Arturo D. Hernández (1903-1970)
La victoria regia
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción. Universidad del Pacífico, mayo de 2015
Cada vez que bajaba por el sendero que cruza la espesura, dos ojos le observaban desde la superficie del agua, y cuando se sumergía en la corriente para tomar su baño vesperal, ella partía veloz a confundirse en sus brazos.
Y allá, en la línea en que se juntan las aguas con la playa, se prolongó durante varios años el más dulce idilio entre aquella inia amazónica y el zagal ribereño.
La incompatibilidad surgió cuando ambos se dieron cuenta de que no podían continuar en esa convivencia de batracios, en tierra y en el agua al mismo tiempo.
Díjole él cierto día:
—Ven al mundo donde vivo, al mundo de los colores, de los aromas y de las notas musicales. Tú perteneces a una familia de seres que viven dentro del agua, pero que poseen como un don innato la magia más asombrosa. Tú puedes convertirte en mujer, como ocurre cuando te estrecho en mis brazos y mis ojos se nublan…
”Allá, bajo la fronda te espera mi choza rodeada de orquídeas, donde mi antara vibrará para tí sola arrullándote con las más tiernas notas, las sombras más acogedoras velarán tu sueño y los más dulces trinos te despertarán.
”Irás triunfal por los senderos ignorados que cruzan la selva, caminando entre hilos de oro que se filtran de la fronda y sombras que se esconden en las tupidas lianas. Y así rodeada de las pompas de la selva serás la mujer más misteriosa y feliz de la tierra.
”Ven al mundo venturoso de la superficie terrestre, transformada definitivamente en mujer”.
La inia se desprendió de los brazos que la aprisionaban y, pensativa, se sumergió en las aguas. Volvió al otro día. Esperó como siempre la aparición del zagal por el sendero umbroso, nadó hacia él y con profunda tristeza le dijo:
—He consultado con los más viejos de la manada y me han predicho la desgracia si ingreso al mundo de los que viven fuera de las aguas.
”Todo lo que está cerca de la superficie y, aún más allá, en el reino de las aves, es la zona trágica de las grandes perturbaciones. Allá van los peces de mentalidad inferior a perseguir y devorar a los más pequeños; en la orilla la boa caza al amparo de las aguas turbias, el caimán ataca y devora a todo ser viviente, y los hombres pescan el paiche y capturan la charapa. Es allí donde embaten las olas, se forman los remolinos y se precipitan los torrentes. Más arriba ruge la tempestad, se desencadenan las lluvias, ciega el rayo y ensordece el trueno. En el corazón de los hombres se desencadenan las pasiones, tortura la ambición y, al sentimiento del bien abate el pensamiento del mal.
”Ven al bello país del silencio, de la calma, de la paz. Es el país donde no existe la noción del transcurso del tiempo; donde nadie ve. Sólo sobre la superficie de la tierra se sufre el peso de las cosas, especialmente del propio cuerpo cuando se sube la cuesta o se baja al llano y que va acentuándose cada vez más a medida que pasan los años… En el país donde vivo, no hay nada que aplaste de arriba ni que atraiga hacia abajo. Se sube, se baja, se cambia de dirección al menor esfuerzo, y da lo mismo estar junto al lecho de arena como suspendido en el abismo. Por eso, nada hay tan grato como detenerse en cualquier parte y dormir en el blando elemento de las profundidades, despertarse en el mismo sitio y emprender giras deliciosas por lugares recónditos, entre peces de colores que, como pájaros de frágiles alas, atraviesan el espacio y se pierden entre las formaciones rocosas, para luego reaparecer juguetones y detenerse estáticos en muda contemplación. Pero mucho más placentero es descender a las concavidades profundas atravesando la zona donde los caimanes negros y las grandes boas reposan en quietud pétrea. Allí se recorren dédalos sombríos y se penetra en cuevas jamás imaginadas donde moran seres fosforescentes que semejan flores de luz. Son los aposentos de reposo absoluto en los que alguna savia maravillosa nutre los organismos imprimiéndoles luminosa vitalidad, donde los seres privilegiados se sumergen en el letargo de una paz sepulcral del que despiertan, sin embargo, con la sensación de tener vida eterna.
”En el plenilunio la manada sale a disfrutar de sus festejos nupciales bajo la magia lunar. En cuanto desaparece el foco de la noche que predispone al amor, abandonan el mundo superficial y descienden al país maravilloso de entrañas fecundas donde se eclosiona la energía vital.
”Periódicamente, emprendemos largos viajes por los ríos tras los cardúmenes que surcan la corriente en los estiajes. Es, para la manada a la que pertenezco, recorrer otros países, conocer otros seres, especialmente a los hombres habitantes de las márgenes que no tienen fin, cuyas intenciones son capaces de adivinar. Ellos poseen la virtud de trasponer los horizontes de la tierra sin salir del agua. Sucede, con frecuencia, que alguna doncella de nuestro grupo, se enamora del bípedo ribereño y se deja pescar desoyendo los consejos de los mayores. Aquella ya no vuelve a la manada. Todos saben que el abrazo del hombre es mortal”.
Aquella noche el zagal se hundió en el río siguiendo a la fascinante inia.
Pasó el tiempo. Los ribereños sorprendieron varias veces, cuando salía a las playas húmedas, al hombre de las aguas que formaba parte de la manada. En cuanto se notaba descubierto se lanzaba al río y desaparecía en las aguas.
Nació así la versión amazónica del hombre del agua (yacu-runa) trasmitida por tradición a través de las centurias.
Cierta noche, el hombre salió cauteloso de las aguas, púsose a recorrer la orilla silenciosa, se reclinó sobre un montículo de arena extasiado en la contemplación de un cielo fulgurante reflejado en el fondo del lago. Miró luego el horizonte con una expresión nostálgica.
De pronto dio un salto y escuchó. De alguna parte venían las notas de una quena. Como un fulgor divino se despertaron sus recuerdos de un tiempo ya olvidado cuando pertenecía a los seres que viven sobre la tierra. Atraído por la música penetró por una senda y se internó en la espesura con una expresión de suma ansiedad en el rostro. Asomó sigiloso a un pequeño claro donde se levantaba una choza en la cual un pescador tocaba su instrumento sonoro de carrizo en tanto que una joven abrazada a sus rodillas lo miraba sumida en inefable éxtasis.
—¿Te gusta? —le preguntó el hombre en cuanto la última nota se hubo extinguido en el mundo de los seres nocturnos.
—No hay nada más bello bajo el cielo. La música es celestial. Ahora toca algo alegre —dijo la joven como si despertara de un sueño.
Volvieron a desgranarse del instrumento las notas que esta vez eran ágiles, vibrantes, arrebatadoras. La joven de un salto ocupó el centro de la habitación convertida en mariposa atraída por la luz. Su cuerpo de palmera alumbrado por una antorcha crepitante se cimbraba en inflexiones violentas siguiendo el compás de la danza como agitada por el estribillo del citaracuy bajo el árbol de la umisha. Su larga cabellera rozaba los hombros sensuales, y se extendía en una amplitud de alas tremolantes. Sus faldas se arremolinaban en sus piernas y los golpes de aire que producían sus giros voluptuosos iban a herir el olfato exacerbado del hombre del agua quien, al borde de la locura, pegó un grito y partió como una exhalación hacia el lago. Se detuvo en la orilla y, al mirar las aguas dormidas, se puso a temblar.
—¡La música, la danza! ¡El aroma que exhala la mujer! —gritó partiendo a la carrera con dirección a los montes perfilados en la distancia.
En los días subsiguientes, entre plantas acuáticas y manchas cenagosas, apareció el cuerpo de la inia que había fallecido a consecuencia de un amor imposible. Y poco después, los habitantes de la selva vieron que de sus despojos brotaba la flor más hermosa de la creación: la victoria regia.