Daniel Salvo
El primer peruano en el espacio
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción Universidad del Pacífico, mayo de 2013
Anatolio Pomahuanca tenía razones de sobra para odiar a los blancos. Hacía cientos de años que éstos habían invadido y conquistado su mundo, y reducido a sus antepasados a la triste condición de siervos o ciudadanos de segunda clase. Hubo cambios históricos, como guerras de independencia, rebeliones y revoluciones. Pero, como fuera, los blancos eran aún quienes gobernaban y decidían todo en el Perú y el resto del mundo. “Ahora vivimos en democracia”, decían. “Hemos efectuado grandes avances en materia de derechos humanos e integración”, proclamaban. Anatolio sonreía torvamente al oír estas frases tan manidas y falsas. ¿Acaso no eran blancos el presidente, los militares y los sacerdotes? ¿Alguien había visto alguna vez a un nativo ocupando un cargo decisorio? De haber estado en condiciones de hacerlo, Anatolio habría escupido al suelo: todos los blancos eran una mierda.
Lo que le impedía escupir era el lugar donde se encontraba: un cubículo metálico iluminado tenuemente, lleno de controles y pantallas. Era el puente de mando de una nave espacial en órbita. Como todas las naves espaciales, pertenecía a las Naciones Unidas. Su misión era rutinaria —una medición de vientos solares—, pero en esta oportunidad contaba con un elemento adicional: Anatolio Pomahuanca era el primer peruano en el espacio.
Todo el mundo consideraba un honor su designación para integrar la tripulación de la nave, aunque él no se hacía ilusiones. Sus tareas como ingeniero de mantenimiento equivalían a las del empleado de una estación de combustibles. La nave, construida con lo mejor de la tecnología de los blancos, resultaba un inmenso mecanismo automático destinado a seguir un preciso programa de instrucciones secuenciadas. En realidad, tanto él como los demás tripulantes eran meros pasajeros. Los instrumentos de navegación y registro lo harían todo.
Bostezó. Su breve turno en el puente de mando estaba por concluir. Había cumplido con todas las tareas asignadas. Revisar una pantalla, verificar un medidor, informar unas coordenadas… Todas ellas actividades que no conducían a nada. Tenían que mantenerlo ocupado en algo, pensó con amargura.
El capitán de la nave y jefe de la misión ingresó en la cabina. Sonrió obsequiosamente a Anatolio, quien hizo un gesto de asentimiento. Con expresión displicente, procedió a incorporarse de su asiento.
—¿Todo bien, Pomahuanca? —preguntó el capitán en perfecto castellano.
Anatolio odiaba a los blancos en general, aunque más a aquellos que pretendían ganar su confianza o amistad. Siempre era fácil detectar sus intenciones, la falsa máscara de respeto que ocultaba el desprecio de los blancos o, peor aun, su conmiseración hacia la raza de Anatolio.
—Todo en orden, capitán.
—Hasta el momento, usted se ha desempeñado muy bien. Es una gran oportunidad para un ingeniero joven formar parte de esta misión. Muchos peruanos desearían ocupar su lugar.
—Oh, ¿sí? —Anatolio sabía que los blancos eran incapaces de captar el desprecio que expresaban sus palabras. En realidad, sabía que los blancos los consideraban una raza inferior, una especie de animales que en el pasado había sido conveniente explotar sin misericordia, y que ahora se debía tratar mejor. Mas nunca los considerarían sus iguales.
—Por supuesto, Pomahuanca. Ha demostrado usted la capacidad del auténtico hombre peruano para participar en la exploración del espacio, para ir arriba siempre arriba, como decía Jorge Chávez, su pionero de la aviación…
—¿De qué capacidad habla, capitán? ¿De la capacidad para trabajar en una mina? ¿De la capacidad para empuñar un arado? ¿De la capacidad para formar parte de la servidumbre de la casa de un blanco? —sin querer, Anatolio terminó gritando.
El capitán mantuvo su sonrisa. Anatolio suspiró. Las anteriores ocasiones en que había hecho las mismas preguntas a otro blanco las reacciones habían sido distintas. Algunos se retiraban en silencio; otros le lanzaban una expresión soez. Anatolio prefería a estos últimos, pues por lo menos manifestaban lo que sentían. El capitán era de los peores: pertenecía a los que creían que entre blancos y nativos existía ya una convivencia armónica, fruto de siglos de historia que habían borrado las heridas del pasado. En los libros y en los discursos oficiales ya no se hablaba de invasión o conquista, sino de encuentro de dos mundos o de dos culturas. Le parecía increíble que los blancos se creyeran también sus mentiras.
—Hay blancos, como dice usted, que se ocupan también de tareas como las que describe. En todo caso, el trabajo nos dignifica a todos.
—¡Pero siempre nos dan esos trabajos! ¿Acaso nos dejan ser presidentes, ministros o embajadores?
—Todo a su tiempo, Pomahuanca. Lamento que las cosas hayan sido diferentes en nuestro común pasado, y que actualmente arrastremos mucho de esa carga…
—¿Qué carga arrastran los blancos? ¿Ser empresarios, hacendados o militares es una carga? ¿Conducir vehículos de lujo es una carga? ¿Aparecer en los medios? No hay cambios, capitán, seguimos siendo los conquistados y ustedes los conquistadores.
—Entonces ¿cómo explica su presencia aquí, Pomahuanca? ¿Cómo explica su educación, completamente gratuita, con los más altos estándares de calidad y en las mejores universidades? ¿El cuidado de su salud? Según su lógica, sólo los blancos, como nos llama, deberían integrar esta misión…
Anatolio Pomahuanca temblaba de cólera y odio. Cerró los puños, al tiempo que dejaba salir de su boca los pensamientos que se habían engendrado en su mente desde el inicio de la misión. Que hicieran lo que quisieran después, que lo sancionaran, que lo degradaran; al menos se habría dado el gusto de decirle a ese capitán lo que pensaba realmente de la misión.
—¡Porque soy un adorno! ¡Un símbolo! ¡Porque me necesitaban para decir que habían enviado un peruano al espacio! ¡Para que todos se crean eso de la “convivencia armónica”!
La sonrisa se borró del rostro del capitán. Sus ojos se convirtieron en minúsculas líneas incoloras, paralelas a la hendidura carente de labios que tenía por boca. Replegó sus apéndices auditivos, mientras se dirigía a la consola de mandos. Salvo la cresta azulada que los de su especie tenían en la cabeza, su escamosa piel carecía por completo de pigmentación. Los escasos terrestres que habían sobrevivido a las guerras de conquista de los invasores del espacio tenían razón en llamarlos blancos.
—Puede retirarse, Pomahuanca. Esté listo para su siguiente turno —dijo el capitán, a la vez que hacía un gesto de despido con sus membranosas manos.
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