Stanislaw Lem, «Viaje vigésimo tercero»

Stanislaw Lem (1921-2006)

Viaje vigésimo tercero

De los “Viajes de Ijon Tichy”, en Diarios de las estrellas

Edición para el club virtual de lectura
En las nubes de la ficción
Universidad del Pacífico, enero de 2012

Leí en la Cosmozoología, una conocida obra del profesor Tarantoga, la descripción de un planeta satélite de la doble estrella de Erpeyo, tan pequeño que, si todos sus habitantes salieran a la vez de sus casas, solo podrían caber en su superficie levantando una pierna. Aunque el profesor pasa por la máxima autoridad en la materia, su afirmación me pareció exagerada; decidí, pues, averiguar personalmente su veracidad.

Tuve un viaje bastante emocionante; al pasar cerca de la variable 463, el motor se estropeó y el cohete empezó a caer sobre la estrella, lo que me inquietó, ya que la temperatura de aquella Cefeida es de 600.000 grados Celsius. El calor aumentaba por momentos, volviéndose finalmente tan insoportable que solo podía trabajar metido dentro de una pequeña nevera en la cual suelo conservar mis víveres, una circunstancia verdaderamente extraña, porque ni se me había pasado por la cabeza que podía encontrarme en una situación parecida. Tras solucionar felizmente el percance, llegué sin más problemas a Erpeyo. Esta estrella doble se compone de dos soles: uno es grande, rojo como una estufa y no muy caliente; el otro, azul, despide un ardor espantoso. El mismo planeta era tan pequeño que lo encontré a duras penas, después de registrar todo el espacio circundante. Sus habitantes, los bzutos, me recibieron muy cordialmente.

¡Qué belleza tenían las sucesivas salidas y puestas de ambos soles; sus eclipses constituyen también un espectáculo inolvidable! Durante doce horas, brilla el sol y todo parece bañado en sangre; las otras doce horas reciben la luz del sol azul, tan potente que hay que mantener siempre los ojos cerrados, a pesar de lo cual se ve bastante bien. Al desconocer del todo las tinieblas, los bzutos llaman noche a las doce horas rojas y día a las azules. Es cierto que hay muy poco sitio en el planeta, pero los bzutos, seres dotados de una gran inteligencia y con un nivel científico muy alto, sobre todo en fisica, se las arreglan perfectamente con esa dificultad. Sin embargo, reconozco que el método empleado por ellos es bastante peculiar. En una oficina especial, se confecciona, con la ayuda de un aparato de Roentgen de precisión, una “semblanza atómica”, o sea, un plano detallado de todas las moléculas materiales, partículas de albúmina y sustancias químicas que constituyen su cuerpo. Cuando llega el momento de descanso, el bzuto se desliza por una puertecita dentro de un aparato especial, en cuyo interior es desintegrado en átomos. Bajo esta forma, pasa la noche ocupando muy poco sitio; a la mañana siguiente, a una hora indicada, un despertador, mediante un dispositivo especial, pone en marcha el aparato, que, basándose en la semblanza atómica, vuelve a reunir todas las partículas de su cuerpo en un orden adecuado. La puertecita se abre y el bzuto, recompuesto y reintegrado a la vida, se va bostezando a su trabajo.

Los bzutos me hablaban en términos elogiosos de las ventajas de aquella costumbre, subrayando que con ello no existía el insomnio, los malos sueños, ni las pesadillas nocturnas, ya que el aparato, al atomizar el cuerpo, le quitaba la vida y, la conciencia. El mismo sistema servía también en otras circunstancias, como por ejemplo en las salas de espera de los médicos y en los despachos oficiales (donde en vez de sillas había cajas, con aparatos pintados de rosa y azul), en algunas juntas y reuniones y, en definitiva, en todos los lugares donde el ser humano está condenado al aburrimiento y a la inactividad, y, sin hacer nada útil, ocupa solamente el sitio por el mero hecho de su existencia.

Lus bzutos solían servirse del mismo ingenioso método para sus viajes. Quien deseaba ir a alguna parte, escribía las señas en un papel, las pegaba en una cajita que colocaba debajo del aparato, entraba dentro de éste y era trasladado a la cajita convertido en polvo de átomos. En el planeta existía una institución al objeto, algo por el estilo de nuestros correos, que expedía las cajitas a la dirección que llevaban encima. Si a alguien le corría mucha prisa, enviaba su plano atómico por telegrama al punto de destino, donde se le reproducía en un aparato. Mientras tanto, el bzuto original era desintegrado y entregado al archivo. Esta modalidad de viajes por telegrama tenía mucho atractivo por ser rápida y sencilla, pero implicaba también algun riesgo. Justo en el momento de mi llegada, la prensa abundaba en reseñas de un incidente inaudito que acababa de ocurrir. Un joven bzuto, llamado Termófeles, debía trasladarse al otro hemisferio del planeta para celebrar allí su boda. Deseoso de encontrarse cuanto antes ante los altares, impaciente como todos los enamorados, se fue a correos y se hizo mandar por telegrama; apenas cumplido el trámite, el empleado de telégrafos fue llamado para un asunto urgente. Su sustituto, desconocedor de que Termófeles había sido ya telegrafiado, envió su semblanza atómica por segunda vez. ¡Imagínese la impaciente novia ante la cual aparecen dos Termófeles absolutamente idénticos! Era imposible de describir la cruel confusión y el desamparo de la desgraciada joven y de todo el séquito nupcial. Se intentó convencer a uno de los Termófeles de que se dejara desintegrar en átomos para terminar con el desagradable incidente, pero fue en vano, ya que cada uno se obstinaba en afirmar que él era el Termófeles verdadero y único. El asunto subió a los tribunales y pasó todas las instancias. El veredicto de la Corte Suprema fue pronunciado después de mi marcha del ptaneta, así que no sé en definitiva cómo terminó la causa [Nota de la reedición: Nos acabamos de enterar de que la sentencia ordenó la pulverización de ambos prometidos y la reconstrucción ulterior de uno solo. Un auténtico juicio de Salomón].

Los bzutos insistían con la mayor cordialidad en que probara su sistema de descansar y viajar, asegurándome que los errores parecidos al descrito eran extremadamente raros y que el proceso mismo no tenía nada de misterioso o sobrenatural, ya que, como bien se sabía, los organismos vivos estaban formados de la misma materia que todos los objetos que nos rodean, los planetas y las estrellas; toda la diferencia consistía únicamente en la relación de las partículas y su disposición. Yo comprendía muy bien esos argumentos, pero permanecí sordo a las sugerencias.

Una noche me ocurrió una aventura insólita. Fui a casa de un bzuto amigo mío, olvidándome de avisarle antes de mi visita. En la habitación en la cual entré, no había nadie. Buscando al dueño de la casa, fui abriendo varias puertas (en un espacio reducidísimo, normal en las viviendas de los bzutos); al fin, al entreabrir una puerta mucho menor que las otras, vi algo como el interior de una nevera de tamaño modesto, completamente vacía a excepción de un estante en el cual había una cajita llena de un polvo grisáceo. De manera más bien irreflexiva, tomé de la cajita un punado de aquel polvo; oyendo de repente el ruido de una puerta, me sobresalté y lo dejé caer al suelo.

—¡Qué estás haciendo, respetable extranjero! exclamó el hijo de aquel bzuto, que era quien acababa de entrar. ¡Ten cuidado, estás desparramando a mi papá!

Al oír estas palabras me asusté y me afligí profundamente, pero el chiquillo dijo en tono alegre:

—¡No es nada, nada, no te preocupes!

Salió corriendo y volvió al cabo de pocos minutos trayendo un trozo de carbón, un cucurucho de azúcar, un pellizco de azufre, un pequeño clavo y un puñadu de arena; lo echó todo en la cajita, cerró la puerta y pulsó el interruptor. Oí una especie de suspiro o susurru, la puertecita volvió a abrirse y mi amigo bzuto apareció en ella riéndose de mi confusión, sano y salvo. Le pregunté luego, durante la conversación, si no le había hecho daño dejando caer al suelo una parte de la materia de su cuerpo y de qué manera su hijo pudo remediar tan fácilmente mi torpeza.

—¡Olvídalo! dijo. No me hiciste el menor daño. Conoces seguramente los resultados de las investigaciones fisiológicas; según ellos, todos los átomos de nuestro cuerpo se renuevan continuamente: unas composiciones se desintegran, otras se crean. Las pérdidas se recuperan gracias a la alimentación sólida y líquida, asi coma a través de los procesos respiratorios: el conjunto de todo eso se llama la transformación de la materia. Por lo tanto, los átomos que hace un año componían todavía tu cuerpo, ya lo han abandonado y se encuentran muy lejos de él. Lo único que no cambia nunca es la estructura general del organismo, la relación mutua de las partículas materiales. En el modo que mi hijo empleó para completar la cantidad de materia necesaria para mi integración no hay nada extraordinario, ya que nuestros cuerpos se componen de carbón, azufre, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y una pizca de hierro, y las sustancias traídas por mi hijo contienen precisamente estos elementos. Hazme el favor de entrar en el aparato y te convencerás de lo anodina que es esta operación…

Me negué a aceptar la proposición de mi amable anfitrión y, durante un tiempo, todavía vacilé ante sugerencias parecidas, hasta que un buen día, después de una fuerte lucha interior, tomé finalmente la gran decisión. Fui al Instituto de rayos X, donde me hicieron una foto atómica, la cogí y me dirigí a casa de aquel amigo mío. No me fue fǎcil penetrar en el aparato, porque soy de una corpulencia bastante considerable, así que mi simpático anfitrión tuvo que ayudarme; la puerta se pudo cerrar solo gracias al esfuerzo de toda la familia. Oí el chasquido del cierre y me quedé envuelto en tinieblas.

No recuerdo nada de lo que pasó después. Sentí solamente que estaba muy incómodo y que el borde del estante se me clavaba en la oreja, pero, antes de que hubiera podido cambiar de posición, la puerta se abrió y salí del aparato. Pregunté enseguida por qué habían desistido del experimento, pero mi amigo me dijo con una sonrisa amistosa que me equivocaba. En efecto, al mirar el reloj de pared me convencí de que había estado dentro del aparato durante doce horas sin el menor conocimiento. El único inconveniente, por cierto mínimo, consistía en que mi reloj de bolsillo indicaba la hora de mi entrada en el aparato, ya que al ser desintegrado al igual que yo, no podía, naturalmente, seguir funcionando.

Los bzutos, con quienes me unían lazos de simpatía cada vez más cordiales, me hablaron de otras aplicaciones del aparato: existía entre ellos la costumbre de que los grandes científicos, cuando les atormentaba un problema que no podían resolver, entraran en el aparato por largos años; después, resucitados, se asomaban al exterior y preguntaban si aquel problema estaba solucionado. Si no era así, se sometian de nuevo a la atomización, repitiendo la operación hasta obtener un resultado positivo.

Después del éxito de mi primera experiencia, me familiaricé tanto con el método, me gustó tanto el modo de descansar hasta entonces desconocido para mí, que pasaba atomizado no solamente las noches, sino todos los momentos de ocio; se podía hacer en cualquier sitio, en los parques y en las calles, pues en todas partes había aparatos para ello, parecidos a unos buzones de correas con pequeñas puertas. Solo hacía falta poner el despertador a una hora conveniente. Las personas distraidas se olvidaban a veces de ello, corriendo el riesgo de permanecer en la máquina una eternidad. Afortunadamente, existía en el planeta una institución especial dc controladores que revisaban cada mes todos los aparatos.

Hacia el final de mi estancia en el planeta, estaba convertido en un verdadero entusiasta de esa costumbre de los bzutos, y la aplicaba, como acabo de decir, en todas las ocasiones. Lamento decir, sin embargo, que mi entusiasmo me costó bastante caro. Una vez, el aparato en el cual estaba se encalló y, cuando a la mañana siguiente el despertador conectó los contactos, me reconstruyó instantáneamente, pero no en mi aspecto normal, sino en el de Napoleón Bonaparte en uniforme imperial ceñido con la cinta tricolor de la Legión de Honor, con la espada al costado, un tricornio centelleante de oro en la cabezay el cetro y la esfera en las manos. Me aconsejaron que me sometiera a una transformación en el aparato en buen estado más próximo, lo que no representaba ninguna dificultad, puesto que tenía a mi disposición mi fiel semblanza atómica; sin embargo, después de lo que había pasado sentia tal repugnancia a la operación que me contenté con la transformacián del tricornio en una gorra con orejeras, la de la espada en un juego completo de cubiertos de mesa, y la del cetro y la esfera en un paraguas. Instalado ya ante los controles de mi cohete, con el planeta lejos detrás de mí, se me ocurrió de repente que había actuado a la ligera desposeyéndome de las pruebas materiales que hubieran demostrado la veracidad de mi relato, pero ya era demasiado tarde.

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Traducción de Jadwiga Mauricio.
Tomado de Diarios de las estrellas, © 2005, Alianza Editorial.

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