Arturo D. Hernández, «La Casa del Diablo»

Arturo D. Hernández  (1903-1970)

La Casa del Diablo

Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, junio de 2014

—El viaje es de lo más simple y placentero —me había dicho el alcalde de Catalina con optimismo irresistible—. Todo es de bajada. Toma usted el centro del río y empieza a silbar la canción que más le agrade. La fuerte corriente se encarga de conducirle sin que de su parte tenga que hacer el menor esfuerzo. Pernocta en Angeloyuc y al día siguiente sale al Ucayali.

Quedé convencido. Emprendí de inmediato viaje hacia Tierrablanca. Iba solitario en una canoa a causa de que nadie quiso acompañarme: el pueblo estaba en vísperas de la fiesta patronal y ninguna persona se hallaba dispuesta a perder los días de alegría desbordante que incluían villancicos, procesiones, jaranas y borracheras, alimentación abundante y gratuita a costa de los buenos cabezones, esas personas devotas, notables del lugar, que se suceden todos los años para sufragar los gastos de la celebración. Catalina era el único pueblo del llano amazónico sujeto a las costumbres impuestas por los antiguos misioneros que la fundaron hace tres siglos, y discurre su aislamiento secular en un paraje situado en la gran llanura apenas explorada que separa los ríos Huallaga y Ucayali.

Anocheció. Las sombras proyectadas por la exuberante vegetación que margina las orillas, dejaban una angosta faja de pálida claridad, reflejo de un cielo plomizo, que marcaba el centro del río, camino móvil que me conducía a mi destino. Pasaron las horas. Al filo de la media noche, tras un recodo, se perfiló el borroso contorno de una casa. Creí haber llegado a Angeloyuc.

Atraqué. Allí no había el menor vestigio que indicara el paso del hombre. Lo más transitado en esos apartados y solitarios puestos gomeros, a lo largo de las vías fluviales, es precisamente el puerto. Por allí se intercambian las comunicaciones, el contacto con el mundo exterior, toda la actividad de los ribereños. Salté a tierra y sufrí la influencia de algo indescriptible que crispó mis nervios y ofuscó un tanto mi entendimiento. Sin embargo, allí nada había que justificara el fenómeno. Mas, como tenía que pasar el resto de la noche en ese lugar o aventurarme adelante donde el río se precipitaba en grandes remolinos y las canoas naufragaban en la obscuridad, opté por quedarme. ¡Tantas veces había pernoctado en lugares abandonados! No tenía otra alternativa.

Subí. Bajo la difusa claridad de una noche sin estrellas se abría un patio cubierto de plantas rastreras en cuyo extremo se levantaba una casa asfixiada por lianas. Mi cuerpo empezó a crecer, a expandirse, a expandirse… Tenía la impresión de que unos ojos inmensos me miraban desde la espesura, sugestivamente quieta y silenciosa, un silencio que aterraba. Toda manifestación de vida parecía haberse extinguido. El canto, el arrullo, el rumor, la algarabía, es decir las voces de la selva, estaban enmudecidas.

Después, fue así como sumirse en un estado letárgico. Había penetrado peligrosamente bajo la noche en el misterio de ese mundo primitivo en que todo es posible. El patio, en metamorfosis inexplicable, se tornó limpio, la casa acogedora. Subí los escalones rechinantes, avancé por la plataforma abierta que dejaba entrever la negra entraña de la jungla, y seguí hacia la habitación que se veía en el fondo. Mis pasos resonaban lúgubres. La habitación carecía de puerta y en el interior se proyectaba una tarima adosada a la pared. Alumbrado por un cabo de vela, como un autómata, me dispuse a preparar mi lecho: gruesa manta a manera de colchón y mosquitero de gasa transparente. Todo lo llevaba en una bolsa de viaje engomada. El hilo de mis ideas se esforzaba en romper la fuerza que le aprisionaba y las imágenes huían inaccesibles.

En cuanto me hube acostado apagué la vela con el vago propósito de dormir el resto de la noche. De pronto se escucharon pasos lentos y pesados como los de un robot que subía. Siguió avanzando por el piso crujiente, vi un cuerpo monstruoso, informe, cubriendo el vano de la puerta de entrada… ¡y penetró en el interior! El peligro retornó mis facultades, pero estaba paralizado por el terror. Mas, cuando ese enorme bulto llegó hasta el lecho y levantó el mosquitero proyectando su cabeza espectral en la densa penumbra, pegué un grito y extendí el brazo buscando, en un impulso instintivo, la caja de fósforos.

Debo aclarar que tengo la mala costumbre de no saber dónde pongo las cosas. Hasta hoy nunca he podido sustraerme al empleo de gran parte de mi tiempo buscando lo que puse en alguna parte. Pero en aquella noche mis manos cayeron providencialmente sobre la caja de fósforos. Tal vez fue un segundo el empleado en prender un palillo. Se proyectó la luz, y al instante el mosquitero levantado cayó sobre el lecho. Lentamente, sin precipitarse, como quien tratara de acabar con su víctima por el terror, ese ser monstruoso empezó a retroceder. Sus pisadas resonaron en el piso y bajaron la escalera. En tanto, al borde de la locura, había yo logrado prender el cabo de vela.

Estoy seguro que en cualquier otra parte del mundo habría seguido al monstruo —o lo que fuese— armado del machete que llevaba, listo para el ataque. El terror me hubiese dado fuerzas para enfrentarme al peligro con ese impulso racional que nos lanza a desenmascarar todo aquello que se presenta bajo el aspecto de lo sobrenatural. Pero en esas soledades donde uno nace y vive bajo el imperio de supersticiones e influencias primitivas, y la realidad se deforma por el contagio de la magia y el mito, me encontraba aplastado, agónico, pendiente del cabo de vela que chisporroteaba acortándose con rapidez pavorosa; y, como un condenado a muerte, contaba los minutos, los segundos esperando que el cabo de vela se agotara, con la certeza de que ese vestigio infernal haría su nueva aparición. Apenas quedaban unos centímetros… no pude más y lo apagué para tenerlo como reserva vital. Mas al momento los fatídicos pasos volvieron a resonar en la escalera.

No esperé más; con mano temblorosa volví a prender el cabito. Las pisadas retrocedieron hundiéndose en el silencio.

Con la mirada en la luz, esperaba el instante crítico de su extinción que me sumiría en las tinieblas, el pánico y la locura. En el fondo del silencio los latidos de mi corazón repercutían violentos, amortiguados. Como una evocación lejana desprendida de las páginas leídas, reproduje en mi memoria el cuadro del condenado en el cadalso, con el sacerdote prodigándole el consuelo de la religión. Recordaba la horca, el reo encogido, la soga ajustándose a su cuello… La luz se mitigó. La mecha pugnaba por seguir ardiendo en una manchita líquida.

Al borde de la locura me arrojé del lecho precipitándome afuera. En la plataforma exterior reinaba la claridad del amanecer. Sobre el recodo del río brotó la primera partícula de luz en el preciso instante en que la mechita se apagaba.

Ante mis ojos absortos todo se transformó. La casa, ahogada en lianas, se mantenía milagrosamente en pie, los pisos sostenían apenas y las plantas rastreras cubrían el patio.

Me embarqué apresuradamente y, luego de atravesar tres o cuatro meandros de río, divisé varias canoas atracadas en la orilla. Era la indicación más segura de que el interior estaba habitado. Subí. Atravesando un macizo de árboles el caminillo me condujo a un pequeño fundo. Del techo plomizo de la casa se levantaban densas columnas de humo. Los perros ladraban y el propietaro, a quien conocía, vino a mi encuentro exclamando asombrado:

—¡Por Dios, qué cara de difunto trae usted! ¿De dónde viene tan temprano?

—De Angeloyuc… allá arriba.

—Esto es Angeloyuc. La casa de arriba fue abandonada hace muchos años. ¡Todos los que entraron en la Casa del Diablo no volvieron a salir más!

* * *

 

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