Steve Rasnic Tem (EUA, 1950)
El escondite
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, septiembre de 2015.
Todas las casas en las que Jeniffer había vivido tenían un escondite. Un lugar secreto en el fondo de un armario, o detrás de una puerta, o debajo de un porche. Un lugar donde los pensamientos eran privados y donde podía ser lo que ella más deseara.
Jeniffer pensaba que quizá todas las casas eran así. O mejor aún, quizá bastaba con inventarse los escondites porque era necesario tenerlos y eso los hacía aparecer. Como cosa de magia.
Jeniffer nunca había entrado en ninguno de los escondites de ninguna de las muchas casas en las que había vivido. Siempre tuvo demasiado miedo.
Lo que sí hacía era meterse dentro de sí misma y soñar en cómo sería todo dentro de aquellos escondites. Los sueños no siempre eran agradables.
En esta casa, el escondite estaba debajo del porche de ladrillos, en el frío extremo norte, junto a un arbusto, donde nunca iba nadie, ni siquiera sus padres. Su mamá decía que la tierra era demasiado mala como para poner allí un parterre de flores. El agujero se había formado al faltar cinco o seis ladrillos. Era la única abertura debajo del porche, todo lo demás era puro ladrillo. Jeniffer alcanzaba a ver la tierra negra de dentro y, si se colocaba a pocos metros de distancia, que era todo lo más que llegaba a acercarse al escondite, veía un viejo zapato enmohecido y, un poco más adentro, una botella de color marrón.
Aquélla era su duodécima casa, suya y de su mamá; había tenido más casas que años llevaba cumplidos. Esta vez tenía un papá —no era sólo el novio de mamá—, y ella le había prometido que le duraría. No estaba mal, pero a veces era un poco gruñón, aunque también le leía cuentos y la llevaba de paseo y le decía que la quería, pero se lo decía de verdad. Ninguno de los anteriores se lo había dicho nunca.
Ella estaba crecida para su edad. Y quizá fuera un poco regordeta (“mi gordita”, la llamaba su nuevo papá, y se reía). Y era más alta que todos los niños de su clase. “De huesos grandes”, había dicho su nueva abuela y le había dado una galleta de chocolate y un poco de leche. A su nuevo papá no le gustó aquello. Dijo que de aquella manera no se hacía más que contribuir a que comiese demasiado.
Según su nuevo papá, estaba bien ser más grande que los demás niños, pero de todos modos la hacía correr todo el tiempo. Y la hacía tomar clases. Y la obligaba a ponerse una ropa que no le hiciese parecer tan grande.
Decía que se preocupaba por ella y eso estaba bien. Pero a su nuevo papá no le gustaba que estuviese gorda. Ella lo notaba. Su mamá se pasaba la vida diciendo que estaba gorda porque era haragana y porque su aspecto le daba igual. Y a su nuevo papá no le gustaba que su mamá le dijese esas cosas, pero la cuestión era que siempre se las había dicho, de modo que Jeniffer no creía que fuese a dejar de hacerlo.
Además, a Jeniffer todo aquello ya no le fastidiaba tanto como antes. Al menos, no demasiado. Se acostaba en la cama y se imaginaba que se encontraba en el escondite. Se imaginaba cómo era estar en el interior del escondite. Se imaginaba que en él había un perrito al que podía mimar. Se imaginaba un montón de cómics y de batidos cubiertos de helado, como los de la tele. También pensaba en un paquete de galletas, y veía el escondite lleno de flores aunque fuese oscuro y la tierra no sirviera para sembrar nada.
A pesar de todo, la mayor parte de las cosas que se imaginaba eran malas; víboras y lagartos con lenguas enormes, escarabajos negros y larvas blancas que comían cosas muertas y putrefactas, y ropa interior vieja, y cosas tan horribles que no podía nombrar y que se retorcían, ahondaban en la tierra y llegaban al fondo del escondite.
Pensaba que tal vez fuese malo que imaginara esas cosas, pero no podía evitarlo, se le ocurrían. Además, al imaginárselas, se sentía un poco mejor; y le parecía extraño y malo que fuera así. Tal vez todo ocurriese porque ella era muy, pero muy mala.
Sin embargo, nunca entraría en un escondite. En ninguno de ellos. Tenía mucho, mucho miedo. Podía ocurrirle algo por hacer todas esas cosas feas. Tal vez —y le costaba mucho pensar en ello—, tal vez si se metía en uno, se transformaría en algo horrible. Por eso nunca entraría en ninguno. Se conformaría con imaginárselo.
Además de ser grande para su edad, tenía otro problema más: Robert. Robert tenía cinco años. Robert era su nuevo hermanito.
Hacía tiempo, el nuevo papá de Jeniffer había tenido otra esposa y Robert era su hijito. Después, la otra esposa hizo algo muy, pero muy malo, y por eso ya no vivía más en aquella casa. Robert ya no era un bebé. A Jeniffer le gustaban los bebés; los bebés eran lindos. Robert era el hijo de su nuevo papá, y su nuevo hermanito.
El nuevo papá de Jeniffer quería mucho a Robert.
Eso estaba bien. Se suponía que tenía que quererlo. Porque era un buen papá.
El problema estaba en que Robert era demasiado pequeño para que resultara divertido. Y cada vez que su nuevo papá quería llevarla a ella a algún sitio, el pequeño Robert quería ir también. Y su nuevo papá terminaba siempre cediendo.
Y su nuevo papá no hacía más que repetirle que no le gritara a Robert, o impedía que lo sacara a empujones cuando se metía en sus cosas. Su nuevo papá no cesaba de recordarle que ella no se daba cuenta de lo grande que era, y que podía lastimarlo. A eso le llamaba “abusar”. Jeniffer no lo entendía. Robert se pasaba todo el rato haciéndola enfadar y ella no quería que la hiciera enfadar. La asustaba estar enfadada.
Su mamá siempre decía que tenía muy mal carácter.
Hoy Robert quería jugar con ella un poco más. Quería que lo llevara afuera.
—¡Jubemos a los soldados! —repetía a gritos.
Jeniffer se lo quedó mirando. Era muy lindo cuando se entusiasmaba tanto con algo. Y a veces a ella le gustaba de verdad jugar con él. Su nuevo papá decía que Robert “la respetaba”. Y eso le parecía bonito.
Pero él era demasiado pequeño para ella. Y ella no tenía ganas de jugar afuera.
— ¡Jubemos a los soldados! —chilló él.
—¡Calla! ¡Que nos meterás en líos!
—¡Le contaré a papá que… que me has pegado! —Robert pareció muy contento de haber dicho aquello.
—Me parece que no se lo creerá.
—Mamá sí.
Jeniffer supuso que el pequeñajo tenía razón. Y en aquel preciso momento entró su mamá.
—¿Qué ocurre aquí?
Su mamá tenía cara de haberse levantado de la cama hacía muy poco. Llevaba el cabello como sucio. A Jeniffer le parecía que su mamá ya no era guapa. Y eso hacía que Jeniffer se preguntara por qué su mamá se pasaba todo el rato diciéndole a ella que tenía mal aspecto.
Robert se mostró muy triste. Era muy bueno haciéndose el triste.
—Jeniffer no quere jubar conmigo.
—Sal y juega con él, Jeniffer.
—Pero, mamá…
—Haz lo que te digo. Es preferible que salgan a que estén aquí adentro peleándose a gritos y despertándome.
Y así, Robert salió corriendo y Jeniffer lo siguió, mientras trataba de no decir nada. Pero entonces Robert corrió hacia el extremo norte de la casa.
Jeniffer sintió un dolor en el pecho.
—¡No vayas hacia allá! —gritó tan fuerte que Robert se detuvo y se volvió a mirarla. Parecía sorprendido y un poco asustado—. Juguemos en otra parte, Robert.
Robert la miró durante un ratito.
—¡No me da la gana! —contestó luego. Y a continuación se volvió y siguió corriendo hacia aquel lado de la casa.
—¡Robert!
Y de pronto, Jeniffer echó a correr también hacia aquel lado de la casa.
Al doblar la esquina, se encontró a Robert agachado delante del agujero.
—¡No, Robert!
El niño se volvió y se la quedó mirando.
—El bujero no es tuyo —dijo él—. Papá y yo ya teníamos esta casa antes que tú vinieras.
Jeniffer volvió a sentir un dolor en el pecho. Por unos momentos le costó respirar. Observó con los ojos muy abiertos que Robert empezaba a meterse en el agujero.
—¡No entres ahí!
El niño se detuvo y volvió la cabeza.
—¡Que el bujero no es tuyo!
Jeniffer quiso explicarle que aquél era su lugar, su lugar secreto, el que se había hecho porque se lo imaginaba y porque pensaba en él y que conocía las cosas que podían esconderse allí. Pero que no se animaba a meterse en el agujero, que tenía mucho miedo. Entonces, ¿cómo iba a ser de ella?
—Es peligroso.
Fue lo único que se le ocurrió decirle. Robert pareció un poco preocupado.
—¿Y por qué?
—Porque ahí dentro hay cosas, bichos, y… Y otras cosas con patas largas y finitas con las que te agarrarán.
Se echó a temblar al decirlo. En la cabeza comenzaron a formársele imágenes, pero intentó apartarlas.
Robert la miró con los labios fruncidos en un puchero. Y si no hubiera estado tan enfadada con él, hasta hubiese podido parecerle lindo.
—No te creo —dijo Robert—. Es mentira.
—No, es la verdad.
—Eres una mentirosa y Dios no quiere a los mentirosos. ¡Los quema!
Y cada vez había más imágenes que luchaban por meterse en la cabeza de Jeniffer. Ella siguió mirando a Robert con todas sus fuerzas y pensando en que era su hermanito y en todas las veces que había sido bueno con ella. Pero las imágenes se hacían más y más fuertes.
—¡Está bien, me importa un pito que entres!
Y se lo gritó tan de prisa que ni siquiera se dio cuenta de que iba a decírselo. Robert se encontraba ya medio metido en el agujero cuando Jeniffer creyó conveniente retirar lo dicho.
—¡No, Robert, vuelve, no entres!
Y era tal el susto que tenía, que dejó que las lágrimas le entraran todas de golpe en la cabeza.
Y una fina línea cayó sobre la espalda de Robert, seguida de otra, y después de otra. Jeniffer logró ver cómo su pequeña camiseta amarilla se abultaba en los sitios donde las líneas, las patas, hacían presión.
Robert había empezado a gritar cuando la última pata alargada se le enroscó alrededor del trasero y terminó de meterlo de un tirón. Y después, ya no gritó más.
Jeniffer se dio la vuelta y echó a correr.
Nunca encontraron a Robert. Al final, la policía llegó a la conclusión de que la otra esposa de su nuevo papá había ido hasta allí y se lo había llevado, por eso ordenaron su búsqueda. Pero nadie sabía dónde estaba. Jeniffer les contó a todos que estaba en el patio de atrás cuando Robert se fue corriendo a la parte de delante. Y que ésa fue la última vez que lo vio.
Su nuevo papá se puso muy triste. A veces, tenía a Jeniffer sentadita durante un largo rato sobre su regazo, y la abrazaba muy, muy fuerte, sin decir nada.
Su mamá la miraba y nada más. Pero al menos ya no comentaba cosas feas de ella. Sólo una vez le dijo muy, muy bajito:
—A éste también acabarás espantándomelo, ¿verdad?
Jeniffer no entendió muy bien qué había querido decir con aquello. Jeniffer sabía que era mala por dentro. En la cabeza tenía las imágenes de su maldad. Eran muy feas, horribles.
Por eso nunca entraba en ningún escondite. Porque en los escondites guardaba toda su maldad para que nadie la viera.
Cómo echaba de menos a Robert. Su hermanito le había gustado mucho, más de lo que ella imaginara. Después de todo, era el único hermanito que había tenido. Y tal vez hasta había llegado a querer a Robert, pero después decidió que ella no tenía ni idea de lo que eso significaba.
Pronto debería visitar el escondite. Igual que Robert. Igual que Robert, iba a tener que entrar en el escondite.