Iván Thays, «Lindbergh»

Iván Thays (1968)

Lindbergh

Edición para el club de lectura virtual
En las nubes de la ficción, Universidad del Pacífico,
febrero de 2012

Toda la mañana he estado viendo el rostro de Paulo y el mío en la televisión. Los periodistas están haciendo guardia en la entrada de mi edificio. Abajo, en la sala, unos policías me han pedido permiso para intervenir el teléfono y leen un periódico de fútbol en el comedor. He llamado a Lucía para decirle que, por supuesto, hoy no iré a hacer el programa. Ella se ha puesto a llorar en el teléfono. Es imposible que esto te esté pasando a ti, dijo. Pues sí me está pasando, le dije y colgué. No puedo evitar pensar en ella como una enemiga. Pero ¿quién no se convierte en un enemigo cuando han secuestrado a tu hijo y tú tienes que estar encerrado en tu cuarto viendo su foto en los noticieros, declaraciones de supuestos amigos, de policías, de vecinos? Me ha parecido extraño ver a Felipe en el noticiero del canal donde trabajo hablando de mí en tercera persona. Al final ha dicho algo así como que me he convertido en el Lindbergh peruano.

Escribí Lindbergh en el buscador. Me enteré de algunas cosas interesantes. Supe, por ejemplo, que el 29 de enero de 1928 llegó a Maracay, Venezuela. Se le ofreció un baile y visitó el Panteón Nacional, la Casa Natal del Libertador, el Salón Elíptico del Congreso, el Museo Bolivariano. Supe que pertenecía al signo de Acuario, como Charles Darwin, Julio Verne, Manet, Bertolt Brecht, Mozart, Bécquer, Clark Gable, James Dean, Paul Newman, y Giacomo Casanova. Su color es el verde gris, su piedra la turmalina y el circonio y sus números de suerte 7, 14 y 20. Supe que realizó su famoso cruce del Atlántico Norte alimentándose solamente con barras de chocolate. Supe que Billy Wilder hizo en 1957 una película basada en su autobiografía, con James Stewart como Lindbergh. La música fue de Franz Waxman, que también compuso para Wilder en su extraordinaria Sunset Boulevard. La película sobre Lindbergh se subtituló El héroe solitario. Supe que si uno quiere reservar habitación en el Holiday Inn Paris-Orly Airport debe escribir al 4 Ave Charles-Lindbergh Rungis 94656. Supe que un libro de Bob Burleigh lustrado por Mike Wimmer sobre el diario de Lindbergh estaba recomendado para niños de seis años como ideal para fomentar el valor, el amor propio y el buen juicio. Supe que Lindbergh debía entrar a la cabina de su avión por una trampa en la parte superior del avión o alguna de las ventanillas laterales, ya que no tenía visibilidad hacia delante y requería asomarse cada cierto tiempo hacia fuera para corregir su rumbo. Supe que un tal Jimmy Angel, piloto norteamericano nacido en Springfield, Missouri, en 1888, trabajó con él en un circo aéreo de Lincoln, Nebraska, en 1921 en un acto que consistía en arrojarse del paracaídas y hacer piruetas. Y supe también que cuando Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin copiloto, en el avión monoplaza llamado El Espíritu de San Louis, en su célebre vuelo sin escalas de Nueva York a París, y mientras la noticia se transmitía por la radio de todo el mundo, Calvin Coolidge entonces Presidente de los Estados Unidos dijo sin que se le moviese un músculo: “No veo nada extraordinario en que un hombre cruce el Atlántico. Un hombre solo puede hacer cualquier cosa”. Qué antipático.

He tenido que bajar a la sala para contestar unas preguntas a un coronel que, me dijo, está al mando desde ese momento por orden directa del ministro del Interior. Y si él lo pide, ya sabe usted que es el presidente quien lo pide, acentuó el coronel. Tuve que volver a contar lo que he estado contando toda la madrugada. Graciela y yo nos separamos cuando Paulo tenía un año, ella se fue a vivir a Los Angeles con su hermana. Esa semana Paulo regresó con su abuela después de cinco años de que su madre se lo llevó, para pasar quince días conmigo. Acondicioné un cuarto de niño en el segundo piso, compré juguetes, ropa, y contraté a través de una agencia a una empleada que tenía experiencia como nana. El número de la agencia está ahí, también lo entregué a los policías que llegaron primero. Pasé todo el día con Paulo y luego nos quedamos dormidos en mi cama viendo un blockbuster. A las tres de la madrugada Paulo se fue a su cuarto y yo tuve que salir a casa de una amiga. Yo mismo cerré la ventana. Cuando regresé a las cinco de la mañana me pareció que la ventana estaba abierta. Busqué a Paulo y a la nana. Había una escalera que nunca había visto antes. Me pareció que al lado de la ventana había sangre. Sí, confirmó el coronel cuando ya me había olvidado de su voz, era sangre.

Mi madre llamó a casa diciendo que Graciela estaba viajando a Lima. Me pidió que la fuese a recoger al aeropuerto. Sin pelear, anotó con el tono que ya le conocía. Luego me preguntó si estaba seguro de que no quería que ella fuese a mi casa a acompañarme. Seguro, le dije, este lugar no es bueno. Ya no sé qué hacer, dijo mi madre. Me quedé un largo rato mirando un punto indefinido en medio de nada. Luego dije que la policía quería que deje la línea del teléfono libre.

De nuevo en mi cuarto, seguí buscando datos sobre Lindbergh y el secuestro de su hijo. Se llamaba Charles Junior, fue secuestrado en marzo de 1932, alrededor de las nueve de la noche. Tenía veinte meses de edad. Los secuestradores dejaron un mensaje pegado en la ventana. Todo eso era demasiado. Lindbergh pagó cincuenta mil dólares a cuenta del rescate pero igual el cadáver de Junior fue encontrado unos meses después a pocos kilómetros de su casa. Su cabeza estaba destrozada, tenía un agujero en el cráneo y algunos de sus miembros no fueron encontrados. Dos años después acusaron del crimen a un carpintero alemán llamado Bruno Richard Hauptmann. La letra de Hauptmann y la de las cartas de los secuestradores eran escalofriantemente idénticas. Además, gastaba mucho dinero en plena depresión y desempleado como estaba. Incluso se dio el lujo de perder dinero en la bolsa. Sin embargo jamás confesó. Lo ejecutaron sin que llegara a comprobarse por completo su responsabilidad. Fue en la silla eléctrica. Obviamente, la presión de la prensa fue la que bajó el switch de aquel aparato. Dicen que Hauptmann fue un chivo expiatorio. También dicen que la muerte de Junior fue un ajuste de cuentas contra Lindbergh, que se había convertido en un peligroso líder de opinión y podía convertirse en un candidato a la presidencia de su país. Dicen que Hauptmann no lo hizo solo, que era solo una pieza de recambio, un fusible, en una maquinaria echada a andar para advertir a Lindbergh que cruzar el Atlántico por primera vez era algo que difícilmente podía ser olvidado.

Lucía volvió a llamar. Le conté todo lo que sabía de Lindbergh. Ella me escuchó en silencio, luego me preguntó si había alguna novedad. Le dije que no. Antes de colgar me dijo que me amaba. Habíamos hecho el amor un par de veces en su hotel y en un viaje de promoción del programa, pero no era amor. De eso estaba seguro. Me preguntó si la había oído. No es momento, le contesté. Yo creo que es el mejor momento, sollozó. Voy a colgar, le advertí, lo lamento. Está bien, pensó un rato y luego agregó: ¿puedes explicarme qué chifladura es todo eso de Lindbergh?

Me pase el resto de la tarde imprimiendo fotografías del bebé Lindbergh. Coloqué una de esas fotos al lado de una de Paulo. El hijo de Lindbergh aparecía sentado en una pequeña silla, cogiendo un cubo de playa. Paulo aparecía en la suya sentado sobre la espalda de un Súperman de plástico en un lugar de juegos infantiles en las Bahamas. A su lado aparecía el brazo dorado de Graciela. También había impreso una carátula de Time, Número 18, Volumen XIX, en la que aparecía un dibujo a carboncillo del hijo de Lindbergh. Pensaba reproducirlo en mayor escala y mandarlo a enmarcar para mi estudio. Un souvenir dramático para mi nueva vida. Últimamente mi programa se había ido a la mierda. Me había convertido en un comentarista trivial. Había dejado que el productor me convenciera de hacer algunas modificaciones insultantes en el decorado del set y que despida a todo el equipo de investigación. Me había convertido en un payaso, un sujeto histriónico y sin inhibiciones, lo que no sorprendía a nadie de mi familia que siempre me consideró un exhibicionista con un sentido del humor más bien oscuro. Estaba convencido de que podía volver a ser un periodista serio, incluso peligroso, como cuando trabajaba en un semanario donde me pagaban cada tres meses. También mi vida se había ido a la mierda. Solía viajar hasta Los Angeles por lo menos una vez al mes para pasar un fin de semana con ellos. Logré incluso colocar una cláusula en el contrato que me permitía esa rutina. Graciela le había contado una historia algo épica, un poco sentimental, para explicarle a Paulo porque yo aparecía y desaparecía. Luego, por teléfono, Paulo me iba contando cómo iba creciendo esa historia ficticia. Me daba risa la imaginación de Graciela. Tenía algo poético, pero sobre todo algo maligno. Sus cuentos cambiaban según el bestseller que leía en ese momento. El último año, por ejemplo, era obvio que se había aficionado a la ciencia ficción. Quizá por eso siempre notaba a Paulo un poco decepcionado cuando me veía llegar a su casa.

Además de Hauptmann estaban los nombres de Isidor Fisch, Jacob Nosovitsky, Paul Wendel, Gaston Means, the Russian OGPU, the German Luft Hansa, Anne Lindbergh Morrow, la madre; Elisabeth Morrow, la abuela. Wahgoosh, el fox terrier negro que era la mascota de la familia. Y el mismo Charles Lindbergh. Todos esos nombres, en algún momento, para alguna teoría, habían aparecido como culpables de la muerte del bebé Lindbergh. Entre las causas se mencionaba que el torpe de Hauptmann lo dejó caer de la escalera mientras se lo llevaba, o que la muerte fue un complot del gobierno contra un probable candidato presidencial demasiado cercano a las nacientes políticas fascistas de Europa, o que fue una conspiración de un grupo de judíos vengándose porque el padre de Lindbergh el abuelo de Junior no permitió que un grupo de inversionistas judíos fundara un banco, o que el niño era hiperactivo y tenía que ser atado a la cama, pero logró desatarse y murió al caer por las escaleras y fue devorado por Wahgoosh. O que Lindbergh mismo o un miembro de la familia lo habría matado casualmente, o debido a un maltrato, y luego ocultó el hecho con la estafa del secuestro para que no dañara su imagen pública y sus posibilidades políticas. Cada teoría tenía sus pruebas y sus coartadas. En internet había tantas páginas dedicadas a Lindbergh como a Hauptmann, y decenas de foros preguntándose quién mató al bebé y por qué. También habían unos files desclasificados del FBI dedicados a Lindbergh. Se me ocurrió imprimir algunas de esas páginas para ir a buscar a Graciela y leerlas mientras esperaba en el aeropuerto.

En el auto hacia la casa casi no hablamos. Me insultó, desde luego. Dijo que era mi culpa por haber ido a tirarme un polvo en vez de dormir con Paulo. Por haber contratado a una mujer extraña, en una agencia de estafadores que seguro eran también parte de la banda. Le dije que la policía pensaba lo mismo que ella. Y también que estaba segura de que el secuestro lo habían dirigido desde la cárcel. Y que había un identikit de la secuestradora en cada carro policía y además lo pasaban cada diez minutos en la televisión, junto a la cara de Paulo. Al fin dejó de insultarme y me pidió que le cuente cómo fue. Le conté todo, menos lo de la sangre. Cuando llegamos a la casa mi madre estaba en la puerta, confundida con los periodistas que no dejaron de tomarnos fotos. Nos dijo también que el presidente había dicho en una entrevista en el noticiero que estaba siguiendo de cerca las novedades de este caso. Y un grupo de oración iba a llegar en un par de horas para hacer una vigilia en la puerta del edificio, que llevaba un lazo amarillo. Cada vez que secuestraban a alguien ponían un lazo amarillo en las puertas y algunos lo llevaban en la solapa. Mi madre llevaba uno, y los periodistas que no nos dejaban avanzar también llevaban lazos amarillos. Mi madre se quedó abajo rezando con los de la vigilia. ¿En qué momento ganaste tanto dinero?, preguntó Graciela mirando la decoración de mi departamento. Tuve bastante suerte, le dije. Encendió el televisor que había puesto en el cuarto de Paulo y se quedó dormida viendo unos dibujos animados. La luz parpadeante del televisor caía sobre su rostro y lo volvía sombrío y luego alegre, y viceversa.

Entré a mi cuarto y volví a entrar a internet. Me había parecido tristísimo leer esos files del FBI sobre Lindbergh. Por lo visto, Edgar Hoover estaba convencido de que Lindbergh era un conspirador nazi. En una carta al presidente Roosevelt lo llamó “the nazi pet”. Quizá no estaba tan desencaminado. Lindbergh había recibido una medalla de manos de Hitler en 1938, apenas unos meses antes de la guerra mundial. Y cuando la guerra estalló, Lindbergh se opuso a que Estados Unidos atacara a Alemania. Decía que esos líos eran de política interna, que no les correspondía juzgar. Pero lo más contundente era el lenguaje de los escritos que publicó ese año. Usaba las palabras raza aria, virilidad, disciplina, superior, con la misma convicción con que Hitler las utilizaba. Incluso publicó en el número de noviembre de 1939 del Reader Digest’s un artículo titulado “Aviación, geografía y raza”. Seguí buscando información. Puse varias frases en el buscador: lindbergh+FBI, lindbergh+nazi, lindbergh+hoover+roosvelt, lindbergh+war. También escribí el nombre de cada uno de los probables asesinos. Y de pronto, en algunas de las búsquedas, la pantalla me lanzó las fotografías del cadáver del bebé Lindbergh.

Entonces entendí todo. Entendí quién era el sujeto que cruzó el Atlántico y luego se dejó seducir por el nazismo, y luego viajó por todo el mundo haciendo filantropía. Y quién era el héroe que voló solo sobre un Atlántico enfurecido, en medio de una noche oscura, sacando medio cuerpo por encima del avión para mirar el tiempo y no extraviarse de la ruta. Y quién era ese otro héroe venido de quién sabe qué viaje aún más largo que el de su padre, un bebé al que habían dejado solo y sin posibilidad de atisbar en medio de las nubes, un héroe que terminó en un basural con el cráneo y las extremidades extraviadas, probablemente devoradas por un fox terrier engreído o un perro vagabundo o un demente que pensó que los brazos del hijo de Lindbergh podían costar mucho en un mundo de periodistas y revistas de chismes y lunáticos que revisan la basura de sus ídolos para guardarse el papel higiénico. ¿Qué pensaba Lindbergh mientras su aeroplano se movía y parecía caer en cualquier momento sin posibilidad de consultar a nadie, teniendo que decidir todo completamente solo? ¿Y qué pensaba su hijo, qué palabras recién aprendidas dijo, mientras lo arrastraban por una escalera, despierto de un sueño que no debió terminar así, con un niño absolutamente solo en medio de un Atlántico endurecido como una roca o un basural tan solo a unos cuantos kilómetros de su casa? Y, dios mío, sobre todo qué podía pensar Paulo, con la ventana de su cuarto abierta, obligado a subir a un inestable monoplano completamente solo, con barras de chocolate para alimentarse y sin absolutamente nada más. Vamos, bebé Lindberg, me dije, tú puedes hacerlo, vuelve a casa.

Apagué la computadora y fui hasta el cuarto de Paulo, apagué el televisor y saqué la cabeza por la ventana abierta. Desde ahí alcancé a oír los rezos de los de la vigilia y los leves ronquidos de Graciela. Aquellos ronquidos como un mar adormecido. Como una marea baja. Como una ola en medio del mar o como esa misma ola golpeando la arena de una playa oculta donde desciende un monoplano con el piso alfombrado de barras de chocolate. Una playa segura, firme, que cabe en la palma de mi mano.

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