Antonio Gálvez Ronceros (Chincha Alta, 1932)
La compra
Edición para club de lectura virtual En las nubes de la ficción.
Universidad del Pacífico, octubre de 2015.
—Aquí, entre amigos, todo vale. Y la verdad, Florencio, tú eres bien mísero.
—¿Por qué?
—¡Cómo que por qué! ¿Me dirás acaso que no te manejas tus buenas sonajas?
—Bueno… sí, pero no muchas.
—No te me hagas, Florencio. Te conozco, como que de muchachos correteamos por los corrales de burros buscando muñigas secas para hacer cigarros. ¿Te acuerdas?
—Este Jacinto es más fregado… ¡Claro que me acuerdo! Y de gusto, a ver, Sabi, sírvete otro par de las que quemen… Bueno, ¿y qué hay con lo de mísero?
—Que eso está muy feo y no te cae bien. Porque fíjate: las sonajas reventándote los bolsillos y tú guarda que guarda. Para quién. ¿Para la mujer, para los hijos? ¡Si ni siquiera tienes esas cosas! Antes que vayan a manos de otro, que las goce quien ha doblado su lomo para ganarlas. Peri tú como si nada… ¿Crees acaso que todo ha sido nada más que porque sí?De tanto darle al trabajo te has arrugado como una papa pasmada. No sea que de repente se le ocurra a esa hija de la carcancha tocarte la puerta y… ¡derechito al infierno! Porque no me vas a decir que cuando mueras irás adonde Dios. ¡Ese sitio no es para ti!
—Eres el mismito diablo, Jacinto… ¡Vamos, Sabi, ponte otro par!…
—Esttas son mías, Florencio… ¡De las que matan los gusanos, Sabi!… Y esa es la cuestión: la plata se ha hecho para gastarla. Ya ves: me cuarteé las manos hundiendo lampas en las haciendas, pero aunque eso ahí no hace más que arrimar cristianos al cementerio tuve mańas para desquitarme en algo y compré un terrenito. Así empecé… Después… Bueno, ni te cuento: el resto lo sabes. Y ahora, digan lo que digan: que soy un cholo patas con plumas y demás vainas, me doy la gran vida. Y eso que no tengo mucha plata. Así debes hacer tú. ¡Hay que ser tarugo para no entender que es una fregadera guardarla!
—Verdad, Jacinto, tienes alguito de razón.
—¿A1guito? ¡Tamañaza! Cuántas cosas tendrías con tu plata y no andarías reventado como lo has venido haciendo toda tu vida. Es la pura verdad y te la aviento así, crudita, aunque te duela. Pero siendo tu amigo Jacinto quien lo hace, sé que no te calentarás.
—¿Para qué, pues?
—¡Así me gusta! Y por eso vamos a vaciarnos otro par encima… ¡De las que voltean las tripas, Sabi!… Ya te digo: no andarías reventado ni metido en tantos líos como hasta ahora. Y si no, hay que ver nomás lo que te pasa con los burros. Un día estás con el burro cargado de juncos, listito para venirte de los puquiales, pero al animal no le da la gana de moverse. Te desatas en palos y él como si nada. Y todavía, si es ya de nochecita, terminas por quedarte a dormir ahí para que no te roben la carga con todo y animal. Otro día vas tranquilo en tu borrico, cuando de repente se le amelcochan las patas y resultas boqueando en el suelo. ¿Qué ha pasado? Que al orejas se le ocurrió comer una ramita de planta de pallar que estaba botada y terminó por envenenarse. Te levantas bien amargo y te das con que tu burro está tieso patas arriba, con la panza inflada como luna llena. Y eso es peligroso, porque un mal día tu cabeza choca con una piedra y… ¡se acabó Florencio! Pero la plata puede evitarlo: mandas a su madre al borrico y te compras uno de esos aparatos que llaman automóviles.
—¿Un automóvil?
—¡Claro, un automóvil! Para eso se han hecho, para reemplazar a los cascudos.
—Debe de costar muy caro.
—No te hagas, Florencio. Yo tengo poca plata; si no, ya me hubiera comprado uno. Pero tú… Ademáś, en vez de comprar burros, que se mueren, mejor uno de estos animales que no comen pasto, no botan muñigas ni se caen patas arriba en medio de camino.
—Pero comen gasolina, que vale plata.
—Es lo de menos. Para pagar la gasolina lo pones a hacer viajecitos desde el mercado de abasto los días domingos; mucha gente viene a estas chacras con sus compras. ¿Te das cuenta? Es cuestión de cabeza nomás.
—¡Eres requetediablo, Jacinto!
—Los dueńos lo hacen así. Se dan la gran vida toda la semana paseándose en el animal de lata y después, el domingo, lo llevan al mercado a sacarle para su pasto. Anímate, hombre, hay que desatar el nudo… ¡Uy, caramba! Yo aquí habla que habla y la noche ya está encima. El camino hasta Cruz Blanca es largo y mi caballo es medio cegatón. Así que me voy. ¡La cuenta, Sabi, que yo pago todo! Sea por el gusto de verte, Florencio.
Parado en el umbral, Florencio vio al amigo partir de prisa sobre el caballo y diluirse en la penumbra. Con extremada parsimonia giró sobre sí mismo, la mirada fija en el suelo, severamente reflexivo. Levantó los ojos hacia el lado del camino por el que habría de marcharse y, sorpresivamente, a pocos pasos de sí, los inconfundibles contornos de su burro, ennegrecido por el anochecer, le dieron como pedrada en la cara. Lo había olvidado desde que lo desmontó dos horas atrás para meterse casi corriendo a buscar a Jacinto, cuyo caballo había visto frente a la cantina. Y entonces por vez primera en su vida dejó de montar un asno desde tan lejos de su casa y se lo llevó
espantándolo desde atrás a puras maldiciones.
Florencio estaba embriagado medianamente y durante la noche una lucidez perfecta le mantuvo frescas las ideas de Jacinto. En la madrugada pudo dormir y sońó su muerte, a causa de una caída del burro… Sosegado, sobre el jumento, transitaba por un camino. Voló de pronto hacia delante y quedó tirado, quieto, palidísimo. Sus ojos, abiertos y fijos, aún veían. El animal había cambiado al instante: cubierto con un manto negro, mostraba cuatro patas descarnadas; una filuda guadaña apuntaba hacia atrás desde el pescuezo. El animal lo observaba de soslayo, con enorme sonrisa siniestra colocada en blanquísima calavera larga… Aterrado despertó y se precipitó al corral. Amanecía: bosquejábanse los objetos. Florencio distinguió al animal, cogió un palo y le otorgó una pródiga ringlera de golpes sobre el lomo. Acezando trágica y ridículamente, quedó apoyado en un muro, extenuado; miró de reojo al cuadrúpedo y espetó:
—¡Desgraciado, un mal día me matas de verdad!
Esa mañana, en la ciudad, paseó frente a un establecimiento de venta de automóviles, mirando furtivamente los vehículos. Después anduvo averiguando a cuanto chofer encontró, el precio de un automóvil nuevo.
Por la noche, en su casa, bajó con una lámpara encendida a un disimulado sótano lleno de fardos. Abrió uno y extrajo muchos billetes, de los cuales contó una parte hasta el amanecer. La introdujo en un costal, devolvió el resto y subió a dormir. Volvió a soñar… Con sádica sonrisa, al timón de un elegantísimo automóvil, atropellaba por los caminos, deliberadamente, cuanto burro hallaba al paso. Los animales formaban ya, en los bordes, extrañas ringlas despanzurradas…
Se levantó a las diez de la mañana, marchó al corral y volvió a saludar al burro con una andanada de palos. El infeliz cuadrúpedo sintió que le desbarataban el esqueleto y rompió la soga que lo ataba. Trotando enredadamente de costado, huyó por entre la maleza, sin explicarse el novedoso proceder.
—¡Mándate mudar y no vuelvas más! —le gritó Florencio.
Y con el costal de billetes al hombro, salió al camino que conduce a la ciudad, resuelto a comprar el automóvil.
—Ahí está pasando Florencio. ¡Vea usted cómo va! Como el peor de todos. Con esas piernas todas pantuercas y las mechas trinchudas por delante de la cara. Con la ropa retaceada, a tiritas, de donde los colores y la limpieza hace rato se han escapado. ¡Mírelo, allá va! Igualito a un pordiosero. De esos que van pidiendo de casa en casa aunque sea un camotito para comer. Pero no. Porque así como se le ve, el hombre ese para nadando en plata. Sí, aunque parezca mentira: con tanta plata y andando como un espantajo. Lo que pasa es que es un miserable… ¡Caracho! Por hablar de ese mísero se me ha secado el gañote. Voy a remojármelo con un traguito… ¿Qué? ¡Ya se acabó la botella! Entonces sírvame otra, don Sabino… ¿La plata primero dice usted? A ver, a ver, por aquí la tengo… ¿Qué? ¡No hay nada! ¡Y no puede ser!… Tal vez en este otro bolsillo. ¿Qué cosa? ¡Tampoco está! ¡Miércoles! ¡También se me ha acabado la plata!… ¿No me podría fiar?… ¿Que no puede?… Bueno, aunque sea un vasito. ¿Tampoco puede? Ande, pues, no sea malo… ¿Que hoy no se fía, mañana sí?… ¡Cómo es la vida! Por allí un cristiano chorreando plata, y por acá uno que ni siquiera tiene para un vinito de esta cantina.
Trastabillando con su carga a cuestas, Florencio se deslizó por las calles asfaltadas de la ciudad y pronto estuvo en el centro, fácilmente ubicable entre la muchedumbre. Quedó situado al fin en el umbral de una amplia sala, cuyos automóviles —ordenados sobre un piso brillante, impecable— produjėronle un impacto delicioso. Entonces, para clausurar aquella etapa sombría de ingenuos galanteos con la muerte, imaginó en rasgos perversos a su burro y con gesto de repugnancia lo desintegró. Sonrió, infló el pecho y penetró en la sala.
Nadie lo había visto entrar. Al poco tiempo un hombre maduro y calvo —el jefe del establecimiento—, que hallábase al fondo tras un escritorio, al levantar la mirada se estremeció de susto. Creyó ver una cosa extraña, indefinible, que paseaba por la sala; algo así como un redondeado bulto de basura dando tumbos entre los automóviles. Restregó los ojos, sacudió la cabeza y volvió a mirar… No, aquello no era un fantasma: era un hombre. Se abalanzó entonces feroz hacia él, farfullando: “¡Asqueiosos! Eso son ustedes: un poco de basura con apariencia humana”. Los empleados, que lo escucharon, suspendieron sus tareas y quedaron a la expectativa.
—Me hace usted el favor de salir, pues no podemos regalarle nada —ordenó el jefe a Florencio, amenguando en sus palabras la ira que lo dominaba.
Florencio to miró extrañado.
—Si yo no quiero que me regalen nada —dijo.
—Entonces, ¿qué quiere usted aquí?
—Yo he venido a comprar un automóvil.
—¿Un automóvil?
—¡Sí, pues, un automóvil! —reiteró Florencio, ya un tanto malhumorado.
—Hombre asqueroso, ¿crees que me estoy jugando contigo? ¡Lárgate que este no es tu sitio!
—Pero por qué… Yo he venido a comprar uno de estos aparatos…
El jefe retrocedió, miró a los empleados y reventó:
—¡Saquen de aquí a este mendigo que lo está ensuciando todo!
Florencio no tuvo tiempo para protestar: en el acto se sintió suspendido y en medio de la calle. Su costal le llegó rebotando a los pies.
Cuando sacudiéndose las manos los empleados se aprestaban a reanudar sus tareas, Florencio reapareció en el umbral. Su habitual figura inofensiva había sido sustituida por un temblor vengativo que le llenaba lacara.
—¡Hijos de la lechuza! —gritó. ¿Creen que no tengo plata para llevarme uno de esos aparatos? ¡Tengo para comprarlos a todos ustedes y a ti también, viejo cabeza pelada! ¡Miren: aquí está la plata que traje para llevarme un automóvil! —abrió la boca del costal y mostró los billetes. Rápidamente la cerró y añadió—: ¡Ahora no me da la gana de comprar nada! ¡Váyanse todos ustedes a la misma champa! —y alzó el costal para marcharse.
Por momento brevísimo los empleados quedaron inmóviles. Luego, girando lentamente la cabeza, miráronse a la cara y exclamaron: “¡Una venta!… ¡Y al contado!”. El jefe había quedado confuso y miraba tontamente. Al fin se percató de que la oportunidad se le escabullía de entre las manos y balbuceó:
—No lo dejen ir…
Florencio fue alcanzado en la calle, a pocos metros del umbral, y devuelto a rastras a la sala. Cada empleado inició entonces la enorme tarea de disuadirlo, empleando palabras de almibaradas reverencias. Florencio, sin embargo, se limitó a gritar:
—¡No quiero nada! ¡Suéltenme! ¡He dicho que no quiero nada!
Y prodigando codazos y puntapiés, arrastró consigo a los empleados, ganó rápidamente la calle y se alejó entre la muchedumbre.
Evidentemente resentidos, los empleados retornaron al establecimiento. Y como si sobre ellos pesara la responsabilidad del negocio, proyectaron una admonitoria mirada al jefe. Este, que la captó, evidenció un malestar.
Esa noche, en la ciudad, un hombre agonizaba delirante, mientras otro, en la profundidad de la campiña, corría a la caza de un burro, llamándolo con suaves palabras.
* * *