Stephen King (1947)
La imagen de la muerte
Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, abril de 2013
—Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. Lo aseguramos por accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto.
Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Johnson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarlo.
—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico.
Era un hombrecito regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, los contempló impasible. Era un corredor largo y Spangler miró las paredes y lo que estaba colgado en ellas con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas, novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.
En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, ornamentada con cursilería y rematada por una ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert (“visitas acompañadas cada hora, 1 dólar los adultos, 50 centavos los niños”… Ridículo) contenía un noventa y ocho por ciento de flagrante basura, el dos por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el…
—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado… incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros… (palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un hermano…
—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco bien la historia del espejo Delver.
—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—. Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de Pensilvania en 1746, por no hablar de…
—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad…
—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor Spangler.
—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la… jamás causó tantos incidentes como el espejo Delver.
—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su edad—. En efecto.
Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él… un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.
Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de una antigua bicicleta tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.
A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: “ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA”. Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la sombra:
—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día y ver… lo que los demás vieron.
—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.
Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter la llave en el candado.
—Habría que cambiarlo —dijo—. Es… ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último peldaño, pálido en la oscura penumbra.
—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler. Carlin no contestó. Parecía paralizado.
—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.
Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo transmitiera alguna clase de corriente.
—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar… esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza, casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil pedazos…
—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o manchas de sangre junto a la firma. Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a exageraciones y coincidencias…
—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?
Spangler contempló con una mueca al ciego Adonis.
—Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates —prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a la parte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del cristal), cuando el muchacho levantó la mano. “¿Y qué me dice de esa mancha negra que hay en el ángulo superior izquierdo?”, preguntó. “Parece una tara”. Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien…, de alguien vestido de negro, de pie detrás de él. “Parecía un hombre”, dijo. “Pero no le pude ver la cara. Ya no está”. Y no dijo más.
—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte… creo que esto es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?
Carlin rió con tristeza.
—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es… que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?
—Sí. ¿Podemos subir ahora?
—Muy bien —dijo Carlin.
Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos silenciosamente.
El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, en un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de madera.
Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.
—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente indignado.
—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin… todo estaba claro, bien definido, casi tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era…
La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:
—Carlin.
Carlin no dijo nada.
—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el espejo!
No obtuvo respuesta.
Spangler lo miró fríamente por el espejo.
—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!
—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima!
Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente sobre el espejo.
—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.
—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler. Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con firmeza—. Ni más ni menos…
—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de camino de la exposición de arriba cuando…
—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.
—… cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor de Dios!
Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.
—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a…
—Su camiseta… Vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera… Después…
—… vomitar.
Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.
—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.
—¿Spangler?
Pero ya se había ido.
Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla, pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho…
¡Dios…!
Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver.
No había nada.
La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tennyson, casi olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: “Estoy medio mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott..”
Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso. Había bajado y…
Y nunca más había vuelto.
Jamás.
A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.
Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, precisamente cuando el juez Crater…
Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba. Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.
Y esperó.
Y esperó.
FIN