Es cosa de cada día toparse con otro humano que sufra —a veces sabiéndolo, pero mayormente sin saberlo— algún trastorno de ansiedad. Es más, muy probablemente uno mismo crea tener el denostado OCD, la inefable ansiedad social o alguna fobia random del tipo «odio los edredones a lo Roberta Allen«; como si acaso fuera posible no hacerlo. A veces, se tiende a explicar esta abundancia de rarezas a partir de la postmodernidad: los tiempos —dicen todos, con esa encantadora tautología— han cambiado. Sin embargo, ¿cuánto de involutiva y artificiosa resulta ser una ocurrencia tan masiva de estos trastornos en una población que, en líneas generales, debería entenderse como sana, saludable y normal?
Meacham y Bergstrom, en su artículo Adaptive behavior can produce maladaptive anxiety due to individual differences in experience exploran una interpretación alternativa a los trastornos de ansiedad, buscando responder a la anterior pregunta. Para ello construyen una serie de simulaciones alrededor de una población ficticia de zorros, conejos y tejones. Los zorros —plantean—, equivalen a las personas que se enfrentan, día a día, con las vicisitudes de su entorno. En este mundo simulado, el entorno se restringe a los conejos y tejones, que representan los estímulos externos, positivos y negativos respectivamente, para el zorro. Por un lado, los ruidosos conejos significarán presas fáciles de capturar, comer y digerir. Por otro lado, los silenciosos tejones significarán una agresiva sorpresa, que no solo dañarán al zorro, sino que además no le reportarán beneficio alimentario alguno. Tanto conejos como tejones viven en madrigueras indistinguibles y un zorro, en su vagabundeo cotidiano, se topará con estas madrigueras de forma aleatoria. En cada ocasión habrá de decidir si la excava, según el ruido que escuche en ella, con la consecuente posibilidad de capturar un conejo o ser agredido por un tejón, o si sigue su camino hasta toparse con otra. La estrategia óptima de un zorro será aquella que le permita arriesgarse lo suficiente como para capturar más conejos que tejones, sin exponerse demasiado a encontrar tantos de estos últimos que lo terminen matando.
¿Cómo se relaciona este mundo simulado de zorros, conejos y tejones, con los trastornos de ansiedad en los humanos? Resulta que la ansiedad puede entenderse como un exceso de precaución ante los estímulos externos, como si fuera un mecanismo de defensa exagerado que prevenga la interacción con aquellos estímulos potencialmente negativos. En palabras de Meacham y Bergstrom, «la ansiedad ha evolucionado como un mecanismo regulador del miedo«. Si bien, una absoluta desconexión con el miedo desencadenaría, en cualquiera, una inevitable y pronta muerte, un exceso de este prevendrá también una suficiente exposición a gran variedad de oportunidades, retos, posibilidades de aprendizaje y crecimiento. De esta forma, la estrategia óptima de funcionamiento de un humano requerirá también que este sea capaz de permitirse ciertos riesgos, cediendo también a la posibilidad de dejarse controlar por el miedo, de cuando en vez. En el caso de los zorros, esta estrategia puede simularse, a partir de la teoría de juegos, estableciendo una matriz de pagos y costos, referida a los resultados de que un zorro excave o no una madriguera, asociada a la respectiva distribución de probabilidades de que esta sea de un conejo o un tejón.
Lo sorprendente de los resultados que se encuentran en este trabajo es que la ocurrencia de los trastornos de ansiedad en una población sana es una consecuencia inevitable de que esta adopte la mejor estrategia de funcionamiento ante su entorno. En otras palabras, los trastornos de ansiedad no son solo la manifestación patológica de un cerebro mal cableado. Aparentemente, son sobretodo la inevitable respuesta estadística de un desafortunado grupo de individuos —estratégicamente— óptimos, que en un primer momento de su vida se encontraron con malas experiencias que reforzaron un comportamiento ansioso y anormalmente precavido. En las gráficas que se presentan a continuación se muestran las distribuciones poblacionales de zorros que adoptan estrategias pesimistas, porque asumen que su mundo no es muy agradable (extremo derecho de la abscisa), y optimistas, quienes asumen que su mundo es un lugar más simpático (extremo izquierdo de la abscisa), en dos tipos de mundo posible. La coloración de las columnas indican cuánto intentó cada individuo, durante la simulación, antes de decidir cómo asume el mundo. En otras palabras, la coloración indica cuánto se iba afectando cada zorro de acuerdo a las experiencias que iba adquiriendo: el azul es un indicador de que el zorro excavó muchas madrigueras hasta hacerse una idea clara de si su mundo era bueno o malo; el rojo, en cambio, es un indicador de que el zorro fue rápidamente afectado por las experiencias iniciales y solo excavó unas pocas madrigueras antes de hacer una idea sobre cómo era su mundo. En la Fig.1 se muestra el caso en el que los tejones abundan tanto como los conejos —i.e. un bad world—, mientras que en la Fig.2 se muestra el caso en el que los conejos son bastante más abundantes que los tejones —o good world—.
Es entendible que en el bad world, la estrategia óptima arroje que prácticamente todos los individuos, más allá de cuánta suerte tuvieron en sus primeras experiencias, terminen siendo pesimistas, es decir, asuman que el mundo es efectivamente malo. Lo interesante está, sin embargo, en el segundo caso, el del good world. Uno asumiría que siendo este un mundo donde los conejos abundan por encima de los tejones, todos deberían concluir, tarde o temprano, que el mundo es efectivamente bueno y asumir una postura positiva sobre la vida. Sin embargo, lo que arrojan consistentemente las simulaciones es que siempre aparecerá un grupo pequeño en la población que basará su interpretación en pocas malas experiencias iniciales, estadísticamente infrecuentes pero significativas. Y este pequeño grupo, sin necesidad de tener una estrategia deficiente o patológica para enfrentarse al mundo, desarrollará un comportamiento anormal, entendido como un trastorno de ansiedad. Los autores recogen esta idea como la fortaleza de su modelo, pues este no se basa en suponer una población con una estrategia defectuosa de interacción con el mundo, que lo podríamos asumir como una desviación de un proceso evolutivo adecuado. Más bien, lo que concluyen es que inclusive la población que tenga la mejor estrategia de interacción con el mundo tendrá, entre sus miembros, un grupo —pequeño— que desarrollará un comportamiento distinto y sintomático, que creerá que «hay más tejones que conejos«, aunque la realidad les demuestre lo contrario.
Los resultados de este trabajo dejan mucho para pensar y discutir. ¿Cuánto de esto se manifiesta a nuestro alrededor, no solo en los trastornos de ansiedad, sino también en las creencias populares basadas en muestreos estadísticos pobres y deficientes? Es relativamente común —y aquí se presenta la evidencia cuantitativa que demuestra por qué— que unas primeras malas experiencias nos condicionen en nuestro comportamiento y nos hagan asumir que somos peores de lo que realmente somos. Modelos educativos como el nuestro, donde se castiga tan severamente el error —y lo etiqueta de fracaso—, tienden a subestimular a los alumnos y destruir sus impulsos creativos, su capacidad de tomar y asumir riesgos. Quizás, el problema no habría de ser corregido a punta de segregar, medicar y catalogar a los niños que aparentan tener trastornos de ansiedad, sino favorecer un entorno que evite los condicionamientos prematuros.
Algunos comentarios:
En las clasificaciones actuales, los trastornos de ansiedad incluyen a un grupo variado de patologías psiquiátricas, que no necesariamente se ajustan como conjunto a la descripción expuesta. En todo caso, podríamos referirnos particularmente al denominado trastorno de ansiedad generalizada y a las fobias (incluyendo la fobia social), mas difícilmente a otros tales como el trastorno obsesivo-compulsivo, al trastorno de pánico o al trastorno de estrés postraumático.
El planteamiento desarrollado resulta interesante desde un punto de vista conductual y cognoscitivo (en ese orden), pero no explica cómo surge aquella minoría anómala inmune a la experiencia. Quizás aquí cabrían otras hipótesis, desde las psicodinámicas (basadas en experiencias tempranas pero de otra índole y no evidentemente relacionadas con los síntomas) hasta las biológicas (herencia, hiperactividad del eje hipotálamo-hipofisiario con hipercortisolemia, activación persistente de las zonas del cerebro relacionadas con estados de alerta).
Coincido en rechazar los métodos pedagógicos humillantes, sin embargo no se concluye eso de la lectura previa, pues justamente se ha planteado que las minorías patológicas surgirían a pesar del medio ambiente favorable. Por supuesto que la experiencia negativa influye, y solo bajo una perspectiva recalcitrantemente somática podríamos negarlo, pero insisto, no es la principal conclusión del estudio.
Saludos.