Alguna vez leí que el infierno no tiene una puerta de acceso, sino muchas. Y el cruce de la calle Chinchón con la emblemática avenida Arequipa debe ser una de ellas. No me malentiendan, yo sé perfectamente que en la ciudad del Lima hay decenas y hasta quizás cientos de otros puntos de peor transitabilidad vehicular. Pero este, en particular, tiene algo que lo hace muy peculiar: su origen es perfectamente observable y analizable a razón de una acción por vez.
En este cruce existe un semáforo, de duración razonablemente favorable a la Av. Arequipa. Hay también un enorme cartel que dice que está prohibido girar a la izquierda desde ella, viajando de norte a sur. Pero la claridad y simpleza de esa instrucción se correlaciona con la necesidad inquebrantable de los conductores que circulan por ahí de ignorarla olímpicamente. Cualquier otra maniobra en ese giro está permitida: como acceder a Ca. Chinchón desde la Av. Arequipa, yendo de sur a norte, o acceder a la Av. Arequipa desde la Ca. Chinchón, en cualquiera de sus dos sentidos. Y, a su vez, ninguna de ellas genera los estragos del primer proceso, a pesar de la alta frecuencia con que se realizan.
¿Qué es lo que hace que doblar a la izquierda en ese lugar sea algo tan frecuente pero, a su vez, tan pernicioso? Para empezar, es el primer acceso que no va en contra hacia el otro sentido de la Av. Arequipa, desde por lo menos cinco cuadras antes. Y no habrá otro hasta por lo menos otras cinco cuadras después. Por otro lado, la Ca. Chinchón es el único acceso, desde ahí, a la zona del centro empresarial de San Isidro. Lo segundo es que el gran porcentaje de conductores que se zurran en la norma y realizan esa maniobra es relativamente alto, respecto a la cantidad de vehículos que circulan. Al no haber mucho espacio entre vías y al doblar los carros indistintamente desde ambos carriles, el atolladero se produce a los pocos segundos de ponerse la luz en verde. Y de ahí no se mueven hasta el siguiente cambio de luz, en donde entran a tallar lo que circulan por la Ca. Chinchón.
El fenómeno refiere a lo que se conoce coloquialmente como un cuello de botella. Simulándolo con un sencillo programa, cortesía de Mathematica, tenemos lo que se observa en el siguiente gráfico: con tan solo un vehículo de más en la capacidad del cruce por cada cambio de luz medio, la cola que se podría empezar a formar escala desmesuradamente. En este ejemplo, suponiendo un arribo medio de siete vehículos por cada cambio de luz, en el cual pueden esperar solo seis vehículos, se observa que la cola es capaz de crecer hasta en más de treinta luego de diez cambios, o de mantenerse en menos de cinco. El efecto es, evidentemente, tan acumulativo como aleatorio por lo que solo un gran desbalance estadístico podrá detenerlo. Este desbalance podría ser la disminución eventual de vehículos, por la hora; la posible coincidencia de algún otro desvarío en el sistema —que permita al cruce aumentar su capacidad, dejando pasar más vehículos—; o la intervención explícita de un agente externo, como un policía, que solucionará el atolladero, pero a costa de transferirlo a algún otro desgraciado punto de la ciudad. En mi experiencia, ese desafortunado lugar es el cruce con el Jr. Juan de Arona.
Pero volviendo a la primera idea, este ejemplo es notorio porque permite ver, cada cambio de semáforo, cómo se perpetúa un problema endémico —casi no hay hora en la que no sea imposible circular por ahí— como consecuencia de la decisión directa de un solo individuo: el séptimo conductor. Cada vez que este individuo decide desobedecer la ineludible señal de no doblar a la izquierda, está condenando a los desafortunados vehículos que se hallan detrás de él a padecer el inicio de un nuevo infierno.
¿Cuántas veces somos nosotros ese séptimo conductor? Parece increíble que una decisión puntual sea capaz de tantas repercusiones. Los sistemas caóticos, en su definición formal, tienen esta particularidad: son extremadamente sensibles a minúsculas perturbaciones iniciales. Pero el tráfico —fuera del uso coloquial del término— no es un sistema caótico, sino un sistema complejo. Y la diferencia se manifiesta precisamente en que ese conductor no es uno, sino somos todos. Pero el desarrollo de esta idea vendrá en el siguiente post.
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