Julio Ramón Ribeyro (1929-1994)
Los huaqueros
Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, febrero de 2012
Este cuento de Julio Ramón Ribeyro fue publicado en francés y no se conoce su versión original en español. En 1964, el prestigioso sello Gallimard difundió una selección de relatos del escritor peruano traducidos por Annie Cloulas-Brousseau. El volumen recibió el mismo título que el primer libro de Ribeyro, Charognards sans plumes (Los gallinazos sin plumas), pero la docena de cuentos fue entresacada de las tres colecciones que había publicado hasta el momento (además del título ya citado, Cuentos de circunstancias y Las botellas y los hombres). “Les pilleurs de sepultures” (es decir, “Los saqueadores de tumbas”, que hemos preferido traducir como “Los huaqueros”, expresión peruana más acorde con la historia) es el único texto del conjunto que no pertenece a libro alguno. Tampoco hemos descubierto que haya sido publicado en algún suplemento o revista, como solía hacer Ribeyro antes de configurar una colección. Lo más probable es que fuera un cuento que acababa de escribir y que entregó directamente a la traductora como anticipo de su próxima obra. En todo caso, lo cierto es que nunca lo recogió en ningún libro posterior.
¿Por qué? Solo cabe especular al respecto. Transcurrieron nueve años antes de que Ribeyro volviera a publicar sus cuentos en forma de libro, en este caso la recopilación titulada La palabra del mudo, en dos tomos editados por Milla Batres en 1973. Aunque esta reunión de su narrativa breve incluía dos colecciones nuevas, “Los huaqueros” no forma parte de ninguna. Por un lado, quizá Ribeyro juzgara que el relato no encajaba dentro de ellas, ya fuera por temática o estilo. Tal vez consideró que su nivel no era el que pretendía o que su tono humorístico correspondía a una etapa creativa anterior y no a lo que escribía en aquel momento. Por otra parte, también es posible que se le traspapelara y que con los años se olvidara del mismo. En definitiva, si aún existe la versión original, debe hallarse en el archivo de Gallimard o de la traductora, o entre los papeles que dejó el escritor al morir. Por ello, ante las dificultades que supone su búsqueda y con el fin de poner al alcance de los lectores un cuento desconocido del legado ribeyriano, nos hemos arriesgado a traducirlo del francés. Y aun cuando “Los huaqueros” no figure como uno de sus mayores aportes al género, debemos convenir en que se trata de una historia muy divertida y que nos retrotrae a uno de los escenarios favoritos de la infancia miraflorina de Ribeyro, la huaca Juliana (en la que también se ambienta el cuento “Sobre los modos de ganar la guerra”), como se la denominaba entonces.
Guillermo Niño de Guzmán
El Dominical, suplemento cultural de El Comercio, 10 de junio de 2007, pp. 8-10.
Poco después de medianoche, el mulato Tobías y su compadre Filiberto salieron de sus casuchas y se adentraron en los solares de Santa Cruz. Cada uno llevaba sobre la espalda un saco lleno de herramientas. Una vez que la noche se hizo cerrada, caminaron agachados, camuflándose tras las paredes y los arbustos espinosos donde cantaban los grillos. Detrás de ellos soplaba una brisa fresca cargada de recuerdos y rumores marinos. Adelante solo veían el contorno de la huaca Juliana que se destacaba bajo las pálidas luces de Miraflores.
—Entonces, ¿con qué crees que don Valeriano se ha hecho construir su quinta? —murmuraba Tobías—. Según las malas lenguas, con un tesoro escondido. Es la pura verdad, viejo. Además, he visto los aretes que le ha regalado a su mujer, esa que tiene la cara picada de viruela.
A medida que se acercaban a la huaca, se volvían más suspicaces. Había casas en los alrededores desde donde podían verlos y una pista por la que pasaban taxis rezagados. Cuando la vía estuvo desierta, la cruzaron de un salto y alcanzaron el cerco de la huaca.
—¡Llegamos! —suspiró Tobías—. Tenemos por delante unas cuatro horas de trabajo, antes de que comience a hacerse de día.
—Habrá que echar un vistazo.
A tientas, tropezando con adobes sueltos, dieron una vuelta a la pirámide de tierra. Podían empezar indistintamente por uno u otro lado, pero Tobías se obstinó en escrutar las sombras, como si buscara un rastro, una inspiración.
—Aquí —dijo al fin—, señalando un talud que parecía el resto de un antiguo muro.
Sin mayor preámbulo, sacaron sus herramientas y se pusieron a trabajar. Sus picos golpearon el muro alternadamente, haciendo un ruido sordo y desprendiendo una polvareda seca que los asfixiaba. Los minutos pasaban y los adobes se acumulaban a sus pies, como testigos de la magnitud de su obra.
—Deberíamos haber traído una linterna —dijo Tobías—. En toda la tierra que hemos sacado tal vez haya algo escondido.
Filiberto comenzaba a aburrirse. Sus pestañas estaban cubiertas de polvo y la sed lo torturaba. Como la estrechez del hoyo cavado sólo permitía que entrara un hombre, se dio cuenta de que no era práctico trabajar en esas condiciones.
—Tendríamos que cavar uno después del otro —propuso—. Un cuarto de hora cada uno. Comienza tú. Mientras tanto, yo vigilo.
Tobías accedió y Filiberto, luego de haber sacado una botella de pisco, se sentó sobre un muro, a treinta metros de allí. La noche estaba tan oscura que no distinguía a su compañero. Sólo escuchaba la caída regular del pico y, a lo lejos, los ladridos de los perros en los jardines.
Después del segundo trago, empezó a sentirse inquieto. Un búho había ululado tres veces por la parte de las acequias. Las historias de profanadores de tumbas que fueron encontrados muertos y que le hacían reír durante el día, ahora le parecían verosímiles. Aguzó el oído, tratando de captar el sonido del pico de Tobías, pero no escuchó nada.
—¿Adonde te has ido, compadre? —dijo, mientras avanzaba con los brazos extendidos.
Nadie le respondió. Se detuvo y se quedó inmóvil para auscultar el silencio. Un búho volvió a ulular. A su izquierda, percibió los golpes del pico. Se guió por ese ruido y se acercó. Cuando dio algunos pasos, el ruido cesó. Solo se veía una silueta negra, encorvada e inmóvil.
—¿Por qué no respondes, compadre? —dijo y avanzó—. Te estoy buscando como loco.
Como única respuesta oyó una suerte de estertor y le pareció que la silueta se difuminaba. Filiberto sintió que la botella se le resbalaba de las manos. ¿Qué le ha pasado a Tobías?, se preguntó. Buscó apresuradamente una caja de fósforos y encendió uno.
Frente a él, vio a un desconocido con el rostro descompuesto, acuclillado, con un pico en la mano. Filiberto sintió un nudo en la garganta y dejó escapar un grito de horror. El desconocido respondió, al unísono, con un grito parecido. El fósforo se apagó. Filiberto gritó de nuevo y la voz del otro respondió como un eco. Sin saber cómo, Filiberto terminó enlazado al desconocido, en medio de alaridos salvajes y de un olor a tierra seca que flotaba en el aire. Mejilla contra mejilla, cada uno intentaba tumbar al otro al suelo.
—¡Yo también estoy cavando!
Filiberto creyó oír que su adversario mascullaba estas palabras.
—Pero yo también.
—Y entonces, ¿por qué no tiene cuidado, maestro?
—Y usted, ¿por qué me agarra del cuello?
Se soltaron y se alejaron unos cuantos pasos.
—Alumbre para que pueda verlo —dijo el desconocido.
Filiberto encendió un fósforo. Mientras duraba la llama, se examinaron el uno al otro y luego estallaron en carcajadas. Buscaron la botella, bebieron a la salud de ambos y se pusieron a charlar. Pronto vieron llegar a Tobías, intrigado por todo ese ruido.
—Este es un colega —dijo Filiberto.
—Soy Andrés, el zapatero. Pero no estoy solo. Mi compadre Toledo se encuentra al otro lado, cavando con su pico.
—¿Cómo? ¿También hay otro? —preguntó Tobías, preocupado.
—La huaca es de todo el mundo, ¿no? Hay sitio para todos. Quiero llamar a mi compañero. Él tiene otra botella.
Algunos instantes después, los cuatro se hallaban sentados al pie de la huaca y hacían circular la botella de pisco para festejar por los tesoros enterrados. Habían olvidado momentáneamente el trabajo y se contaban, bajo secreto, historias de amigos que habían descubierto momias de oro macizo, mantos, brazaletes de plata. Excepto Filiberto, todos eran viejos buscadores que hacía años que venían, una vez al mes, a excavar en esta tumba y en otras similares. Pero hasta ahora sólo habían encontrado trozos de cerámica, huesos, conchas y botellas vacías de Coca-Cola.
—Todo está en tener suerte —dijo el mestizo Toledo—, pero también un poco de paciencia. A veces se sigue una buena pista, pero uno se cansa, se agota y se va y no vuelve más a ese lugar. Ya que somos cuatro, deberíamos aprovechar para trabajar duro y parejo en el mismo sitio. ¿Por qué no vamos por mi lado? Mi olfato no me engaña. La tierra es bastante blanda y he visto una lagartija que se mordía la cola.
Después de una breve discusión, se pusieron de acuerdo y dieron la vuelta a la huaca para llegar a la esquina del mestizo Toledo. Hicieron un último brindis. Como la noche era agradable, se quitaron las camisas y las anudaron a la cintura.
Al cabo de una hora de trabajo, los cuatro se hallaban al fondo de un hoyo tan profundo que debían arrojar la tierra por encima de sus cabezas. En el momento en el que los primeros gallos empezaron a cantar en los huertos de Santa Cruz, el pico de Tobías arrancó un sonido extraño del suelo. En seguida, todos se volcaron sobre ese punto y comenzaron a hundir sus herramientas con frenesí. En medio de su confusión, no se percataron de que una sombra se inclinaba sobre la fosa.
—Así que huaqueando, ¿no? ¡Policía!
Al alzar la cabeza, solo vieron el disco amarillo de la linterna. Luego, más abajo, las polainas de cuero. No había duda: era un policía.
—¿No han oído? ¡Vamos, salgan de ese hueco!
Los cuatro dejaron caer sus herramientas.
—Pero no estamos huaqueando —replicó el mestizo Toledo—. Nosotros somos albañiles y buscamos adobes.
—¡Ya veremos eso en la comisaría! ¿No saben que está prohibido huaquear?
—Un momento, jefe —interrumpió Tobías, dispuesto a jugarse el todo por el todo—. Tiene razón. Estamos cavando. Pero la autoridad ha llegado a tiempo. Necesitamos una linterna. Le juro que aquí hay algo, algo valioso. ¡Oiga cómo suena la tierra!
Cogió su pico y golpeó el suelo, de donde brotó un eco profundo.
—¿No se da cuenta? ¡Aquí, en el fondo, hay algo que choca con el pico!
—¡Seguro que es un cofre lleno de monedas! —agregó Filiberto.
El policía permaneció un instante sin decir nada. Examinó la fosa a la luz de su linterna, la apagó y giró la cabeza en dirección de la calle. En la claridad del alba se distinguía un patrullero estacionado a unos cien metros.
—Caven un poco más, pero muy despacio —murmuró él—. El teniente duerme en el auto y podría despertarse. En todo caso, mitad y mitad; si no, ¡todos al calabozo!
Luego de intercambiar miradas, los cuatro aceptaron el ofrecimiento y reanudaron su labor. El policía, acuclillado, los miraba trabajar, lanzando de vez en cuando una ojeada hacia la calle.
—¿Y? ¿Todavía nada? —preguntó—. Apúrense, ¡se va a hacer de día!
—¡Luz! —dijo de pronto Tobías—. He tocado madera.
La linterna descubrió el ángulo de una caja. Los huaqueros dejaron sus herramientas y comenzaron a quitar tierra con las manos. El policía los animaba desde arriba y luego acabó por saltar dentro del hoyo para alumbrarlos de más cerca.
Descubrieron la superficie rectangular de una caja. Se disponían a forzarla con sus palancas cuando una segunda silueta se irguió en el borde de la fosa. El policía soltó su linterna. Los huaqueros dejaron de trabajar. Recortado contra el cielo, con la mano en la cartuchera, el teniente los contemplaba en silencio. Sus ojos observaron con calma a cada uno de los participantes y luego se posaron largamente sobre la caja.
—Perdone… —se atrevió a murmurar Tobías.
—¡Silencio! —gritó el teniente antes de saltar dentro del hoyo.
Se inclinó y recogió la linterna. Dispersó con su bota unos terrones y pateó la caja. Los hombres lo miraron sin saber qué hacer.
—¡Tú, sal de aquí! —le dijo al policía—. Anda a vigilar la calle. Y ustedes, ¿por qué se quedan mirando? ¡Sigan sacando tierra, caracho!
Tuvo que repetir su orden. Desconfiados al principio, los huaqueros se ocuparon de liberar la caja, cada uno por una esquina. Cuando vieron que el teniente se quitaba el saco y se ponía a trabajar, se sintieron tranquilos y, haciendo un enorme esfuerzo, alzaron la caja.
—Ábranla aquí mismo —ordenó el teniente—. Afuera podrían vernos.
Los picos cayeron sobre la madera y la tapa no tardó en ceder. Las cinco cabezas formaron un círculo ceñido en torno a la caja mientras las manos de Tobías arrancaban las últimas planchas.
Fue un cráneo lo que apareció en primer lugar. El resto del cuerpo se hallaba cubierto por una tela gastada.
—¡Una momia! —gritaron todos al unísono.
Examinaron con mucha atención aquel montón de trapos y huesos. Nadie se atrevía a abrir la boca. El rumor de la resaca ascendía por el acantilado.
—¿Desde cuándo las momias tienen zapatos de cuero? —acabó por decir el mestizo Toledo, consternado.
—Es un feto —añadió Filiberto.
—¿Con esas costillas? Es un enano —afirmó Tobías.
—¡Imbéciles! —interrumpió el teniente—. ¿Están ciegos? ¡Es el esqueleto de un niño!
Luego de un momento de estupor, se iniciaron las lamentaciones.
Cada uno se desahogaba a su gusto. La culpa era de Dios, del diablo, de los búhos, de la lagartija, del policía. Cuando no supieron a quién maldecir, se callaron y miraron con desesperación. Al ver sus cabellos hirsutos, sus rostros cubiertos de polvo y con grandes ojeras, en el fondo de un hoyo, a esa hora de la madrugada, se sintieron ridículos y, espontáneamente, se pusieron a reír. Durante cinco minutos solo se escucharon las carcajadas que salían de la fosa, voces, pedazos de frases. Alguien arrojó una tibia que fue a parar al pie de la huaca El policía lanzó su gorra al aire. Todos se precipitaron en pos de las botellas y bebieron alegremente al lado del muerto.
—¡Pero voy a tener que denunciarlos! —dijo de pronto el teniente, recobrando la seriedad.
Entonces cesaron las risas.
—¡No se pueden quedar aquí! —agregó—. Tal vez se trate de un asesinato.
Tobías protestó.
—¿Qué le va a decir al comisario? ¡Usted también está metido en este asunto!
—¡Al diablo! —refunfuñó el teniente—. Está bien, yo me voy. ¡Me tapan el hueco y que no quede fuera ni un solo hueso!
Volvió a ponerse el saco y emergió de la fosa lanzando maldiciones. Se dirigió hacia el auto donde lo esperaba el sargento. Desde el fondo del hoyo, los huaqueros oyeron que el vehículo se ponía en marcha. Permanecieron inmóviles durante algunos minutos, extenuados, habiendo perdido todas las ganas de reír, rumiando su decepción.
—¿Tapar esto? Ni hablar —dijo el mestizo Toledo, recogiendo sus herramientas.
—¿Y si nos llevamos la caja? —sugirió Filiberto—. Podríamos quemarla como leña.
Tobías lo miró boquiabierto.
—No es mala idea —dijo y sujetó el ataúd.
Lo puso al revés y su contenido cayó a tierra. Luego lo levantó sobre sus hombros y enrumbó hacia las casuchas, se guido por sus compañeros. Cuando habían recorrido la mitad del camino, los cuatro volvieron a estallar en carcajadas. Se habían olvidado de las momias y todo lo demás. Sólo pensaban en las buenas papas que iban a asar para el desayuno, sobre las brasas de aquellas viejas maderas.
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