levantó el brazo y corrió hasta la línea central de la calzada. Un Toyota se abrió paso a bocinazos entre la muchedumbre que abarrotaba la calzada; detrás venía una camioneta Beijing 130, que sí paró. Los pasajeros del autobús protagonista del siniestro discutían con las cobradoras al otro lado de las ventanillas. Por detrás llegaba un trolebús: las puertas del autobús se abrieron y los pasajeros salieron en tropel y le cortaron el paso. El alboroto era mayúsculo.
“Nunca, nunca lo olvidaré…”, el barullo ahogaba el sonido del radiocassette; la sangre seguía goteando en medio de un fuerte olor.
—Bua…
Sonó un llanto, el golpe de llanto de un niño restablecido del sofoco que lo paralizaba.
—¡Está bien!
—¡Está vivo!
Por todas partes surgieron exclamaciones de admiración y júbilo. Los sollozos eran cada vez más fuertes. La gente se animó, como liberada. Luego, los que estaban a este lado se incorporaron en masa al círculo de personas que rodeaba el cadáver de la víctima.
—¡Uia, uia, uia!
Entre destellos de sirena azul llegó un carro de la policía. La gente abrió paso y cuatro agentes salieron del vehículo. Dos de ellos hicieron recular a la multitud con su macana de dirigir el tráfico.
La circulación había quedado interrumpida y una larga caravana de vehículos de toda clase y condición colmaba los dos carriles de la pista. El tumulto de las voces había sido reemplazado por el estruendo de las bocinas. Un policía se puso a dirigir el tráfico en medio de la calle gesticulando con las manos cubiertas con guantes blancos.
Una de las cobradoras bajó del autobús a requerimiento de la policía. Porfiaba, como muy poco dispuesta a hacer lo que le pedían, pero al final cogió al niño que la mujer de mediana edad sostenía en sus brazos y subió a la 130. La camioneta se puso en marcha dirigida por los guantes blancos y cargada con los lloriqueos espasmódicos del niño.
Conminados por las voces de los policías que blandían sus macanas, los curiosos se echaron atrás y formaron un cerco rectangular en torno de la bicicleta retorcida.
Con ello quedó a la vista, en este lado de la calle, la figura del conductor que se limpiaba el sudor con la gorra de tela. Un policía lo interrogaba. Sacó su permiso de conducir con tapas de plástico rojo y el policía se lo incautó. Hablaba al policía con precipitación, narrándole lo sucedido.
—¿Qué tiene que explicar? ¡Lo ha atropellado, y eso es todo! —dijo en voz alta un joven que empujaba su bicicleta.
—¡Él mismo se lo ha buscado! Tantos bocinazos y frenazos, pero no ha consentido en ceder el paso y se ha metido derecho debajo del autobús —respondió al joven una mujer con manguitas, la cobradora de otro autobús, que acababa de descender de su vehículo.
—¿Cómo no ha podido ver en pleno día a un hombre con un niño en medio de la calle? —dijo, indignado, alguien de la multitud.
—Para estos conductores, atropellar a cualquiera es bien poca cosa, como luego no les pasa nada —dijo una voz cáustica.
—¡Pobre! Si no hubiese llevado al niño le habría dado tiempo de pasar.
—¿Tiene salvación?
—¿Y se le han salido los sesos?
—He oído como un “puf”.
—¿Ha oído un ruido?
—Sí, como un “puf”.
—¡Cállense de una vez!
—Ah, así es la vida. Cuando uno menos lo piensa, le llega la hora…
—Está llorando.
—¿Quién?
—El conductor.
En cuclillas, la cabeza gacha, el conductor se tapaba los ojos con la gorra.
—Bueno, nadie lo ha hecho a propósito…
—Cuando a uno le cae algo así encima, uno…
—¿Y llevaba a un niño? ¿Y el niño? ¿Y el niño? —preguntaban los recién llegados.
—Ni una sola herida; es un milagro.
—Por suerte uno se ha salvado.
—¡El hombre ha muerto!
—¿Eran padre e hijo?
—¿A quién se le ocurre llevar un cochecito enganchado a la bicicleta? Con este tráfico nadie se libra de un accidente, aunque vaya solo con la bicicleta.
—Seguramente acababa de recoger al hijo de la guardería.
—¡Mira que también las guarderías, que no aceptan internos!
—Ya podemos darnos por bien servidos con que los admitan.
—¿Qué tienes tú que mirar ahí? Para que luego cruces la calle corriendo a lo loco —un hombre arrastraba de la mano a un niño que se había deslizado entre la multitud.
La estrella de la canción de Hong Kong ya no cantaba. Las escaleras del taller de reparación de aparatos de radio se habían llenado de gente.
Entre destellos de sirena roja llegó una ambulancia. Los enfermeros de bata blanca transportaron el cadáver al interior del carro. Los que estaban en las escaleras del taller se pusieron de puntillas. Del menú que había al lado salió un cocinero gordo, el delantal en la cintura, para ver lo que pasaba.
—¿Qué pasa? ¿Un accidente? ¿Han atropellado a alguien?
—A un hombre y a su hijo; uno ha muerto.
—¿Quién ha muerto?
—El viejo.
—¿Y el hijo?
—No le ha pasado nada.
—¡Es el colmo! ¿Y no le echó una mano al viejo?
—Fue el padre el que lo empujó a un lado.
—Cada vez salen peores. ¡Criar hijos para esto!
—Es mejor no decir tonterías si no se sabe bien lo que ha pasado.
—¿Quién dice tonterías?
—Yo con usted no discuto.
—¡Se han llevado al niño!
—¿También había un niño?
Llegaba más gente.
—¡No empujen!
—¿Le he empujado yo?
—Aquí no hay nada que ver. ¡Vamos, circulen!
Desde fuera del tumulto, unos tiraban del brazo a los que estaban en él. El brazalete rojo los identificaba como miembros del equipo de propaganda de seguridad vial, y eran aún más agresivos que los guardias.
El conductor fue empujado al interior del carro de la policía. Se resistía, mirando atrás, pero al final la puerta se cerró tras él. Unos se alejaron a pie y otros se fueron en sus bicicletas. El grupo de curiosos comenzaba a disminuir, pero aún había alguno que paraba su bicicleta o se acercaba desde la acera para informarse de lo ocurrido. La larga caravana de camionetas, microbuses, jeeps y motocarros que, encabezada por el trolebús, se había formado de este lado de la pista pasó lentamente junto al cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla cubierto con un toldo de cuadros rojos y azules hecho pedazos. La mayoría de los que estaban de pie en las escaleras del taller habían entrado en él o se habían marchado. Cuando hubo pasado la caravana, un policía que se hallaba en medio del grupo menguante de curiosos midió las distancias con una cinta métrica mientras otro hacía anotaciones en su libretita. La sangre que había bajo la rueda comenzaba a coagularse y el charco se tornaba oscuro. Las puertas del autobús seguían abiertas; sentada junto a una de las ventanillas, la otra cobradora miraba con expresión ausente hacia el carril de este lado. Las caras en las ventanillas de los trolebuses que venían de frente por el carril opuesto miraban hacia fuera, y algunos pasajeros sacaban medio cuerpo para ver mejor. El número de peatones y ciclistas aumentó con la llegada de la hora de la salida del trabajo, la de mayor afluencia de tráfico, pero los gritos disuasorios de los policías y los miembros del equipo de propaganda de seguridad vial impedían toda aglomeración en mitad de la pista.
—¿Ha habido un choque?
—¿Ha habido muertos?
—Seguro que sí, con toda esa sangre.
—Anteayer hubo otro accidente en la calle Jiankang; un muchacho de apenas dieciséis años. Lo llevaron al hospital, pero no pudieron salvarlo; era, decían, hijo único.
—¿Hay, en estos tiempos, familias que no sean de hijo único?
—¿Y cómo vivirán los padres después de esto?
—Si no solucionan el problema del tráfico, seguirá habiendo accidentes.
—Hay demasiados.
—La angustia que paso todos los días a la salida de clase, cuando mi Zhiming aún no ha vuelto a casa…
—Y eso que el suyo es varón, pues las hijas dan aún más preocupaciones a los padres.
—Mira, mira; saquemos una foto.
—Ya es demasiado tarde.
—¿Lo ha atropellado adrede?
—Quién sabe.
No parece haberse enganchado, pues lo ha golpeado de lleno.
—Yo acabo de llegar.
Algunos conductores son muy agresivos y si no te apartas, les da igual.
—Y otros se desahogan matando por ahí a la gente; si te topas con ellos, desgracia segura.
—No se puede hacer nada, es el destino. En mi pueblo había un carpintero muy bueno, pero muy dado a la bebida, y una noche que volvía borracho como una cuba de una casa donde estaba haciendo unos arreglos, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cabeza sobre el filo de una piedra…
—Pues a mí estos días, no sé por qué, me tiemblan los párpados.
—¿De qué ojo?
—Uno no puede andar por la calle absorto en sus cosas; ya te he visto varias veces…
—No pasa nada.
—Cuando ocurre el accidente, ya no hay nada que hacer. Yo no soportaría…
—¡Cuidado, que la gente nos mira!
Los dos enamorados se miraron y siguieron camino cogidos aún más estrechamente de la mano.
Habían terminado de fotografiar el lugar del siniestro. El policía que había hecho las mediciones esparció arena con una pala sobre la mancha de sangre. El viento había cesado por completo. Oscurecía. La cobradora que estaba sentada junto a la ventanilla contaba la recaudación con las luces encendidas. Un policía cargó los restos de la bicicleta en un carro. Dos de los de brazalete rojo cargaron también el cochecito volcado sobre la boca de alcantarilla y luego se fueron con los policías.
Debía de ser la hora de la cena. De pie al lado de la puerta, la cobradora, la única persona que quedaba en el lugar, miraba con impaciencia en todas direcciones a la espera del conductor enviado desde la terminal para hacerse cargo del vehículo. Solo algún que otro transeúnte echaba una mirada al autobús vacío que, quién sabe por qué razón, permanecía estacionado en medio de la calzada. Era de noche, y ya nadie prestaba atención a la mancha de sangre invisible bajo la arenal gris que había delante del autobús.
Más tarde se encendieron las farolas de la calle, y en algún momento el autobús vacío se fue del lugar. Los coches siguieron circulando sin cesar en una u otra dirección como si nada hubiera pasado. Sin embargo, al filo de la medianoche, cuando en la calle apenas quedaban transeúntes, desde el cruce lejano flanqueado por semáforos refulgentes y un cartel en caracteres blancos sobre fondo azul fijado a una valla metálica que decía “Por su felicidad y por la de los demás, respete las normas de tráfico”, se acercó con lentitud una camioneta de riego; el vehículo disminuyó la marcha al llegar al lugar del accidente y, aumentando la presión del chorro de agua, borró la mancha que quedaba sobre la calzada.
El trabajador de la limpieza ignoraba, probablemente, que en ese mismo lugar había ocurrido pocas horas antes un accidente en que un desdichado había perdido la vida.
* * *
Pero ¿quién era ese hombre? En esta ciudad de varios millones de habitantes, solo los familiares y algunos conocidos debían de saberlo, y si no llevaba encima ningún documento que lo identificase, es probable que en ese instante ni siquiera tuvieran noticia de lo ocurrido. Su hijo —pues debía ser su hijo— quizá pronunciase el nombre del padre al volver en sí. Y también tendría esposa. En el momento del suceso el hombre cumplía los deberes propios de una madre hacia su hijo, y por ello era buen padre y, posiblemente, buen marido; y, puesto que quería a su hijo, también debía de querer a su mujer. Mas ¿ella lo quería a él? Si lo quería, ¿por qué no cumplía con todos sus deberes de esposa? Quizá no era feliz; si no, ¿habría obrado tan atolondradamente? ¿Era quizá la indecisión uno de los puntos flacos de su carácter? ¿Estaba quizá dándole vueltas a algún conflicto irresoluble? En tal caso, estaba condenado sin remisión a tan gran infortunio. Pero si hubiese salido de casa un poco más tarde o se hubiese puesto en camino un poco antes, o si hubiese conducido algo más deprisa o algo más despacio después de recoger al hijo; o si la señora de la guardería le hubiese dicho un par de palabras más sobre su hijo, o si en el camino se hubiese encontrado con algún conocido y se hubiese parado a saludarlo, no le habría ocurrido ninguna desgracia. Esta no habría sido, en modo alguno, inevitable, y si no padecía alguna enfermedad incurable, podría haber esperado tranquilo la muerte. Nadie puede sustraerse a la muerte, pero sí evitar una muerte prematura. Mas, de no haber muerto en el accidente, ¿dónde habría muerto? En esta ciudad son inevitables los accidentes; en realidad, no hay ciudad que haya logrado eliminarlos. La muerte por accidente de tráfico es una posibilidad presente en todas las ciudades, y aunque esta posibilidad sea una en un millón, en una gran ciudad como esta todos los días hay algún desdichado que la padece. Él era uno de esos desdichados. ¿Habría presentido la desgracia? ¿Qué pensó en el momento justo en que le sobrevino? Quizá no tuvo tiempo de pensar en nada, ni de comprender la inmensa desgracia que se abatía sobre su cabeza, la peor de las desgracias que podían acontecerle. Aunque solo fuese ese uno en un millón, un minúsculo grano de arena. Sin embargo, es evidente que al filo de la muerte pensó en su hijo —demos por hecho que era su hijo—; ¿no había demostrado gran nobleza con su propio sacrificio? ¿O quizá no fue sólo cuestión de nobleza y también había intervenido en cierta medida el instinto? El instinto paterno. Siempre se habla del instinto materno, pero también hay madres que abandonan a sus hijos. Inmolarse por un hijo es, ciertamente, prueba de nobleza. Pero podría haber evitado su propia inmolación: si hubiese salido de casa un poco antes o se hubiese puesto en camino un poco más tarde, si no hubiese estado tan aturdido en ese momento, si hubiese sido un hombre libre de preocupaciones, si no hubiese sido una persona indecisa, o incluso si hubiese sido más ágil. La suma de todos estos factores lo había conducido a la muerte, y su desgracia ha sido inevitable. Ya volvemos a hablar de filosofía; pero la vida no es filosofía, aunque la filosofía provenga del conocimiento de la vida. Tampoco habría que incluir en las estadísticas los accidentes de coche que ocurren en la vida, pues son incumbencia de los departamentos que gestionan el tráfico o de la policía. Pueden, claro es, convertirse en noticia en un periódico modesto. O ser utilizados como material literario, un material que, pasado por el tamiz de la imaginación y retocado aquí y allá, acabe conformando una historia conmovedora. En tal caso pertenecerían al ámbito de la creación. Pero lo que aquí aparece descrito es el proceso real de un accidente, un accidente cualquiera ocurrido a las cinco de la tarde enfrente de un taller de reparación de aparatos de radio de la calle Desheng.
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