Alfredo Bryce Echenique, «Anorexia y tijerita»

Alfredo Bryce Echenique (1939)

Anorexia y tijerita

Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, febrero de 2012


A Ana María Dueñas y Michel Delmonte


Menos mal que siempre viene luego la
noche para poner las cosas en su sitio.
Rafael Conte

No era, ni había pretendido ser, lo que se llama precisamente un hombre con escrúpulos, y mucho menos cuando las cosas le salían bien. Y las cosas le habían estado saliendo muy bien, hasta lo del maldito caso Scamarone, o sea que se había convertido en un hombre totalmente desprovisto de escrúpulos. Esta idea, esta conclusión, más bien, ya no le gustó tanto a Joaquín Bermejo, por lo que dejó de jabonarse el brazo derecho, empezó con el izquierdo, y una vez más constató fastidiado que el hombre se enfrenta con su almohada, de noche, o con el espejo, cada mañana cuando se afeita, mientras que él era una especie de excepción a la regla porque siempre se enfrentaba con sus cosas bajo el sonoro chorro de la ducha.

Maldijo a Raquelita, entonces, porque ella y su anorexia como que dormían demasiado cerca para que él se atreviera a confiarle secreto alguno a su almohada, y porque “flaca, fané y descangallada”, purita anorexia ya, Raquelita y su detestable y exasperante anorexia eran muy capaces de metérsele distraídas al baño, muy capaces de sorprenderlo mientras él andaba afeitándole algún trapo sucio al espejo.

Pero cuando soltó lo de enferma de mierda, hija de tu padre y de tu madre, pensar que todavía tengo que meterte tu polvo de vez en cuando, entre pellejo y huesos, cuando ideas y constataciones se le enredaron con los peores insultos, fue en el instante en que hasta ayer ministro de Trabajo y Obras Públicas, con chofer, carrazo, guardaespaldas y patrulleros cuidándole la casa, de pronto se sintió abyectamente solo, en pelotas y solo, ex ministro calato y solo y completamente distinto al común de los mortales porque el común de los mortales se enfrenta con su almohada o el espejo y en cambio yo, nadie más que yo, nadie que yo sepa, en todo caso, termina usando el chorro de la ducha de almohada o espejo.

Por último dijo la puta que los parió, pero esto fue al pensar en el caso Scamarone y en que su partido en las próximas elecciones, cero, o sea que nunca más volvería a ser ministro de nada ni el Señor Ministro ni a sentirse Ministro ni el Señor Ministro ni nada. La puta que los parió.

Abrió al máximo los caños de agua caliente y fría y se vio regresando ex ministro a su estudio de abogado y con las elecciones tan perdidas dentro de dos meses que nuevamente se vio regresando ex ministro al estudio pero su desagrado fue mucho mayor esta vez por lo de las elecciones y porque tenía momentos así en que lo del caso Scamarone realmente le preocupaba. Nuevamente era abogado, un abogado más, y en un par de meses su partido iba a estar tan lejos del poder que él sí que ya no podría estar más lejos del poder. La puta que los parió. Como si nunca hubiese estado en el poder y encima de todo lo del caso Scamarone.

Empezó a jabonarse la pierna derecha pensando que en tres años de ministro tal vez no había sacado una tajada tan grande como la que pudo. ¿O sí? En el fondo, sí, aunque si la prensa amarilla no lo hubiese asustado con esos titulares en primera página tal vez habría podido sacarle mejor partido a… Al caso Scamarone, como le llama la prensa amarilla. Trasladó ambas manos y el jabón a la pierna derecha. La puta que los parió. Seguían con lo del caso Scamarone, ¿cuándo se iban a hartar?, ¿cuándo encontrarán algo mejor?, ¿cuándo me dejarán en paz…? Son capaces de seguir… Son muy capaces de seguir y el próximo gobierno… Joaquín Bermejo soltó otro la puta que los parió y empezó a enjuagarse con el próximo gobierno…

O sea que ni hablar del viaje a Europa con Vicky. Ni hablar del encuentro en México y la semana en Acapulco para luego seguir juntos por toda Europa y así nadie se enterará. “Ex ministro Bermejo se fuga”. Lo estaba viendo, lo estaba leyendo, o sea que ni hablar del viaje. El amargón que se iba a pegar Vicky. Bueno, la calmaría con un regalazo, explicándole entre besos que por el momento era imposible, ten en cuenta, Vicky, son solo unos mesecitos, deja que se enfríe el asunto, por favor ten en cuenta. Al final la calmaría entre besos, pero entre esos besos se encontraría con los ojitos socarrones, penetrantes, una miradita de Vicky a su ex ministro, ¿tan asustado te tienen, Joaqui…? La muy hija de…

En cambio Raquelita se tragaría sus explicaciones, apenas tendría que explicarle, apenas inventarle algún pretexto para postergar ese largo y urgente viaje de negocios. Raquelita se lo tragaría todo con la misma facilidad con que se tragaba siempre todo, todo menos los tres melocotones de su anorexia. Tampoco tendría que hacerle un regalote, tampoco lo llamaba Joaqui entre besos, Raquelita llamándolo Joaqui entre besos, qué horror, por Dios…

Ahí sí que Joaquín Bermejo, cerrando ambos caños con violencia, soltó íntegro: La muy hija de la gran pepa. Y se quemó porque terminó de cerrar antes el agua fría, me cago. Se había quemado solo porque ya no era ministro, no, no solo por eso, también se había quemado porque la muy hija de la gran pepa de la Raquelita ni siquiera sabía lo que era la prensa amarilla, y también se había quemado, además de todo, porque su raquítica esposa, la madre de sus tres hijos, la heredera y dueña de todo lo que tenían hasta que él llegó a ministro, la del apellidote, Raquelita y su anorexia, en fin, de haber sabido que existía la prensa amarilla, ¿qué habría dicho? Joaquín Bermejo la oyó decir es gente de la ínfima, Joaquín, mientras de un solo tirón abría la cortina de la ducha para descubrirse menos ministro que nunca y en un baño que era como si le hubieran cambiado de baño…

La corbata. Los chicos ya se habían ido al colegio, y, en el comedor, como siempre, aunque ahora sin patrulleros en la puerta, Raquelita (una taza de café, ni una gota de leche, y el melocotón de la anorexia), Raquelita y su primer desayuno sin el chofer del ministerio esperándole afuera. Era verdad, ya alguien se lo había dicho, medio en broma medio en serio, vas a extrañar el poder, Joaquín, y era verdad. Por ejemplo, al cabo de tres años, no bien terminara las tostadas, el jugo de naranja y el café con leche, tendría que cambiar de dirección, pasar por la repostería, decirle al mayordomo que le abriera la puerta del garaje y sacar su automóvil. Se incorporó, le importó un pepino dejar a Raquelita luchando con su melocotón, no le dio el beso de las mañanas, ya llamaré si no puedo venir a almorzar, y se puso el saco. Joaquín, le dijo, de pronto, Raquelita. Se detuvo y volteó a mirarla: ¿Qué?

—Que ya no eres ministro, Joaquín. Que a los chicos les encantará verte a la hora del almuerzo.

Joaquín repitió íntegro y exacto el movimiento: volvió a ponerse el saco completamente, y no le quedó más remedio que abrocharse un botón más como parte final del diálogo con Raquelita luchando con su melocotón. Ella había vuelto a bajar la mirada, a concentrarse en su melocotón. Con cuánta finura lo hacía y lo decía todo en esta vida Raquelita, la muy… la muy nada.

—Volveré a tiempo para almorzar con los chicos. Promesa de ministro, Raquelita.

El automóvil. “Que ya no eres ministro, Joaquín. Que a los chicos les encantará verte a la hora del almuerzo”. Raquelita lo había desarmado completamente. ¿Cómo y por qué lo había desarmado tanto Raquelita? En primer lugar, se respondió Joaquín, dejando avanzar lentamente el automóvil hacia el centro de Lima, si hay una persona en el mundo a la que le resbala por completo que yo haya dejado de ser ministro, esa persona es Raquelita. Claro, su padre fue ministro cinco veces, media familia suya ha sido ministro cinco veces, más presidentes, virreyes y hasta un fundador de la ciudad de Lima cinco veces, si eso fuera posible. Y en segundo lugar, o sea en primero para Raquelita, porque me quiere por lo que soy. Joaquín recordó la escena, visitó sin ganas la noche completa de verano y el jardín para decir eso en que le dijo que quería casarse con ella.

Había traído su flamante diploma de abogado.

—¿Me quieres como soy, Raquelita?

—Más, mucho más que eso, Joaquín. Te quiero por lo que eres.

Un semáforo. “Ex ministro se fuga de su casa. Ex ministro abandona esposa e hijos. Implicado en caso Scamarone se fuga con su amante”. La que se puede armar. La que se va a armar si el próximo gobierno realmente decide investigar. Él, nada menos que él, convertido en chivo expiatorio, en objeto predilecto de los ataques y burlas de la prensa amarilla. “Ex ministro Bermejo metido hasta las narices…”. ¿Qué estarían pensando sus cuatro socios en el estudio?

Luz verde y Raquelita diciendo es gente de la ínfima, explicándoles a los chicos que los de esos periódicos, los de esas revistas y los del nuevo gobierno, en fin, que todos eran gente de la ínfima. ¿Por qué no había besado a Raquelita antes de partir? ¿Por qué no le di el beso del desayuno? Joaquín Bermejo se llenó de preguntas y de rapidísimas respuestas. La había querido muchísimo, la quería siempre muchísimo, Vicky terminaría dejándolo plantado, metido hasta el cogote en el caso Scamarone. Raquelita, en cambio, jamás, cómo lo iba a abandonar por cosas de gente de la ínfima. ¿Y los chicos, Raquelita? ¿Cómo les explicamos a los chicos? Luz roja. Los chicos, Joaquín, saben perfectamente que son cosas de gente de la ínfima.

Luz verde. Gracias a Raquelita no pasaría absolutamente nada y él siempre podría decirles a los chicos todo lo que tienen en la vida se lo deben a su padre, muchachos, aprendan de mí, puro pulso, muchachos, pulso y cráneo, nada más que cráneo y mucho pulso, aprendan eso de su padre.

Llegó al estudio con la imperiosa necesidad de decirles a sus hijos que todo había sido a punta de pulso y cráneo, mucho cráneo, y muchísimo pulso, muchachos. Increíble: ni cuenta se había dado, había entrado en su despacho saludando apenas a las secretarias, apenas un hola a los practicantes, del ex ministro no quedaba más que la prensa amarilla y un poco de caso Scamarone. Lo primero que hizo fue marcar el número, besar a Raquelita por teléfono y pedirle que les dijera a los chicos que llegaría a tiempo para almorzar con ellos, contigo también Raquelita. Y terminó preguntándole si había terminado ya el melocotón de su desayuno. Eso dijo, sí: el melocotón de tu desayuno y no el melocotón del desayuno de tu anorexia. Y no sintió ganas de matarla cuando ella le respondió que no. Increíble.

Sí, increíble, y algo horrible, de golpe, también ahora, pero tuvo que contestar porque la secretaria le estaba anunciando la llamada de la señorita Vicky con acentito.

—Joaqui, ¿ya leíste La Verdad?

—Hasta cuándo te voy a repetir que yo no leo esos pasquines, Vicky.

—Pero aquí tu chinita linda se los lee enteritos, Joaqui.

—Te llamo a eso de las ocho y media, Vicky. El presidente me ha citado a las siete. Te llamo esta noche al salir de palacio.

Le diría que la cita en palacio duró hasta las mil y quinientas, cuando ella lo volviera a llamar, mañana por la mañana. Porque hoy quería un día diferente, porque lo que realmente necesitaba hoy era sentirse en una noche como aquella del jardín, en esa misma noche con su jardín y ese verano, sentirse en todo momento en aquella noche lejanísima del jardín irrepetible…

—¿Me quieres como soy, Raquelita?

—Mucho más que eso, Joaquín. Te quiero por lo que eres.

Pidió que no le pasaran más llamadas que las de palacio. Las de palacio y las de mi esposa, agregó, con las justas, porque ya estaban ahí, porque ya nada podría detenerlos, porque qué ministro no había robado pero solo a él le había caído lo del caso Scamarone… ¿Para qué, si no, lo había citado el presidente en palacio…? Y ahora ya estaban ahí y era tan feroz el relampaguear de las cámaras fotográficas como su necesidad de confesar por fin el peor de sus delitos. “¡Ex ministro también planeaba asesinar a su esposa! ¡Todo sucedió en la ducha! ¡Tijerita de oro impide que ex ministro mate a esposa!”.

Sollozando, con la cabeza siempre entre los brazos, aunque ya algo más tranquilo, Joaquín Bermejo continuaba preguntándose qué había sido antes, si el huevo o la gallina. Cronológicamente, casi todo estaba en orden. Y sin embargo… Bueno, braguetazo o no, él también pertenecía a una buena familia y se había casado muy enamorado y con la enorme suerte de que Raquelita, además de todo, perteneciera a una excelente y riquísima familia, cosa que siempre había deseado pero que poco o nada tuvo que ver con que se hubiera casado por amor y con suerte, como en lo del huevo y la gallina. Y así nacieron Carlos, Germancito y Dianita, fruto del amor que lo unía a Raquelita y fruto del amor que lo había unido a Raquelita, como todo en esta vida, por lo del huevo y la gallina. Que a su suegro le debiera los doce mejores clientes del estudio era algo tan lógico y natural como lo del huevo y la gallina. Y lo mismo habría que decir de la casa que heredó del huevo y la gallina, porque fue el regalo de bodas de su suegro y de su suegra. Pero, entonces, ¿qué vino antes: la anorexia de Raquelita o el culo que era Vicky? Entonces, se respondió Joaquín Bermejo, rebuscando sinceridad en lo más hondo de su ser, entonces vino lo del huevo y la gallina…

…Mucho más fácil le resultó establecer el orden de lo que vino después y una tras otra fue recordando sus escapadas de amor con Vicky, sus constantes mensajes del ministerio a su casa, señorita por favor pregunte por la señora Raquelita, señorita, por favor llame a mi casa y avísele a mi esposa que una reunión esta noche… Y Vicky en la otra línea, Vicky exigiéndole cada día más en la otra línea, bueno, la verdad es que mejor no le podían estar saliendo las cosas desde que llegó al ministerio, y qué mejor recompensa que el tremendo culo que era Vicky, al ministerio sí que había llegado por sus propios méritos, y qué más podía desear Raquelita que un hombre que era el orgullo de sus hijos, ahora sí que podía decirles a puro pulso y puro cráneo, muchachos, sí, ahora sí que sí… Aunque claro, lo de la recompensa no se lo entenderían, jamás comprenderían que él necesitaba al menos eso contra Raquelita, porque su madre, muchachos, cómo explicarles… Bueno, pero a qué santos tanta explicación, quién era él para tener que andar rindiéndole cuentas a sus hijos, no había llegado a ministro para ponerse a pensar en lo del huevo y la gallina. O sea que esta noche él con Vicky en su suite del Crillón y ellos en casita y acompañando a mamacita con el melocotón de su anorexia, la muy…

Sí, la muy digna hija de su padre y de su madre, porque no solo había que ser anoréxica sino caída del palto, además, para creer que con una tijerita podía sentirse segura en una ciudad como Lima. ¿Te imaginas una cojudez igual, Vicky…?

—¿Un bechito, mi ministrito?

…Primero fue la locura de la anorexia y uno de estos días se muere de puro flaca. Y ahora, de golpe, me sale con la vaina esta increíble de la tijerita, además. Como para que uno de estos días me la maten de puro cojuda…

—¿Otro bechito, mi amosshito?

…Realmente hay que ser caída del palto, además de loca, para andarse creyendo que en Lima, hoy, nada menos que hoy en Lima y tal como están las cosas… Imagínate, Vicky, yo que le tengo la casa rodeada de patrulleros y ella confiando en una tijerita de uñas para protegerse…

—Bechito bechito…

…Que si la tijerita es de oro, que si es de un millón de quilates, que si con ella se cortó las uñas la virreina, que si su bisabuela y su abuelita, después, que si su mamá se la regaló porque es una joya de familia, en fin. Pero ahí recién empieza la cosa, porque además resulta que algo muy profundo, algo en lo más hondo de su ser le anda diciendo ahora que si alguien se mete con ella en esta ciudad plagada de gente de la ínfima…

—¿Gente de la qué, Joaqui?

—De la ínfima, mi amor…

—¿Y eso cómo se come, mi amosshito?

—Eso pregúntaselo a ella, que a cada rato usa la bendita palabra…

—O chea que la muy cojuda se cree la divina pomada…

—Lo que la muy cojuda se cree no es cosa que te incumba, Vicky…

—¿Che amargó, mi amosshito? ¿Che me va?

—No pienso moverme de aquí esta noche, Vicky. Que eso, al menos, quede bien claro de una vez por todas. Lo demás es la historia del huevo y la gallina y no tengo por qué explicársela ni a mis hijos ni a ti ni a nadie…

—Se puso muy cherio mi ministrito…

—Nada de eso, Vicky, palabra de hombre, de hombre y de ministro. Lo que pasa es que la muy idiota se cree invulnerable con su tijerita. Es como si solo creyera en Dios y en su tijerita, y se mete sola por todas partes, cuando yo le tengo terminantemente prohibido salir sin el chofer y un patrullero para que los siga… Pero ésta es capaz de creerse que Dios le ha puesto esta tijerita entre las manos… Nada menos que la tijerita de su familia entre sus manos… Esta cretina es capaz de creerse que Dios…

—Nos la matan y nos vamos pa’Acapulco, mi amosshito.

—De la madre de mis hijos me encargo yo, Vicky. Que eso también quede bien claro de una vez por todas…

Las noches de amor con Amosshito siguieron, semana y semana, meses y meses, y pronto serían tres años y Vicky cada vez le exigía más y el caso Scamarone acababa de estallar y a Raquelita no la habían matado ni los tres melocotones de su anorexia ni el andar metiéndose sola por todas partes con la imbecilidad esa de Dios y su tijerita. Como si con Dios, su anorexia y una tijerita de oro formaran un escuadrón indestructible. Como si entre su fe en Dios y lo de ser gente decente, gente de lo mejor, y vete tú a saber qué vainas más de esas… Increíble… Más loca no podía estar la muy cretina… Como si por su linda cara, sus tres melocotones al día y una tijerita heredada de un fundador de la ciudad de Lima, además, novedad con la cual le salió una tarde, la muy anoréxica, se hubiera convertido en el enemigo mortal, nada menos que en el terror de la ínfima.

El terror de la ínfima, se repitió una mañana Joaquín Bermejo, abriendo al máximo los caños de agua caliente y fría. Bien encerrado en su baño, bien protegido por la cortina de la ducha, necesitaba sin embargo que el chorro de agua sonara como nunca para continuar sin peligro el deleite de andar pensando esas cosas tan inesperadas como incontenibles. El terror de la ínfima, se repetía una y otra vez y sonriente y feliz, como si de pronto hubiera encontrado la solución definitiva al problema más viejo y complicado de su vida. ¿Podría contarle a Vicky lo que se le estaba ocurriendo? ¿Contarle que, en vez de una escapada a México y Europa, podrían seguir juntos el resto de la vida, casarnos, Vicky? No lo sabía, pero continuaba gozando bajo el chorro de la ducha, cantaba mientras Raquelita, completamente Raquelita, caminaba tranquilísima por una oscura calle limeña, una calle que él solo lograba identificar por la muerte de Raquelita al llegar a la esquina. Ahí, en esa esquina, su visión de los hechos, Raquelita sacando su tijerita de la cartera y un negro hampón, inmenso, tranquilo, pagado y preparado, ahí su visión de los hechos era muy rápida pero muy precisa, tan rápida y precisa como la eficacia y la rapidez del inmenso negro huyendo absolutamente profesional… Era solo cuestión de pensarlo todo hasta el último detalle… Un negro como ese sería facilísimo de conseguir… Lima estaba plagada de negros como ese y Lima estaba plagada de ministros como él…

Fueron los duchazos más felices en la vida de Joaquín Bermejo, y a menudo gozaba diciéndose que, de haber sido un tipo de esos que se ducha sólo una vez a la semana, ya se habría convertido en un tipo que se pasa el día en la ducha. Cerraba la cortina, abría los dos caños, y a cantar se dijo mientras iba dejando ultimado hasta el más mínimo detalle. No había tiempo que perder: con lo del caso Scamarone era posible que tuviera que renunciar al ministerio y Vicky cada día le exigía más y él quería darle todo y de todo porque le salía del forro de los cojones, carajo: Raquelita era ya cadáver junto a un charco de sangre y hasta la tijerita de oro había desaparecido, qué tal negro pa’conchesumadre, alzó hasta con la tijerita.

Joaquín Bermejo no sabía por qué nunca se acordaba de contarle sus planes a Vicky. Tampoco sabía por qué estos desaparecían no bien empezaba a cerrar los caños de la ducha. ¿Tenía eso algo que ver con lo de la almohada y el espejo? Fastidiado, constató una vez más que el hombre se enfrenta con su almohada, de noche, o con el espejo, cada mañana cuando se afeita, mientras que él era una especie de excepción a la regla porque siempre se enfrentaba con sus cosas bajo el sonoro chorro de la ducha.

Y fue así como una mañana, bajo el chorro de la ducha, Joaquín Bermejo decidió dejarse de aguas tibias, y empezó a cerrar el caño de agua caliente mientras le iba contando a Vicky que un negro inmenso le había enfriado a Raquelita de un solo navajazo y ahora todos vamos a descansar en paz. Vicky se quedó fría con la noticia pero él nada de abrir el caño de agua caliente porque durante varias semanas tendremos que actuar así, yo, al menos, tendré que actuar con la más calculada frialdad. Joaquín Bermejo se mantuvo firme bajo el chorro de agua fría mientras le explicaba que, en cambio, lo mejor era que ella se hiciera humo hasta que él la volviera a llamar. Eso será cuando todo haya vuelto a la normalidad, Vicky, le dijo, mientras iba cerrando el agua fría y abriendo hasta quemarse el agua caliente para que Vicky pudiera hacerse humo…

El pellejo que duerme a mi lado es inmortal, se dijo, aterrado y hasta respetuoso, Joaquín Bermejo, abriendo rapidísimo, al máximo los caños de agua caliente y fría, la mañana atroz en que supo lo que era despertarse de dos sueños al mismo tiempo. No se explicaba cómo había podido pasarse días y días acariciando la idea de ver a su esposa asesinada. Inmortal de mierda, añadió, porque acababa de saltar de la cama en el instante en que Raquelita, completamente Raquelita, pero completamente Raquelita en un sueño, porque resultó que Raquelita era un esqueleto, guardaba su tijerita de oro mientras un inmenso negro herido huía despavorido…

La corbata. El desayuno. El rápido beso con que se despidió de Raquelita. Su despacho de ministro. Joaquín Bermejo empezó a sentir un gran alivio. No le había contado nada a Vicky, felizmente que no le había contado nada. Por la noche solo tomó dos copas con ella. Necesitaba regresar temprano a su casa. Necesitaba hacer el amor con Raquelita y que ella se diera cuenta de esa necesidad. O sea que esa noche Raquelita se encontró con un esposo rarísimo. Una especie de Joaquín Bermejo que le recordaba al Joaquín Bermejo de su luna de miel. Después lo contempló mientras se le quedaba dormido pegado a su almohada y no quiso despertarlo cuando en un sueño intranquilo y de palabras deshilvanadas, lo único que dijo claramente fue déjeme en paz Scamarone. Lo dijo tres veces.

De palacio llamaron a las doce para decirle que El Señor Presidente prefería verlo una hora antes, esa tarde, o sea a las seis, y Joaquín Bermejo pensó que con suerte la reunión terminaría también una hora antes de lo previsto. Acto seguido, y de una vez por todas, decidió ponerle punto final a lo del huevo y la gallina, que para estupideces tenía más que suficiente con las de Raquelita, ídem con el caso Scamarone: punto final para siempre, por qué no, a la larga todo se arregla en este país de mierda. Haría, en cambio, una escala en el club, por qué no, se tomaría el whisky de la reconciliación nacional, por qué no, y juácate, un telefonazo a Vicky Bechito. ¿Por qué no, Joaquín Bermejo? Joaquín Bermejo y Vicky Bechito, why not? Claro que sí, como que dos y dos son cuatro, Joaquín Bermejo, chupa y di que es menta. Eso mismo, exacto, dos y dos son cuatro en Lima y en la Cochinchina. Pero de palacio volvieron a llamar media hora más tarde. El Señor Presidente le hacía saber que la cita sería a las cinco. Cinco en punto, agregó la persona que llamó de palacio, o sea que la secretaria del doctor Bermejo también agregó a las cinco en punto, doctor.

Joaquín Bermejo pensó que su retorno al ejercicio del Derecho había sido todo menos suyo, se despidió de los practicantes y secretarias de tal manera que sin despedirse de nadie se había despedido de todos, se dio cuenta de golpe que ninguno de sus cuatro socios había salido a darle la bienvenida, les mandó decir que sin falta mañana entraría a saludarlos en sus respectivos despachos, y abandonó la elegancia de su estudio como un extraño. Los practicantes se miraron entre ellos, entonces las secretarias se atrevieron a mirarse también entre ellas, todos se miraron, por fin, y como quien cuenta a la una, a las dos, y a las tres, exclamaron: ¡Mamita, el caso Scamarone! ¡La que se va a armar, mamita linda!

Entonces sí salieron los cuatro socios de Joaquín Bermejo. Habían estado muy ocupados, a cuál más ocupado en su respectivo despacho, pero ahora, de golpe, como si los cuatro hubieran nacido en Fuente Ovejuna, todos a una en lo concerniente al caso Scamarone, y como si los cuatro hubieran nacido durante la guerra de Troya en lo concerniente a la que se iba a armar. Porque, como el caballo de Troya, el caso Scamarone ocultaba el caso Banco de Finanzas, dentro de este andaba metido lo de “S.”, y hasta dentro de la S. A. hay gato encerrado, según parece, señores. Parecían una

caja china chismosa los doctores Muñoz Álvarez, Gutiérrez Landa, Mejía Ibáñez, y sobre todo el doctor Morales Bermejo, porque su Bermejo le venía por parte de madre, pero a mamá el parentesco con los Bermejo de Joaquín le viene por Adán, o sea que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, mis queridos colegas, y qué tal si lo seguimos hablando todo un poquito en el club, ustedes qué piensan, porque alguna precaución habrá que tomar.

En cambio a Joaquín Bermejo le era imposible tomar precaución alguna. Sentado ahí, en el aparatoso comedor de su casa, con Raquelita al frente, Carlos y Germancito a su izquierda y Dianita a su derecha, presidía como siempre la mesa, y le preguntaba como siempre al mayordomo qué hay de almuerzo. Pero esta vez no encontró las fuerzas para agregar su eterna broma:

—¿Qué hay además del melocotón de la anorexia de la señora?

Había descubierto el desamparo de presidir para nada y estaba viviendo el vacío interminable de seguir sentado ahí sin poder decir mucho pulso y mucho cráneo, muchachos. Había llegado cuando Raquelita y los chicos se encontraban ya en el comedor y ahora el mayordomo estaba ahí con la fuente de la entrada y acababa de estar ahí con la fuentecita y el melocotón de la señora, y qué difícil se le hacía hablar de cualquier cosa con el mayordomo entra y sale y sus hijos comiendo lo más rápido posible por los horarios del colegio y Raquelita con la serenidad de cristal que solo Raquelita. Y por qué, si eso siempre había sido así, sentía que eso nunca había sido así, o era que ahí todos sospechaban algo ya. No, eso sí que no, eso sí que no podía ser. Y para que no pudiera ser, para que en los ojos de Raquelita y sus hijos no apareciera la sombra de una sospecha, habló ministro:

—El presidente de la República me citó esta tarde, a las siete. Después, me citó a las seis, y por fin ha terminado citándome a las cinco. En vista de lo cual, señoras y señores, yo pienso llegar a las ocho. ¿Qué les parece?

—En el colegio dicen que el presidente está rayado —anunció Carlos.

—Se pasó de revoluciones, papá —comentó Germancito.

—Lo que es, es un plomo —concluyó Dianita.

Joaquín Bermejo los miró sonriente. Los miró como si les estuviera dando la razón a los tres, pero de nuevo como que se quedó presidiendo para nada, al cabo de un instante. Ahí estaba, estaba en su lugar de siempre, y así debían haberlo mirado sus hijos, pero de nada le habían servido sus comentarios contra el desamparo de presidir para nada y el vacío interminable que era no poderles decir nunca jamás lo que en tres años de ministro les había estado queriendo decir: Mírenme bien a la cara, hijos, a los ojos, mírenme bien y vean cómo su padre se ha convertido en ministro y cómo se puede convertir en presidente de la República, también, si algún día le da la gana. Y en un presidente mejor que cualquiera de los que me eche la familia de su madre, a ver, nómbrame uno, Raquelita. Y Raquelita, sonriente, y él, ahora, ahora sí, por fin: ¿Y quieren saber cómo ha sido? ¿Quieres saber, Carlos? Tú, Germancito, ¿quieres saber? Porque claro que tú también quieres saber, ¿no es cierto, Dianita? ¡Pues pulso! ¡Cráneo! ¡Pulso y cráneo! ¡Y con el sudor de mi frente! ¡Con el sudor…!

Ahí, en plena palabra sudor, arrojó la esponja Joaquín Bermejo. Se había agotado y no había dicho una sola palabra. Sudaba frío y se había agotado y eso era lo único que le quedaba del sudor de su frente y todo por culpa de la maldita palabra sudor. Eso y algo peor, algo que era como un comentario a las palabras que, de puro desamparo, ni siquiera había logrado decir. Algo que descubrió al mirar perdido a Raquelita.

Como en lo del huevo y la gallina, con su manera de comer siempre un melocotón, solo con eso, con comer así un melocotón, Raquelita le estaba diciendo: No, mi querido Joaquín, mi pobre Joaquín, el sudor de la frente no, no entre nosotros, Joaquín. Pulso, si quieres, sí, aunque di más bien esfuerzo, constancia, perseverancia. En cambio eso que tú llamas cráneo, en vez de inteligencia, sí, eso sí, dilo siempre, pero dilo en primer lugar. Ahora bien, Joaquín, nunca se te ocurra volverles a hablar a mis hijos del sudor de la frente y de cosas así de la ínfima. Recuerda siempre que son mis hijos y que de ahora en adelante lo serán más que nunca, Joaquín. O sea que nunca jamás se te ocurra mencionar cosas como el sudor de tu frente, y sobre todo en la mesa. Ni una sola palabra que tenga que ver con el sudor. No se suda, Joaquín, en esta casa no se suda, y menos delante de estos tres chicos…

Entonces Joaquín Bermejo descubrió su gran error, el momento que siempre creyó ser una cosa y que en realidad era esto: que nunca había odiado tanto a Raquelita como en el jardín de aquella maldita noche de calor en que le preguntó si lo quería como él era. Y en medio de tanto odio se encontró con que él también se estaba odiando aquella noche. ¿Me quieres como soy, Raquelita? También él. La verdadera e insoportable respuesta de Raquelita, por último, ahora:

—Te quiero por lo que eres.

Joaquín Bermejo regresó al aplastante boato de su comedor de pronto tan diferente, al trabajo que le estaba costando disimular ante sus hijos, ante el mayordomo, ante el enorme espejo de la consola, ante Raquelita… Ante Raquelita, que sabía mucho más que él, enormemente más que él, y desde muchísimo antes que él, cosas y más cosas sobre el huevo y la gallina.

—Me voy a hablar con mi padre, Joaquín. Ya sabes que detesta el teléfono y que está pescando en Cerro Azul. O sea que, por favor, no te preocupes si llego tarde.

—Te ruego que vayas con el chofer.

—Imposible, Joaquín. El chofer se va a las nueve de la noche y yo a esa hora recién estaré regresando de Cerro Azul. Solo te pido…

Raquelita dejó su frase interrumpida, para que los chicos no se fueran a dar cuenta de que algo grave estaba ocurriendo. Y se limitó a agregar:

—Voy con mi tijerita, Joaquín.

Desde el otro extremo de la mesa, Joaquín Bermejo la miraba incrédulo, pasivo, como resignado. Observaba silenciosamente cómo ella le sonreía desde el otro extremo del mundo.

—Anda con Dios, hija mía —dijo, de pronto—, y los chicos no se dieron cuenta de nada porque papá, con tal de soltar frases así, la del melocotón de la anorexia, por ejemplo, y porque en ese instante Carlos y Germancito se estaban incorporando, ya era hora de salir corriendo al colegio.

Fue la noche con el rabo entre las piernas de Joaquín Bermejo. De palacio había salido casi a las ocho, con el rabo entre las piernas, porque habría caso Scamarone y chivo expiatorio. A las once, con el rabo nuevamente entre las piernas, se sopló media hora de gritos de su suegro, aunque merecía ser chivo expiatorio, no habría caso Scamarone. Todo había quedado arreglado con el presidente y varios ministros y no habría caso Scamarone pero es usted un canalla, Bermejo. Si no fuera porque es usted esposo de mi hija y padre de mis nietos. Otro gallo cantaría, Bermejo, otro gallo. Dele usted gracias al cielo. Dele usted gracias a su esposa. Dele usted gracias a su suegro. Dele usted gracias al presidente de la República. Dele usted gracias a los señores ministros de. Dele usted gracias al cielo, Bermejo. Fueron tales los gritos de su suegro en el teléfono que Joaquín Bermejo no se atrevió a preguntarle a qué hora había partido Raquelita de Cerro Azul. Seguía con el rabo entre las piernas cuando decidió llamar a la comisaría del distrito porque su esposa no aparecía y ya era cerca de la una de la mañana. Se desmoronó cuando le avisaron que el automóvil se hallaba abandonado a la altura de Villa El Salvador.

Así lo había encontrado Raquelita cuando entró feliz y, en vez de decirle mi papá te va a matar, lo va a arreglar todo pero te va a matar, le sonrió feliz, encendió todas las luces, lo invitó a sentarse un rato con ella en la sala y le dijo que se iba a quedar con el rabo entre las piernas cuando le contara.

—He llamado a la comisaría… ¿Qué ha pasado, Raquelita? ¿Qué te ha pasado?

—Vuelve a llamar a la comisaría y di que tu esposa está perfectamente. Anda, llama de una vez y ven para que te cuente. Te vas a quedar con el rabo entre las piernas. Tú que tanto te burlabas de ella.

Ella era la tijerita y Joaquín Bermejo volvió a desmoronarse con el rabo entre las piernas cuando Raquelita empezó a contarle que el automóvil se le había parado en un lugar atroz. La verdad, Joaquín, no sé cómo no bombardean esos lugares. Gentuza. Gente de la ínfima que la miraba indiferente mientras ella les daba instrucciones para que hicieran algo más que estarla mirando con esas caras de idiotas. Pobre país, qué gente, Joaquín. Flojos, vagos, insolentes hasta cuando se trata de ayudar a una señora. ¿Tú crees que movieron un dedo? Nada, no tuve más remedio que echarme a andar por la autopista. Por supuesto que a nadie se le ocurrió parar a ayudarme, tampoco. Si vieras qué asco de sitio.

—Es una barriada. Villa El Salvador.

—Lo que es, es un asco, una vergüenza para una ciudad como Lima.

—¿Cómo has llegado, Raquelita?

—Tú que tanto te burlabas de ella. ¿Qué habría sido de mí sin ella? Si no fuera por ella, en este instante estarías lamentando la muerte de tu esposa. Pensar que mis pobres hijos…

—¿Cómo has llegado, Raquelita?

—Y tú que tanto te burlabas de ella. Deberías estar con el rabo entre las piernas, Joaquín. Me pudo haber costado la vida subirme en ese microbús. Qué horror, ni una sola luz y la gente colgando por las ventanas. No sé cómo logré ver el letrero. No había otra solución. Era la única manera de acercarme a casa. ¿Y qué crees tú que pasó, no bien subí? ¡Cómo es esa gente, Joaquín! ¡Qué país! No había pasado ni un minuto y ya me habían robado el reloj de los diamantes. Quién podía ser más que el negro inmenso que tenía parado a mi izquierda. Se creyó que porque era una señora decente. Se creyó que porque en esa oscuridad no se veía nada. Pero no bien me di cuenta de que mi reloj había desaparecido me dije te llegó el momento, Raquelita. No se veía nada en esa oscuridad, o sea que aproveché para meter la mano tranquilamente en la cartera. Ahí mismito di con ella. Y la saqué. Si vieras, Joaquín, qué maravilla. Le pegué un hincón en las costillas. Se lo pegué con toda el alma, Joaquín, y ya ves tú, que tanto te burlabas de mí, tú que creías que me había vuelto loca y que me podían matar. Tú que… Pobre diablo. No bien le pedí el reloj me lo devolvió. No hice más que decirle póngalo usted en mi cartera. Bien bajito por si acaso tuviera cómplices. Cobarde. Negro asqueroso. Ya, señora, me dijo, pero ni tonta. Esta gente cree que una va a ser tan bruta como para soltar y guardar su tijerita. Eso es lo que él se creyó pero yo no le saqué la tijerita de entre las costillas hasta que me bajé. ¡Ay qué asco, Joaquín! Límpiamela, por favor. Está toda manchada de sangre.

—No lo puedo creer, Raquelita. Ese hombre te ha podido matar…

—¿Ese tipo de la ínfima?

—Vamos a acostarnos, Raquelita.

—¿A que no te sientes con el rabo entre las piernas, Joaquín…? Ya verás, algún día aprenderás que mientras yo lleve mi tijerita…

—Vamos a acostarnos, Raquelita.

—Primero límpiame la tijerita. No olvides que mañana es otro día y que Lima está plagada de esa gente. ¡Qué horror! ¡Qué gentuza! ¡Gente de la ínfima! Desinféctame la tijerita, por favor.

Cuando Raquelita se durmió, sonriente, feliz, después de una verdadera hazaña, Joaquín continuaba defendiendo al inmenso negro. Lo imaginaba llegando a su casa con una buena herida en el costado y despavorido. Con el mundo al revés. Había intentado explicarle a Raquelita que podía tratarse de un hombre honrado volviendo de su trabajo. Nada. Era un tipo de la ínfima. Se lo había imaginado honrado y obrero y llegando a su casa sabe Dios dónde y se había imaginado una negra y unos negritos escuchándolo entre aterrados e incrédulos. Nada. Era un tipo de la ínfima. Raquelita, le había dicho, yo te pido perdón por lo del caso Scamarone pero reconoce que tú te has equivocado esta vez. Nada. Era un tipo de la ínfima. Y había estado a punto de decirle el tipo de la ínfima, en ese caso, sería yo, pero de nada le había valido. El tipo de la ínfima era el negro.

Y ahora Raquelita dormía plácidamente y Joaquín se decía que ese era el secreto. Ese. Cuando no se sabe, como en el caso del huevo y la gallina, se opta. Y Raquelita había optado. Ese era su secreto. Y era demoledora la fuerza de una tijera. Claro. Demoledora. Por eso tanta indiferencia cuando al entrar encendieron la luz del dormitorio y el reloj de los diamantes se le había olvidado sobre el tocador.

—¡Raquelita! ¡Fíjate qué reloj tienes en la cartera!

Fornells, Menorca, 1985

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Para descargarlo en PDF: Alfredo Bryce Echenique, «Anorexia y tijerita»