Alfredo Bryce Echenique
Florence y “Nós três”
(Todo parece indicar que no soportará este invierno)
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción. Universidad del Pacífico, junio de 2015
A Hélène y Jean-Marie Saint Lu
Cuando conocí a Florence pensé inmediatamente que la vida no podía ser así. Pero esa no fue la primera vez que la vi. En aquella oportunidad supe cuál era su nombre y que iba a ser mi alumna. Ya la había visto horas antes, en la calle que llevaba hasta la pequeña escuela de madame Beaussart. Yo estaba en el suelo, caído, profundamente avergonzado y solo. Fue entonces cuando noté que, a mi derecha, alguien pasaba esquivándome, sin mirarme, haciéndose simplemente a un lado como quien evita un desagradable obstáculo en su camino. Dos piernas delgadas, muy bellas, y cuando se alejaron pude ver que eran las piernas de una muchachita rubia, con el pelo recogido sobre la cabeza. Se alejaba y luego entraba, metros más allá, por el portón de la misma escuelita en que yo daba clases de castellano. No se me ocurrió que era una nueva alumna.
El invierno malo había empezado en noviembre. Era el tipo de invierno que puede hacerle a uno mucho daño. Oscurecía demasiado pronto y casi todos los días desde una semana atrás llovía con ese viento que arroja el agua por la cara, sobre los anteojos. Hacía un frío gris oscuro, terriblemente triste, y mi padre había muerto semanas atrás en el Perú.
Se puede odiar París en épocas así. Yo, que hacía tiempo me había considerado un hombre con suerte porque había encontrado un cuartucho en el Barrio Latino, y un trabajo no muy lejos, en el viejo Marais, tendía ahora a no encontrar más que tristeza en un cuarto cuya única iluminación era una claraboya por la que entraba más agua que luz. Me caían gotas de lluvia, me despertaban la humedad y el tactac de las gotas. Detestaba también mi trabajo, porque desde semanas atrás lo que iba sintiendo mientras caminaba hacia la escuelita oscura, helada, de paredes húmedas y desoladas, era como la prolongación del malestar total que diariamente me obligaba a abandonar mi habitación huyendo de algo.
Había perdido interés en todo cuando conocí a Florence. Pero tenía que comer y por eso nunca me planteé el problema de abandonar a madame Beaussart. Ni siquiera cuando pensé en el daño que me iba a hacer otro invierno más metido durante varias horas en sus inhóspitas salas de clase, luchando siempre para que me cambiaran el horario de tal manera que me quedara algo de la calefacción que ella utilizaba durante sus clases, y que apagaba avaramente no bien terminaba su hora. Otro invierno más, pues, diciendo reglas de gramática española y cosas por el estilo sin poderme quitar ni el abrigo ni la bufanda, ni siquiera la boina porque hacía tanto frío. Y los alumnos, los alumnos siempre alejándose del profesor porque, a medida que el radiador de gas se iba enfriando, ellos retrocedían sus sillas y mesas en busca del poco calor que quedaba allá en el fondo. Los más atrevidos a veces lograron que los dejara escuchar mis clases sentados encima de la calefacción.
Había sido un trabajo fácil, tonto. En todo caso me había permitido descargar un poco de bilis contra el país que me acogía, algo que todo extranjero siente alguna vez ganas de hacer en París. Conocer a fondo la escuela de madame Beaussart, sus increíbles astucias para contratar profesores y hacerlos pasar por alumnos con tal de no declararlos al fisco, me permitía desahogarme diciendo que cualquier escuelita rural de nuestra América Latina funcionaba en mejores condiciones que el oscuro escándalo que la avara directora tenía montado en la Rue des Francs-Bourgeois. La vieja era el demonio, nos apagaba el gas, no nos daba seguro social, nos estafaba en las cuentas al pagarnos, y ella misma era capaz de dictar cualquier curso, aun de enseñar un idioma que no conocía, con tal de no tener que contratar un nuevo profesor.
Con los alumnos la cosa era tan mala o peor. Casi todos eran medio tarados, es lo menos que se puede decir; eran casos, si se les puede llamar así. Habían fracasado en los liceos, en todas partes, y si estaban allí era porque sus padres no habían encontrado mejor manera de deshacerse de ellos o porque no habían encontrado otro lugar donde enviarlos para ver si por lo menos terminaban el colegio. Una vez indagué entre los alumnos para ver cuánto pagaban por venir a estudiar en ese antro de cuatro piezas amenazado de demolición. Para mi sorpresa, descubrí que cada uno pagaba una suma diferente. Comprendí que la vieja regateaba sus precios y que aceptaba cualquier suma con tal de ganarse un alumno más. Pagaban de acuerdo a sus posibilidades y madame Beaussart se los sacaba en cara cuando les apagaba la luz, diciendo que aún no había oscurecido. Pero allí siempre estuvo oscuro y siempre fue necesario encender la luz. No se podía, sin embargo, porque la vieja cerraba la llave general para evitar que los profesores encendieran. Nadie se quejaba. Imposible hacerlo. Sabíamos muy bien que nuestro empleo dependía de un hilo, que no teníamos ningún tipo de seguridad en nuestros puestos y que cualquier queja que nos hiciese impopulares ante la vieja nos causaría un inmediato reemplazo por cualquier otro estudiante de facultad, de esos que andan siempre necesitados de dinero. Todos los profesores éramos estudiantes y enseñábamos muchas veces lo mismo que estábamos aprendiendo en la facultad. Yo mismo llegué a ser profesor de alemán un año, y cuando me preguntaban algo que no sabía, contestaba diciendo que eso no tocaba hasta la semana próxima. Me iba a casa y lo estudiaba. En el fondo, por temor a la miseria, todos éramos cómplices de madame Beaussart.
Pero ahora había perdido el sentido del humor, sin lograr encontrar algo con qué reemplazarlo. Me sentía mal, eso es todo, y cuando estaba en mi cuartucho sólo esperaba el momento de partir a la escuela, pero ya, también hacía rato que el trabajo no lograba producirme ningún alivio. Durante algunas semanas la diaria caminata hasta el Marais era la única salvación, pero también eso últimamente había empezado a producirme una extraña tristeza, un horrible malestar.
El invierno hizo el resto. Yo sentía que algo iba a pasar. Tenía miedo mientras avanzaba por las destartaladas calles que llevaban a la escuela. Abundaban por ahí unos hombres pálidos, muy sucios, de terno, corbata y sombrero negros. Eran unos tipos pálidos, muy sucios, con los cuellos de las camisas gastados e inmundos, y yo siempre me preguntaba cómo puede uno salir así por las calles de París sin sentirse mal, muy mal. Iban hacia alguna parte como llevados por un místico afán y no se daban cuenta de que, a su paso, dejaban sobre el disminuido peatón que era yo una indecible propensión al desaliento. No se puede tener fe con una mañana tan oscura, tan horrible y lluviosa, en un barrio cuyas veredas están permanentemente regadas de caca de perro. Pero ellos iban a algún lugar, asquerosos. Era también una época en la que ya no miraba al interior de los cafés que encontraba a mi paso, mediocres, pobres, y en cuyo oscuro interior se tambaleaban, temblando por una copa de vino, las mismas mujeres coloradas y alcohólicas cuya terrible angustia me producía espanto y me perseguía en pesadillas y temores.
Los clochards envidiaban y reclamaban mi abrigo, simpatizaban con mi descuidado bigotazo, tal vez también con mi vieja boina negra y con mi desteñida bufanda de lana. Por eso estoy seguro de que cuando Florence me esquivó asépticamente, vivió un poco lo que se vive cuando se esquiva a un borracho que ha caído derrotado en una calle. Eso me hundió mucho, hizo que me fuera particularmente difícil incorporarme. Tenía barro en las rodillas y caca en el zapato derecho, caca que pisé y que me había hecho resbalar. Tres personas me miraron al pasar, tal vez alguna pensó que tan joven y ya en ese estado. Esto más que nada debido a mi abrigo, a su fea vejez, su enormidad, su excesivo peso, la forma en que estaba completamente pasado de moda y en que los hombros se resbalaban hasta llegarme casi a los codos. Mientras me levantaba recordé que allá en Lima yo había sido un joven elegante, ágil, optimista. Ahora en cambio arrancaba la bufanda de mi cuello para secarme las rodillas y luchaba por dejar la caca de un zapato al borde de la vereda, en un trozo de papel mojado, luego. Luchaba y al mismo tiempo esperaba que se me viniera encima la consecuencia de lo que me acababa de ocurrir, algo tenía que ocurrirle a mi estado general. Avancé unos metros y pasé por debajo de unos andamios porque eso trae mala suerte de una vez por todas. De algún tubo, de algún tablón me cayó una pesada gota de agua en la nuca desnuda. Traté de abrigarme con la bufanda, pero imposible seguir a la gota que resbalaba enfriándome enfermizamente la espalda. Sentí que sucumbía al efecto de las mujeres alcohólicas del barrio. Y, sobre todo, sentí que se había producido en mí algo así como un gran venimiento abajo.
También comprendí que era muy tarde para Florence. El invierno se encargaría de ella y, pensar que iba a salir bien de esa prueba habría sido confiarse a un azar con el cual ya no podía contar. Tenía aún las rodillas húmedas cuando me tocó entrar a esa clase de solo cuatro alumnos y descubrir que había una cara nueva, una cara en que se adivinaban las infinitas posibilidades de la ternura, del cariño sin interés, del amor sin búsqueda ni deseo. Pero sería otra persona la que iba a gozar de eso, un muchacho del pasado sería quien se iba a reír con ella, a bromear a lo largo de semanas y de meses, un muchacho lejano, aquel que yo había sido. Para mí era ya imposible, nunca pude admirar sino de lejos a la niña adolescente, nunca pude más que regalarle sonrisas y bromas con que imitaba al joven que alguna vez fui, era del muchacho de antes de quien copiaba posturas, palabras y actitudes para responder a los frágiles y alegres embates de Florence, a las tiernas y encantadoras malacrianzas de niña demasiado mimada con que iba a agotar las pocas energías que me quedaban, con que iba a entibiar un corazón inalcanzable.
Pero nada para el hombre actual, el que debía enfrentarse diariamente con una preocupación constante al fondo de la cual, desde que apareció Florence, estaba la muerte. Escuchar su historia, relatada a lo largo de nuestro primer encuentro, olvidando por completo y con maldad la mediocridad y la total falta de interés de los demás alumnos, fue caer en una idea fija que logré resumir en unas cuantas palabras que a diario me repetía al regresar por los callejones del invierno hasta mi cuartucho: todo parece indicar que no soportará este invierno.
Tal vez ella también jugaba conmigo imitando los gestos y sonrisas de la niña que hasta poco tiempo atrás había sido. Ahora estaba enferma, no sé cómo, pero estaba delgada y enferma. Yo viví eso. Su enfermedad, su profunda debilidad, la fragilidad de su belleza encerrada entre los húmedos paredones de aquel recinto que juntos tratábamos de alegrar con recuerdos de un pasado que prometió tanto. Florence necesitaba jugar, molestarme, alegrarme la existencia, y desde el primer día adivinó que la historia de su vida era mi cuento preferido.
Nos fuimos por ahí. Por los jardines de su educación anacrónica, por el teatrín de su vida, y cada día había una nueva aventura, algún nuevo episodio con que exorcizar la fealdad del salón de clases, la falta de interés de los demás alumnos, mi creciente preocupación por su debilitada salud. Nada pudo detenerla desde aquel día en que me preguntó si ella era la reina y yo le respondí que sí, para desesperación de sus compañeros que veían cómo le daba las mejores notas y que no pararon hasta protestar ante madame Beaussart, acusándome de tener una debilidad por Florence. Demasiado tarde. Florence pagaba más que los otros, era la única alumna inteligente, venía de una gran familia y la vieja se sentía orgullosa de tenerla en su asquerosa escuela. Si había alguien que pudiera mantenerla contenta, tanto mejor para la vieja. Teníamos, pues, su aceptación.
Florence no había podido resistir la bulla y el desorden de los liceos. Su defecto a la columna vertebral tampoco le había permitido ser una alumna normal y corriente. La habían educado en casa y era capaz de recitar a Racine, a Corneille, a Molière. Era capaz de hablar como se hablaba en el siglo XVII y nunca, desde que se dio cuenta de que eso a mí me encantaba, dejó de hacerlo para desesperación de sus compañeros. Yo me encargué de ellos. Yo los amenacé con notas desaprobatorias (después de todo las merecían siempre), si es que se metían con Florence. Además, también ellos sucumbieron a su encanto y poco a poco pude notar que la iban queriendo y admirando más. No eran tan tontos para no darse cuenta de que Florence era algo especial, nunca visto, y desde la mañana en que uno de los alumnos dijo que era, en efecto, una reina, el problema quedó resuelto.
Desde entonces nos dedicamos todos a verla pasar el tiempo en el colegio. Se crearon leyes especiales según las cuales Florence decidía cuándo se debía estudiar y cuándo no, cuándo un texto valía la pena de ser estudiado o dejado de lado por otro que ella encontraba más interesante. Pero todo fue perdiendo interés a medida que ella se dedicó a ponernos al día de sus actividades fuera de la escuela. Se hacía de rogar. A veces hasta llegaba tarde porque sabía que nos encontraría ansiosos de noticias, qué había hecho ayer, ¿salió ayer domingo por la tarde a bailar el vals en alguna inaceptable fiesta de disfraces?
Florence se reía de nosotros. Confesaba, imitando gestos de pánico, que si algún día me hubiese encontrado por la calle con mi abrigo y mi bigote habría salido disparada de miedo. Nos lanzaba a la cara la fealdad de nuestras casas en comparación a la suya, un antiguo palacio en el que vivió una vez madame de Sevigné. Allí transcurría su vida con su hermano Fabricio, de quien trajo fotografías sentado al piano, atendido a la mesa por un mayordomo árabe que más parecía el valet de algún pequeño príncipe. Nos reprochaba la mediocridad de nuestras vidas, nuestra incapacidad para tocar al piano un concierto de Mozart. Florence era una gran pianista, nadie como ella, según su profesora del conservatorio, para interpretar a Schumann, ahí empezaba el diario concierto, sus manos corrían sobre la mesa, sus dedos se agitaban y yo le pedía que en vez del concierto número diecisiete de Mozart me tocara el “Carnaval” de Schumann, cada uno le pedía algo distinto, ella entonaba e interpretaba, cuántas veces jugamos a lo mismo pero eso tenía que cesar porque se fatigaba mucho, y desde luego pareció cesar esa mañana en que estalló en llanto porque el médico la había encontrado peor de la lesión y tenía que abandonar sus lecciones de piano en casa.
Qué no trató de hacer cuando se dio cuenta de mi desconcierto, de mi preocupación, del deplorable estado en que su llanto me había dejado. La miraba llorar, y la estrechez de sus hombros gimiendo me partía el alma, me impedía encontrar palabras de consuelo, yo no estaba autorizado para acariciarla y tal vez eso era lo único que hubiera podido hacer por ella en medio de la terrible angustia que me producía la idea de su muerte. Su debilidad avanzaba, era visible en la forma en que su frágil espalda se encorvaba no bien sentía alguna fatiga. Pero Florence era incapaz de aceptar que la vida no fuera bella y alegre. Esa mañana, después de llorar, me estuvo volviendo loco, no paró de arrojarme bolitas de papel en su afán de convencerme de que nada había ocurrido.
Al día siguiente vino particularmente nerviosa. Nuevamente empezó a arrojarme bolitas de papel y, cuando yo la amenacé con castigarla, me respondió diciéndome que eso me daría tanta pena que el verdadero castigado sería yo. Le di toda la razón y se quedó encantada. Pero ya yo había notado que estaba muy nerviosa. Varias veces anunció el Carnaval de Schumann, pero nunca pasó de poner las manos en posición inicial. Al darse cuenta de que lo estaba observando todo, cambió de táctica y recurrió a sus habituales movimientos de brazos. Los agitaba rítmicamente y contaba mientras tanto uno, dos, tres. Decía que estaba haciendo gimnasia para la columna y que de paso iba a entrar en calor porque, como siempre, hacía un frío de perros. Un día hizo algo que me entristeció mucho. Se estaba quejando de frío y yo, por fastidiarla, me quité el abrigo y se lo ofrecí. No bien lo tuvo puesto, empezó a imitar a un clochard tambaleándose borracho. Se me acercó y me pidió un franco para vino, y un cigarrillo. Eso era yo para Florence. Yo que perdoné su palacio, su costosa educación particular, sus anacrónicas institutrices, sus sirvientes árabes en París. Yo que acepté todo aquello con abierta complicidad, por tratarse de ella. Esa era la imagen que de mí daba mi abrigo. Y aunque hubiese tenido dinero para cambiarlo, ya era muy tarde. Me había contagiado. Me sentía así con o sin abrigo. Así era yo desde aquella sucia e invernal caída.
A fines de enero nevó y Florence vino a clases muy debilitada. Varias veces se quejó del frío que hacía en el salón y yo siempre le cedí mi abrigo, pero ya nunca me repitió la broma de clochard que pedía un franco para vino, y un cigarrillo. Se lo ponía sobre los hombros y pude darme cuenta de que cada vez le costaba más trabajo resistir su peso, constantemente trataba de acomodárselo como si la estorbara. Si no se lo quitaba era solo por delicadeza hacia mí, porque cada día se preocupaba más de que todo transcurriera de la mejor manera entre nosotros. Tal vez pretendía que no notara nada. Pero yo estaba muy consciente y podía notar que el apacible y frío viento de la muerte la rondaba con mayor certeza ahora que había recrudecido el invierno.
Un día jugamos a que la nieve no era grave. Fue al terminar el día de clases, en la Rue des Francs-Bourgeois. Regresábamos cada uno a lo suyo y ella me sorprendió con una bola helada que reventó sobre mi pecho. Yo simulé recoger una inmensa cantidad de nieve y ella simuló correr aterrada. Solo le arrojé un puñado de nieve y ella a duras penas si dio un paso atrás para evitar que le cayera. Después fingimos estar agotados al cabo de una larga guerra y caminamos uno detrás del otro hasta la esquina en que nuestros caminos se separaban. Era absurdo despedirnos como dos amigos que han estado juntos. Yo era el hombre con el abrigo ese y su padre acababa de alquilar un palacio en Venecia para pasar la primavera. Tampoco era ella mi alumna y yo un profesor. Y teníamos que dialogar para separarnos, teníamos que decirnos algo para decirnos adiós.
—Monsieur —me dijo—, mi honor me impide quedarme con la última bola de nieve. Mañana vendré armada de verdaderas municiones, arcabuces y dardos envenenados, para librar mortal batalla con el agresor extranjero.
—Florence: como te atrevas a arrojarme algo en clase vas a ver conmigo. Estoy harto de tu mala conducta. Es un pésimo ejemplo para tus compañeros. Tienes que empezar a portarte como es debido.
—Monsieur: pero qué quiere que haga, piense que soy solo una muchacha de quince años.
Sabía muy bien hasta qué punto su frase me había conmovido, hasta qué punto había despertado en mí al muchacho que una vez fui. Aun sabiendo que ya era demasiado tarde, sentí que nunca había estado tan cerca del mundo de Florence. Después, a medida que avanzaba hacia su casa, observé la dificultad con que caminaba sobre la nieve, la debilitada estrechez de sus hombros, la excesiva finura de su espalda, la blanca fragilidad de sus piernas. Y llevaba un pañuelito al cuello. En el palacio de Venecia, en el antiguo palacio de madame de Sevigné, Florence, contrariando a sus padres e institutrices, debía expresarse con afectuosa y poética ternura cuando hablaba de los clochards. Pensé en eso y también en que esas ideas tan liberales en ella contenían toda la rebeldía de que Florence era capaz frente a su mundo. Y yo era responsable de tal cosa. Era la parte que me había tocado en su vida. Me fui alejando hacia el Barrio Latino, y con el frío y la nieve me vinieron otras ideas igualmente tristes y tiernas. Continuaba pensando en Florence, al ritmo impuesto por mi abrigo. Todo parece indicar que no soportará este invierno. Eso me lo repetía siempre.
A fines de marzo, cuando Florence cayó enferma, decidí que me era completamente imposible seguir trabajando. Llamé a madame Beaussart y le dije que estaba con una fuerte sinusitis y que iba a faltar por lo menos una semana. Ella me dio licencia con la misma bondad con que acogía cualquier ausencia de un profesor: solo pagaba las horas de clases efectivamente dictadas. Pero qué. Tenía el cuarto pagado y tickets para el restaurante universitario. Con unos cuantos paquetes de cigarrillos todo estaba resuelto hasta que Florence regresara a clases. Si regresaba.
Aproveché para volver a merodear por la cafetería del restaurante de Censier, siempre plagada de estudiantes porque allí el café era más barato y más malo y más frío también. Pero había buena calefacción y todos esos latinoamericanos resolviendo los problemas de sus países, siempre al acecho de alguna estudiante con la que el sexo fuera más fácil que en el Perú o en Bolivia. Era un mundo de abrigos como el mío y un tipo como yo hasta podía tener éxito. Regresé, pues, aunque siempre pensando que al hombre que una vez fui le habría correspondido alguien como Florence, y que mi única oportunidad en la vida de acercarme a ese mundo me había llegado demasiado tarde. Además, Florence debía estar ya muy enferma. Me sentía aislado y solitario. Tal vez una muchacha que tiempo atrás me había interesado anduviese por ahí. Tal vez entonces me acercaría a algo como en la primavera pasada, como antes de que mi cuartucho se convirtiera en la cárcel de las ideas malas. O como antes de que mi padre muriera, tan lejos.
Nicole estaba allí y, un día, no sé cómo, me encontré tratando de pagarle un café. Por supuesto que la ofendí porque las mujeres son seres independientes y pagan lo que consumen. Nicole era más nerviosa de lo que parecía y hubiera sido inútil tratar de iniciar el diálogo con la idea que se me vino a la cabeza. Pensé hasta que habría podido abofetearme si le decía lo que sentía. Nicole acababa de descubrir la liberación de la mujer o algo así. Un detalle importante era pagarse el café, sobre todo si alguien te lo quiere invitar. Eso estaba bien pero yo hubiera querido decirle que no protestara tan en voz alta porque había algo de nuevo rico en la terquedad con que exhibía su reciente emancipación. Inútil. Preferible recordar a Florence, con quien todo hubiera sido mucho más fácil si hubiera sido mayor y sana, y si yo no hubiese pertenecido al sombrío mundo de mi abrigo.
Pero mi abrigo estaba bien aquí y Nicole acababa de descubrir que yo, en cambio, no estaba nada bien. Era el tipo de cosa que una persona nerviosa nota siempre en otros. No me quedaba más remedio que escucharla, y más ahora que recordaba cuánto me habían atraído una vez sus piernas y su cara tan francesa. Era o inteligente o muy torturada, y con los días lo que decía empezó a interesarme un poco. Una tarde pensé que Nicole me sería imprescindible en el caso de que Florence muriera.
Y fue entonces que dejé de escucharla calladamente y que empecé yo también a tener cosas que decir. Algo me molestaba en ella, sin embargo. Cierta autosuficiencia, cierto orgullo, algo que se ocultaba bajo su deplorable estado de ánimo y que le daba el coraje suficiente para tener piedad de mí. Nos unía el malestar, los momentos en que ya no podíamos más, pero nos separaba un secreto que algún día me iba a confesar para ver si yo era digno de ella, de estar simplemente a su lado. Nicole había llamado a la muerte, se le había acercado mediante una real tentativa de suicidio. Alguien la salvó a tiempo, su madre, creo que dijo, y ahora la supervivencia la premiaba con nuevas angustias y estados. La otra noche, mientras leía mordiéndose las uñas, vio cómo su doble abandonaba el salón y partía hacia la calle como si se fuera a matar de nuevo. Nicole tenía esos poderes, y en un mundo en que uno debía sentirse mal, ella se había sentido peor que nadie, ella se había inclinado al abismo. Por eso era superior a mí.
Otro día lo pude comprobar mejor. Estábamos en la cafetería de Censier, la puerta se abrió y pude ver que los ojos de Nicole se ilusionaban al ver que una muchacha fea y mal vestida se acercaba a nuestra mesa. Antes de que llegara, Nicole me explicó admirada que se llamaba Danièle y que había sobrevivido al gas. La forma en que se saludaron, en que se comprendieron a fondo en cosa de segundos, me hizo sentirme excluido, mal, incómodo. Traté de pensar en Florence para dar la impresión de estar ausente, preocupado por otras cosas, pero lo único que logré fue recordar una escena allá en Lima. Mi primera enamorada me había regalado una vez un disco de Fafá Lemos. Eran violines y maracas muy suaves. Me parecía estarlos oyendo, y sin embargo me resultó imposible recuperar cualquiera de las melodías. Solo me vino el título de una canción que empezó a tener una especial significación cuando vi que Nicole y su amiga se disponían a dejarme: Nós três. Así lo recordé, en portugués como en el disco, Nós três.
No me abandonaban esas dos palabras pero la melodía no me vino nunca, y en el mundo en que vivía ahora tampoco mi primera enamorada habría podido aportarme un caluroso recuerdo. Recurrí a Florence y volví al colegio. Sí estaba, había regresado después de su enfermedad. Lo primero que se me ocurrió fue que había sido una maldad enviarla a clases con ese frío. Vi la palidez de su rostro, la fragilidad de sus hombros, los enormes anteojos oscuros con que ocultaba una fatiga que la hacía bizquear ligeramente. De pronto vi su esqueleto sobre la silla, muy claramente, los huesos de sus caderas, sus costillas, y me costó trabajo notar que me estaba recibiendo con sus aclamaciones habituales, que agitaba jubilosa sus delgados brazos, que reía, que saltaba en su asiento, que exigía que le prestara atención inmediatamente y que la saludara con la parca y ya distante sonrisa que le aceptaba todo. No detuvo sus aspavientos hasta que no la saludé como siempre. Me costó trabajo, y a los otros alumnos como que no los vi. Florence se apretó el pañuelito que llevaba al cuello, y se declaró lista para interpretar a Erik Satie.
—Toca Nós três —le dije.
—Erik Satie —suplicó.
—Nós três.
—Pero, monsieur, yo no conozco eso que usted dice —en voz baja, gruñendo—: Además aquí se hace mi santa gana.
—Nós três o nada.
—Dictador latinoamericano, macho y malo.
Su frase me hizo daño. Era el mundo de Florence. Yo había tratado de enseñarle que la vida no era así, pero ahora comprendí que eso lo había sabido siempre y que era inútil que tratara de inculcarle un par de ideas antes de la muerte. Le ofrecí mi abrigo pero nuevamente bromeó, me dijo que estaba sana, requetesana, que yo tenía cara de necesitarlo mucho más que ella. Entonces recurrí a un viejo texto escolar que hacía tiempo tenía guardado. Fue como un último esfuerzo.
—Ven, Florence; ven aquí y lee este párrafo en voz alta, pronunciando bien.
—¿Cuál?
—Este: “Una muchacha hacendosa”.
—“Una muchacha hacendosa” —repitió Florence, cogiendo el libro y burlándose de mí—. “Texto de Juan Valera, perteneciente al libro titulado Juanita la Larga”. Sigo leyendo: “Juanita no fue nunca a la miga, pero su madre le enseñó a coser y bordar primorosamente, y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño, le enseñó a leer y a escribir gratis en sus ratos de ocio”.
Tal vez si la hiciera repetir la última frase “y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño…”. Pero no. Para qué si Florence solo pensaba en jugar y en reírse. Le dije que estaba bien y que podía sentarse. Alzó los brazos pidiendo una ovación y afirmó que por supuesto que estaba bien y que por supuesto que podía sentarse.
—Ahora sí que voy a tocar Erik Satie —agregó, preparándose.
—Nós três —la interrumpí, pensando que Nicole y su amiga estarían tomando un café juntas en Censier.
La vi saltar, reír, agitar los brazos, lanzar los mismos gemidos de impaciencia con que siempre trataba de atraer mi atención. Hasta noté que exageraba, pero yo acababa de ocultar una lágrima con mis anteojos oscuros, Nós três, Nós três, pensaba, mi abrigo lo determinaba todo mientras pensaba Nós três.
Florence acababa de regresar de Venecia bronceada y con un precioso peinado alto que ella llamaba “la tentación de Casanova”, burlándose de sus compañeros. Madame Beaussart no andaba de muy buen humor esa mañana porque había tenido que ceder a las quejas de los alumnos exigiéndole un nuevo profesor de castellano. Por un momento pensó que podría pasarse hasta fin de año diciéndoles que no encontraba a nadie y que repasaran sus lecciones durante las horas que les quedaban libres. Abrió la puerta forzando una sonrisa, una buena dosis de optimismo, y se decidió a presentarles al flamante señor López, futuro doctor en la Sorbona, con muchos años de experiencia en la enseñanza. El señor López era un muchacho como el otro, unos veintipico años, ropa vieja. Florence lo estuvo estudiando unos minutos y decidió que era fácil ganárselo. No le faltó razón. Un par de semanas más tarde, al igual que a todos los demás profesores, lo recibía agitando los brazos, riendo, saltando, gritando. Y el señor López cedía en todo, muerto de risa.
París, 1972
Alfredo Bryce Echenique
Florence y Nós três
(Todo parece indicar que no soportará este invierno)
Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción. Universidad del Pacífico, junio de 2015
A Hélène y Jean-Marie Saint Lu
Cuando conocí a Florence pensé inmediatamente que la vida no podía ser así. Pero esa no fue la primera vez que la vi. En aquella oportunidad supe cuál era su nombre y que iba a ser mi alumna. Ya la había visto horas antes, en la calle que llevaba hasta la pequeña escuela de madame Beaussart. Yo estaba en el suelo, caído, profundamente avergonzado y solo. Fue entonces cuando noté que, a mi derecha, alguien pasaba esquivándome, sin mirarme, haciéndose simplemente a un lado como quien evita un desagradable obstáculo en su camino. Dos piernas delgadas, muy bellas, y cuando se alejaron pude ver que eran las piernas de una muchachita rubia, con el pelo recogido sobre la cabeza. Se alejaba y luego entraba, metros más allá, por el portón de la misma escuelita en que yo daba clases de castellano. No se me ocurrió que era una nueva alumna.
El invierno malo había empezado en noviembre. Era el tipo de invierno que puede hacerle a uno mucho daño. Oscurecía demasiado pronto y casi todos los días desde una semana atrás llovía con ese viento que arroja el agua por la cara, sobre los anteojos. Hacía un frío gris oscuro, terriblemente triste, y mi padre había muerto semanas atrás en el Perú.
Se puede odiar París en épocas así. Yo, que hacía tiempo me había considerado un hombre con suerte porque había encontrado un cuartucho en el Barrio Latino, y un trabajo no muy lejos, en el viejo Marais, tendía ahora a no encontrar más que tristeza en un cuarto cuya única iluminación era una claraboya por la que entraba más agua que luz. Me caían gotas de lluvia, me despertaban la humedad y el tactac de las gotas. Detestaba también mi trabajo, porque desde semanas atrás lo que iba sintiendo mientras caminaba hacia la escuelita oscura, helada, de paredes húmedas y desoladas, era como la prolongación del malestar total que diariamente me obligaba a abandonar mi habitación huyendo de algo.
Había perdido interés en todo cuando conocí a Florence. Pero tenía que comer y por eso nunca me planteé el problema de abandonar a madame Beaussart. Ni siquiera cuando pensé en el daño que me iba a hacer otro invierno más metido durante varias horas en sus inhóspitas salas de clase, luchando siempre para que me cambiaran el horario de tal manera que me quedara algo de la calefacción que ella utilizaba durante sus clases, y que apagaba avaramente no bien terminaba su hora. Otro invierno más, pues, diciendo reglas de gramática española y cosas por el estilo sin poderme quitar ni el abrigo ni la bufanda, ni siquiera la boina porque hacía tanto frío. Y los alumnos, los alumnos siempre alejándose del profesor porque, a medida que el radiador de gas se iba enfriando, ellos retrocedían sus sillas y mesas en busca del poco calor que quedaba allá en el fondo. Los más atrevidos a veces lograron que los dejara escuchar mis clases sentados encima de la calefacción.
Había sido un trabajo fácil, tonto. En todo caso me había permitido descargar un poco de bilis contra el país que me acogía, algo que todo extranjero siente alguna vez ganas de hacer en París. Conocer a fondo la escuela de madame Beaussart, sus increíbles astucias para contratar profesores y hacerlos pasar por alumnos con tal de no declararlos al fisco, me permitía desahogarme diciendo que cualquier escuelita rural de nuestra América Latina funcionaba en mejores condiciones que el oscuro escándalo que la avara directora tenía montado en la Rue des Francs-Bourgeois. La vieja era el demonio, nos apagaba el gas, no nos daba seguro social, nos estafaba en las cuentas al pagarnos, y ella misma era capaz de dictar cualquier curso, aun de enseñar un idioma que no conocía, con tal de no tener que contratar un nuevo profesor.
Con los alumnos la cosa era tan mala o peor. Casi todos eran medio tarados, es lo menos que se puede decir; eran casos, si se les puede llamar así. Habían fracasado en los liceos, en todas partes, y si estaban allí era porque sus padres no habían encontrado mejor manera de deshacerse de ellos o porque no habían encontrado otro lugar donde enviarlos para ver si por lo menos terminaban el colegio. Una vez indagué entre los alumnos para ver cuánto pagaban por venir a estudiar en ese antro de cuatro piezas amenazado de demolición. Para mi sorpresa, descubrí que cada uno pagaba una suma diferente. Comprendí que la vieja regateaba sus precios y que aceptaba cualquier suma con tal de ganarse un alumno más. Pagaban de acuerdo a sus posibilidades y madame Beaussart se los sacaba en cara cuando les apagaba la luz, diciendo que aún no había oscurecido. Pero allí siempre estuvo oscuro y siempre fue necesario encender la luz. No se podía, sin embargo, porque la vieja cerraba la llave general para evitar que los profesores encendieran. Nadie se quejaba. Imposible hacerlo. Sabíamos muy bien que nuestro empleo dependía de un hilo, que no teníamos ningún tipo de seguridad en nuestros puestos y que cualquier queja que nos hiciese impopulares ante la vieja nos causaría un inmediato reemplazo por cualquier otro estudiante de facultad, de esos que andan siempre necesitados de dinero. Todos los profesores éramos estudiantes y enseñábamos muchas veces lo mismo que estábamos aprendiendo en la facultad. Yo mismo llegué a ser profesor de alemán un año, y cuando me preguntaban algo que no sabía, contestaba diciendo que eso no tocaba hasta la semana próxima. Me iba a casa y lo estudiaba. En el fondo, por temor a la miseria, todos éramos cómplices de madame Beaussart.
Pero ahora había perdido el sentido del humor, sin lograr encontrar algo con qué reemplazarlo. Me sentía mal, eso es todo, y cuando estaba en mi cuartucho sólo esperaba el momento de partir a la escuela, pero ya, también hacía rato que el trabajo no lograba producirme ningún alivio. Durante algunas semanas la diaria caminata hasta el Marais era la única salvación, pero también eso últimamente había empezado a producirme una extraña tristeza, un horrible malestar.
El invierno hizo el resto. Yo sentía que algo iba a pasar. Tenía miedo mientras avanzaba por las destartaladas calles que llevaban a la escuela. Abundaban por ahí unos hombres pálidos, muy sucios, de terno, corbata y sombrero negros. Eran unos tipos pálidos, muy sucios, con los cuellos de las camisas gastados e inmundos, y yo siempre me preguntaba cómo puede uno salir así por las calles de París sin sentirse mal, muy mal. Iban hacia alguna parte como llevados por un místico afán y no se daban cuenta de que, a su paso, dejaban sobre el disminuido peatón que era yo una indecible propensión al desaliento. No se puede tener fe con una mañana tan oscura, tan horrible y lluviosa, en un barrio cuyas veredas están permanentemente regadas de caca de perro. Pero ellos iban a algún lugar, asquerosos. Era también una época en la que ya no miraba al interior de los cafés que encontraba a mi paso, mediocres, pobres, y en cuyo oscuro interior se tambaleaban, temblando por una copa de vino, las mismas mujeres coloradas y alcohólicas cuya terrible angustia me producía espanto y me perseguía en pesadillas y temores.
Los clochards envidiaban y reclamaban mi abrigo, simpatizaban con mi descuidado bigotazo, tal vez también con mi vieja boina negra y con mi desteñida bufanda de lana. Por eso estoy seguro de que cuando Florence me esquivó asépticamente, vivió un poco lo que se vive cuando se esquiva a un borracho que ha caído derrotado en una calle. Eso me hundió mucho, hizo que me fuera particularmente difícil incorporarme. Tenía barro en las rodillas y caca en el zapato derecho, caca que pisé y que me había hecho resbalar. Tres personas me miraron al pasar, tal vez alguna pensó que tan joven y ya en ese estado. Esto más que nada debido a mi abrigo, a su fea vejez, su enormidad, su excesivo peso, la forma en que estaba completamente pasado de moda y en que los hombros se resbalaban hasta llegarme casi a los codos. Mientras me levantaba recordé que allá en Lima yo había sido un joven elegante, ágil, optimista. Ahora en cambio arrancaba la bufanda de mi cuello para secarme las rodillas y luchaba por dejar la caca de un zapato al borde de la vereda, en un trozo de papel mojado, luego. Luchaba y al mismo tiempo esperaba que se me viniera encima la consecuencia de lo que me acababa de ocurrir, algo tenía que ocurrirle a mi estado general. Avancé unos metros y pasé por debajo de unos andamios porque eso trae mala suerte de una vez por todas. De algún tubo, de algún tablón me cayó una pesada gota de agua en la nuca desnuda. Traté de abrigarme con la bufanda, pero imposible seguir a la gota que resbalaba enfriándome enfermizamente la espalda. Sentí que sucumbía al efecto de las mujeres alcohólicas del barrio. Y, sobre todo, sentí que se había producido en mí algo así como un gran venimiento abajo.
También comprendí que era muy tarde para Florence. El invierno se encargaría de ella y, pensar que iba a salir bien de esa prueba habría sido confiarse a un azar con el cual ya no podía contar. Tenía aún las rodillas húmedas cuando me tocó entrar a esa clase de solo cuatro alumnos y descubrir que había una cara nueva, una cara en que se adivinaban las infinitas posibilidades de la ternura, del cariño sin interés, del amor sin búsqueda ni deseo. Pero sería otra persona la que iba a gozar de eso, un muchacho del pasado sería quien se iba a reír con ella, a bromear a lo largo de semanas y de meses, un muchacho lejano, aquel que yo había sido. Para mí era ya imposible, nunca pude admirar sino de lejos a la niña adolescente, nunca pude más que regalarle sonrisas y bromas con que imitaba al joven que alguna vez fui, era del muchacho de antes de quien copiaba posturas, palabras y actitudes para responder a los frágiles y alegres embates de Florence, a las tiernas y encantadoras malacrianzas de niña demasiado mimada con que iba a agotar las pocas energías que me quedaban, con que iba a entibiar un corazón inalcanzable.
Pero nada para el hombre actual, el que debía enfrentarse diariamente con una preocupación constante al fondo de la cual, desde que apareció Florence, estaba la muerte. Escuchar su historia, relatada a lo largo de nuestro primer encuentro, olvidando por completo y con maldad la mediocridad y la total falta de interés de los demás alumnos, fue caer en una idea fija que logré resumir en unas cuantas palabras que a diario me repetía al regresar por los callejones del invierno hasta mi cuartucho: todo parece indicar que no soportará este invierno.
Tal vez ella también jugaba conmigo imitando los gestos y sonrisas de la niña que hasta poco tiempo atrás había sido. Ahora estaba enferma, no sé cómo, pero estaba delgada y enferma. Yo viví eso. Su enfermedad, su profunda debilidad, la fragilidad de su belleza encerrada entre los húmedos paredones de aquel recinto que juntos tratábamos de alegrar con recuerdos de un pasado que prometió tanto. Florence necesitaba jugar, molestarme, alegrarme la existencia, y desde el primer día adivinó que la historia de su vida era mi cuento preferido.
Nos fuimos por ahí. Por los jardines de su educación anacrónica, por el teatrín de su vida, y cada día había una nueva aventura, algún nuevo episodio con que exorcizar la fealdad del salón de clases, la falta de interés de los demás alumnos, mi creciente preocupación por su debilitada salud. Nada pudo detenerla desde aquel día en que me preguntó si ella era la reina y yo le respondí que sí, para desesperación de sus compañeros que veían cómo le daba las mejores notas y que no pararon hasta protestar ante madame Beaussart, acusándome de tener una debilidad por Florence. Demasiado tarde. Florence pagaba más que los otros, era la única alumna inteligente, venía de una gran familia y la vieja se sentía orgullosa de tenerla en su asquerosa escuela. Si había alguien que pudiera mantenerla contenta, tanto mejor para la vieja. Teníamos, pues, su aceptación.
Florence no había podido resistir la bulla y el desorden de los liceos. Su defecto a la columna vertebral tampoco le había permitido ser una alumna normal y corriente. La habían educado en casa y era capaz de recitar a Racine, a Corneille, a Molière. Era capaz de hablar como se hablaba en el siglo XVII y nunca, desde que se dio cuenta de que eso a mí me encantaba, dejó de hacerlo para desesperación de sus compañeros. Yo me encargué de ellos. Yo los amenacé con notas desaprobatorias (después de todo las merecían siempre), si es que se metían con Florence. Además, también ellos sucumbieron a su encanto y poco a poco pude notar que la iban queriendo y admirando más. No eran tan tontos para no darse cuenta de que Florence era algo especial, nunca visto, y desde la mañana en que uno de los alumnos dijo que era, en efecto, una reina, el problema quedó resuelto.
Desde entonces nos dedicamos todos a verla pasar el tiempo en el colegio. Se crearon leyes especiales según las cuales Florence decidía cuándo se debía estudiar y cuándo no, cuándo un texto valía la pena de ser estudiado o dejado de lado por otro que ella encontraba más interesante. Pero todo fue perdiendo interés a medida que ella se dedicó a ponernos al día de sus actividades fuera de la escuela. Se hacía de rogar. A veces hasta llegaba tarde porque sabía que nos encontraría ansiosos de noticias, qué había hecho ayer, ¿salió ayer domingo por la tarde a bailar el vals en alguna inaceptable fiesta de disfraces?
Florence se reía de nosotros. Confesaba, imitando gestos de pánico, que si algún día me hubiese encontrado por la calle con mi abrigo y mi bigote habría salido disparada de miedo. Nos lanzaba a la cara la fealdad de nuestras casas en comparación a la suya, un antiguo palacio en el que vivió una vez madame de Sevigné. Allí transcurría su vida con su hermano Fabricio, de quien trajo fotografías sentado al piano, atendido a la mesa por un mayordomo árabe que más parecía el valet de algún pequeño príncipe. Nos reprochaba la mediocridad de nuestras vidas, nuestra incapacidad para tocar al piano un concierto de Mozart. Florence era una gran pianista, nadie como ella, según su profesora del conservatorio, para interpretar a Schumann, ahí empezaba el diario concierto, sus manos corrían sobre la mesa, sus dedos se agitaban y yo le pedía que en vez del concierto número diecisiete de Mozart me tocara el “Carnaval” de Schumann, cada uno le pedía algo distinto, ella entonaba e interpretaba, cuántas veces jugamos a lo mismo pero eso tenía que cesar porque se fatigaba mucho, y desde luego pareció cesar esa mañana en que estalló en llanto porque el médico la había encontrado peor de la lesión y tenía que abandonar sus lecciones de piano en casa.
Qué no trató de hacer cuando se dio cuenta de mi desconcierto, de mi preocupación, del deplorable estado en que su llanto me había dejado. La miraba llorar, y la estrechez de sus hombros gimiendo me partía el alma, me impedía encontrar palabras de consuelo, yo no estaba autorizado para acariciarla y tal vez eso era lo único que hubiera podido hacer por ella en medio de la terrible angustia que me producía la idea de su muerte. Su debilidad avanzaba, era visible en la forma en que su frágil espalda se encorvaba no bien sentía alguna fatiga. Pero Florence era incapaz de aceptar que la vida no fuera bella y alegre. Esa mañana, después de llorar, me estuvo volviendo loco, no paró de arrojarme bolitas de papel en su afán de convencerme de que nada había ocurrido.
Al día siguiente vino particularmente nerviosa. Nuevamente empezó a arrojarme bolitas de papel y, cuando yo la amenacé con castigarla, me respondió diciéndome que eso me daría tanta pena que el verdadero castigado sería yo. Le di toda la razón y se quedó encantada. Pero ya yo había notado que estaba muy nerviosa. Varias veces anunció el Carnaval de Schumann, pero nunca pasó de poner las manos en posición inicial. Al darse cuenta de que lo estaba observando todo, cambió de táctica y recurrió a sus habituales movimientos de brazos. Los agitaba rítmicamente y contaba mientras tanto uno, dos, tres. Decía que estaba haciendo gimnasia para la columna y que de paso iba a entrar en calor porque, como siempre, hacía un frío de perros. Un día hizo algo que me entristeció mucho. Se estaba quejando de frío y yo, por fastidiarla, me quité el abrigo y se lo ofrecí. No bien lo tuvo puesto, empezó a imitar a un clochard tambaleándose borracho. Se me acercó y me pidió un franco para vino, y un cigarrillo. Eso era yo para Florence. Yo que perdoné su palacio, su costosa educación particular, sus anacrónicas institutrices, sus sirvientes árabes en París. Yo que acepté todo aquello con abierta complicidad, por tratarse de ella. Esa era la imagen que de mí daba mi abrigo. Y aunque hubiese tenido dinero para cambiarlo, ya era muy tarde. Me había contagiado. Me sentía así con o sin abrigo. Así era yo desde aquella sucia e invernal caída.
A fines de enero nevó y Florence vino a clases muy debilitada. Varias veces se quejó del frío que hacía en el salón y yo siempre le cedí mi abrigo, pero ya nunca me repitió la broma de clochard que pedía un franco para vino, y un cigarrillo. Se lo ponía sobre los hombros y pude darme cuenta de que cada vez le costaba más trabajo resistir su peso, constantemente trataba de acomodárselo como si la estorbara. Si no se lo quitaba era solo por delicadeza hacia mí, porque cada día se preocupaba más de que todo transcurriera de la mejor manera entre nosotros. Tal vez pretendía que no notara nada. Pero yo estaba muy consciente y podía notar que el apacible y frío viento de la muerte la rondaba con mayor certeza ahora que había recrudecido el invierno.
Un día jugamos a que la nieve no era grave. Fue al terminar el día de clases, en la Rue des Francs-Bourgeois. Regresábamos cada uno a lo suyo y ella me sorprendió con una bola helada que reventó sobre mi pecho. Yo simulé recoger una inmensa cantidad de nieve y ella simuló correr aterrada. Solo le arrojé un puñado de nieve y ella a duras penas si dio un paso atrás para evitar que le cayera. Después fingimos estar agotados al cabo de una larga guerra y caminamos uno detrás del otro hasta la esquina en que nuestros caminos se separaban. Era absurdo despedirnos como dos amigos que han estado juntos. Yo era el hombre con el abrigo ese y su padre acababa de alquilar un palacio en Venecia para pasar la primavera. Tampoco era ella mi alumna y yo un profesor. Y teníamos que dialogar para separarnos, teníamos que decirnos algo para decirnos adiós.
—Monsieur —me dijo—, mi honor me impide quedarme con la última bola de nieve. Mañana vendré armada de verdaderas municiones, arcabuces y dardos envenenados, para librar mortal batalla con el agresor extranjero.
—Florence: como te atrevas a arrojarme algo en clase vas a ver conmigo. Estoy harto de tu mala conducta. Es un pésimo ejemplo para tus compañeros. Tienes que empezar a portarte como es debido.
—Monsieur: pero qué quiere que haga, piense que soy solo una muchacha de quince años.
Sabía muy bien hasta qué punto su frase me había conmovido, hasta qué punto había despertado en mí al muchacho que una vez fui. Aun sabiendo que ya era demasiado tarde, sentí que nunca había estado tan cerca del mundo de Florence. Después, a medida que avanzaba hacia su casa, observé la dificultad con que caminaba sobre la nieve, la debilitada estrechez de sus hombros, la excesiva finura de su espalda, la blanca fragilidad de sus piernas. Y llevaba un pañuelito al cuello. En el palacio de Venecia, en el antiguo palacio de madame de Sevigné, Florence, contrariando a sus padres e institutrices, debía expresarse con afectuosa y poética ternura cuando hablaba de los clochards. Pensé en eso y también en que esas ideas tan liberales en ella contenían toda la rebeldía de que Florence era capaz frente a su mundo. Y yo era responsable de tal cosa. Era la parte que me había tocado en su vida. Me fui alejando hacia el Barrio Latino, y con el frío y la nieve me vinieron otras ideas igualmente tristes y tiernas. Continuaba pensando en Florence, al ritmo impuesto por mi abrigo. Todo parece indicar que no soportará este invierno. Eso me lo repetía siempre.
A fines de marzo, cuando Florence cayó enferma, decidí que me era completamente imposible seguir trabajando. Llamé a madame Beaussart y le dije que estaba con una fuerte sinusitis y que iba a faltar por lo menos una semana. Ella me dio licencia con la misma bondad con que acogía cualquier ausencia de un profesor: solo pagaba las horas de clases efectivamente dictadas. Pero qué. Tenía el cuarto pagado y tickets para el restaurante universitario. Con unos cuantos paquetes de cigarrillos todo estaba resuelto hasta que Florence regresara a clases. Si regresaba.
Aproveché para volver a merodear por la cafetería del restaurante de Censier, siempre plagada de estudiantes porque allí el café era más barato y más malo y más frío también. Pero había buena calefacción y todos esos latinoamericanos resolviendo los problemas de sus países, siempre al acecho de alguna estudiante con la que el sexo fuera más fácil que en el Perú o en Bolivia. Era un mundo de abrigos como el mío y un tipo como yo hasta podía tener éxito. Regresé, pues, aunque siempre pensando que al hombre que una vez fui le habría correspondido alguien como Florence, y que mi única oportunidad en la vida de acercarme a ese mundo me había llegado demasiado tarde. Además, Florence debía estar ya muy enferma. Me sentía aislado y solitario. Tal vez una muchacha que tiempo atrás me había interesado anduviese por ahí. Tal vez entonces me acercaría a algo como en la primavera pasada, como antes de que mi cuartucho se convirtiera en la cárcel de las ideas malas. O como antes de que mi padre muriera, tan lejos.
Nicole estaba allí y, un día, no sé cómo, me encontré tratando de pagarle un café. Por supuesto que la ofendí porque las mujeres son seres independientes y pagan lo que consumen. Nicole era más nerviosa de lo que parecía y hubiera sido inútil tratar de iniciar el diálogo con la idea que se me vino a la cabeza. Pensé hasta que habría podido abofetearme si le decía lo que sentía. Nicole acababa de descubrir la liberación de la mujer o algo así. Un detalle importante era pagarse el café, sobre todo si alguien te lo quiere invitar. Eso estaba bien pero yo hubiera querido decirle que no protestara tan en voz alta porque había algo de nuevo rico en la terquedad con que exhibía su reciente emancipación. Inútil. Preferible recordar a Florence, con quien todo hubiera sido mucho más fácil si hubiera sido mayor y sana, y si yo no hubiese pertenecido al sombrío mundo de mi abrigo.
Pero mi abrigo estaba bien aquí y Nicole acababa de descubrir que yo, en cambio, no estaba nada bien. Era el tipo de cosa que una persona nerviosa nota siempre en otros. No me quedaba más remedio que escucharla, y más ahora que recordaba cuánto me habían atraído una vez sus piernas y su cara tan francesa. Era o inteligente o muy torturada, y con los días lo que decía empezó a interesarme un poco. Una tarde pensé que Nicole me sería imprescindible en el caso de que Florence muriera.
Y fue entonces que dejé de escucharla calladamente y que empecé yo también a tener cosas que decir. Algo me molestaba en ella, sin embargo. Cierta autosuficiencia, cierto orgullo, algo que se ocultaba bajo su deplorable estado de ánimo y que le daba el coraje suficiente para tener piedad de mí. Nos unía el malestar, los momentos en que ya no podíamos más, pero nos separaba un secreto que algún día me iba a confesar para ver si yo era digno de ella, de estar simplemente a su lado. Nicole había llamado a la muerte, se le había acercado mediante una real tentativa de suicidio. Alguien la salvó a tiempo, su madre, creo que dijo, y ahora la supervivencia la premiaba con nuevas angustias y estados. La otra noche, mientras leía mordiéndose las uñas, vio cómo su doble abandonaba el salón y partía hacia la calle como si se fuera a matar de nuevo. Nicole tenía esos poderes, y en un mundo en que uno debía sentirse mal, ella se había sentido peor que nadie, ella se había inclinado al abismo. Por eso era superior a mí.
Otro día lo pude comprobar mejor. Estábamos en la cafetería de Censier, la puerta se abrió y pude ver que los ojos de Nicole se ilusionaban al ver que una muchacha fea y mal vestida se acercaba a nuestra mesa. Antes de que llegara, Nicole me explicó admirada que se llamaba Danièle y que había sobrevivido al gas. La forma en que se saludaron, en que se comprendieron a fondo en cosa de segundos, me hizo sentirme excluido, mal, incómodo. Traté de pensar en Florence para dar la impresión de estar ausente, preocupado por otras cosas, pero lo único que logré fue recordar una escena allá en Lima. Mi primera enamorada me había regalado una vez un disco de Fafá Lemos. Eran violines y maracas muy suaves. Me parecía estarlos oyendo, y sin embargo me resultó imposible recuperar cualquiera de las melodías. Solo me vino el título de una canción que empezó a tener una especial significación cuando vi que Nicole y su amiga se disponían a dejarme: Nós três. Así lo recordé, en portugués como en el disco, Nós três.
No me abandonaban esas dos palabras pero la melodía no me vino nunca, y en el mundo en que vivía ahora tampoco mi primera enamorada habría podido aportarme un caluroso recuerdo. Recurrí a Florence y volví al colegio. Sí estaba, había regresado después de su enfermedad. Lo primero que se me ocurrió fue que había sido una maldad enviarla a clases con ese frío. Vi la palidez de su rostro, la fragilidad de sus hombros, los enormes anteojos oscuros con que ocultaba una fatiga que la hacía bizquear ligeramente. De pronto vi su esqueleto sobre la silla, muy claramente, los huesos de sus caderas, sus costillas, y me costó trabajo notar que me estaba recibiendo con sus aclamaciones habituales, que agitaba jubilosa sus delgados brazos, que reía, que saltaba en su asiento, que exigía que le prestara atención inmediatamente y que la saludara con la parca y ya distante sonrisa que le aceptaba todo. No detuvo sus aspavientos hasta que no la saludé como siempre. Me costó trabajo, y a los otros alumnos como que no los vi. Florence se apretó el pañuelito que llevaba al cuello, y se declaró lista para interpretar a Erik Satie.
—Toca Nós três —le dije.
—Erik Satie —suplicó.
—Nós três.
—Pero, monsieur, yo no conozco eso que usted dice —en voz baja, gruñendo—: Además aquí se hace mi santa gana.
—Nós três o nada.
—Dictador latinoamericano, macho y malo.
Su frase me hizo daño. Era el mundo de Florence. Yo había tratado de enseñarle que la vida no era así, pero ahora comprendí que eso lo había sabido siempre y que era inútil que tratara de inculcarle un par de ideas antes de la muerte. Le ofrecí mi abrigo pero nuevamente bromeó, me dijo que estaba sana, requetesana, que yo tenía cara de necesitarlo mucho más que ella. Entonces recurrí a un viejo texto escolar que hacía tiempo tenía guardado. Fue como un último esfuerzo.
—Ven, Florence; ven aquí y lee este párrafo en voz alta, pronunciando bien.
—¿Cuál?
—Este: “Una muchacha hacendosa”.
—“Una muchacha hacendosa” —repitió Florence, cogiendo el libro y burlándose de mí—. “Texto de Juan Valera, perteneciente al libro titulado Juanita la Larga”. Sigo leyendo: “Juanita no fue nunca a la miga, pero su madre le enseñó a coser y bordar primorosamente, y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño, le enseñó a leer y a escribir gratis en sus ratos de ocio”.
Tal vez si la hiciera repetir la última frase “y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño…”. Pero no. Para qué si Florence solo pensaba en jugar y en reírse. Le dije que estaba bien y que podía sentarse. Alzó los brazos pidiendo una ovación y afirmó que por supuesto que estaba bien y que por supuesto que podía sentarse.
—Ahora sí que voy a tocar Erik Satie —agregó, preparándose.
—Nós três —la interrumpí, pensando que Nicole y su amiga estarían tomando un café juntas en Censier.
La vi saltar, reír, agitar los brazos, lanzar los mismos gemidos de impaciencia con que siempre trataba de atraer mi atención. Hasta noté que exageraba, pero yo acababa de ocultar una lágrima con mis anteojos oscuros, Nós três, Nós três, pensaba, mi abrigo lo determinaba todo mientras pensaba Nós três.
Florence acababa de regresar de Venecia bronceada y con un precioso peinado alto que ella llamaba “la tentación de Casanova”, burlándose de sus compañeros. Madame Beaussart no andaba de muy buen humor esa mañana porque había tenido que ceder a las quejas de los alumnos exigiéndole un nuevo profesor de castellano. Por un momento pensó que podría pasarse hasta fin de año diciéndoles que no encontraba a nadie y que repasaran sus lecciones durante las horas que les quedaban libres. Abrió la puerta forzando una sonrisa, una buena dosis de optimismo, y se decidió a presentarles al flamante señor López, futuro doctor en la Sorbona, con muchos años de experiencia en la enseñanza. El señor López era un muchacho como el otro, unos veintipico años, ropa vieja. Florence lo estuvo estudiando unos minutos y decidió que era fácil ganárselo. No le faltó razón. Un par de semanas más tarde, al igual que a todos los demás profesores, lo recibía agitando los brazos, riendo, saltando, gritando. Y el señor López cedía en todo, muerto de risa.
París, 1972