Liderar un país rico

Humala y gabinete.jpg
(Esta nota será publicada en la revista Ideele de julio 2011).

El nuevo gobierno enfrenta múltiples retos, cuya resolución requiere la
participación de diversos actores dentro y fuera del Estado.  Pero el principal
reto del Presidente mismo, es liderar.  Tanto por razones constitucionales como
culturales, el Presidente del Perú debe marcar el ritmo de los cambios
anhelados, y motivar a los demás.    Y dos campos donde urge hacerlo, son el
manejo de los recursos naturales, y la reforma – no, la Revolución – de nuestro
sistema educativo.

Ollanta Humala fue elegido por una población que quiere cambios
significativos en la formar de manejar al Estado y liderar la Nación.   La gente
esta harta de presidentes que prometen y no cumplen, inauguran obras de
dudoso beneficio público, defienden intereses privados, e ignoran o insultan a
los sectores más vulnerables de la población.  Queremos un líder honesto, que
hable claro y exige lo mismo a los demás.  Un líder autónomo, que no se deja
llevar por poderes en la sombra o arreglos bajo de la mesa.  Y un líder
nacionalista, no en el sentido xenofóbico del término, tampoco en el estilo
marketero del gobierno saliente, sino en el sentido de unir a una nación
fragmentada por razones históricas, y también por una campaña electoral
marcada por las peores expresiones de racismo y odio entre peruanos.

Con 22 años de carrera militar, Humala debe tener dotes de liderazgo.  Sin
embargo, uno de los desafíos más serios que enfrenta es la de poner orden en sus
propias filas, incluyendo a su controvertida familia y una alianza política que
le permitió ganar la segunda vuelta, pero que le puede presentar dificultades para gobernar.

El liderazgo del Presidente es especialmente importante para un cambio de
rumbo en el sector minero.  Siendo Perú una potencia minera mundial, es
lamentable que la población esta tan dividida sobre esta actividad, y que su
expansión acelerada haya producido tantos conflictos sociales.  Es un marcado
contraste con países como Chile, Australia o Canadá, que asumen sin tanta
angustia la condición de “país minero” y enfrentan con mayor franqueza los
retos que esto implica.

Desde los años 90, el Poder Ejecutivo se ha dedicado a promover la inversión
privada en minería e hidrocarburos, lo cual ha impulsado el crecimiento
económico con notables ingresos tributarios.  Pero el Ejecutivo no se ha
preocupado de promover debate nacional, y menos algún nivel de consenso,
sobre los objetivos de desarrollo que tenemos como país y el papel de estas
actividades para lograrlos.  ¿Cuál debe ser el balance entre explotación minera
y conservación del ambiente?  ¿Cómo incorporar a la población más plenamente
en los beneficios de estas actividades, y también en su regulación?   ¿Cómo
proteger a las poblaciones más vulnerables, especialmente los pueblos
indígenas?    ¿Y cómo invertir los recursos tributarios generados en objetivos
prioritarios de largo plazo?

Hoy las más importantes empresas privadas y públicas del mundo compiten para
explotar nuestros minerales y otros recursos.  El Poder Ejecutivo les otorga
concesiones, y luego deja en sus manos la tarea de “consultar” a la población,
compensar a los propietarios, y satisfacer a las autoridades locales.  Cada actor
debe velar por lo suyo, utilizando las diversas y asimétricas formas de poder que
tienen a su disposición.  Esto no es liderazgo, sino abdicación, y no debe
sorprendernos cuando surgen conflictos en el camino.

Por otro lado, el Estado peruano ha sido tímido la hora de exigirles a los
operadores privados transparencia y altas estándares de operación, y de aplicar
sanciones a quienes no las cumplen, como los casos de Doe Run o Shougang.
Incluso en iniciativas voluntarias, como la Iniciativa de Transparencia en las
Industrias Extractivas (EITI), el Perú ha cojeado por el poco interés del Estado
en cumplir con los pasos establecidos.   No necesitamos un estado-empresario,
pero si una autoridad que se respeta, personificada en un presidente que
consulta y educa a la población, y vela por un aprovechamiento racional de los
recursos naturales que tenemos.

Un segundo campo donde se requiere mayor liderazgo presidencial, es la
transformación del sistema educativo.   Como sostienen Juan Francisco Castro y
Gustavo Yamada en un Castro Yamada Brechas Educacion.doc, la educación
debe ser el principal mecanismo para igualar oportunidades en una sociedad, dado
que las brechas de acceso a ella crean diferencias en muchas otras esferas de la vida,
que perduran en el tiempo y que, sin adecuada intervención publica, se trasmiten
de generación a generación.    En los últimos años, el Perú ha vivido un boom
de la educación en todos sus niveles, ayudando a formar a nuevos sectores
medios y empresariales emergentes.   Sin embargo, en las escuelas donde
estudian la mayoría de peruanos, la situación de atraso, desigualdad y
deserción sigue siendo alarmante.

En exámenes de lengua, matemática y comprensión lectora, los peruanos están
al final de la cola en América Latina y lejos de las otras potencias mineras
mencionadas líneas arriba.  Según Castro y Yamada, las tasas de conclusión de
la secundaria y el progreso hasta la educación superior se han mantenido
relativamente constantes en los últimos 50 años (alrededor de 80% y 55%,
respectivamente), mientras que hay un retroceso preocupante en la proporción
de jóvenes que inician pero no culminan sus estudios superiores.   Y aunque las
brechas entre hombres y mujeres están prácticamente cerradas en cuanto al
avance educativo formal, las diferencias socioeconómicas y étnicas siguen
siendo profundas.

El Estado peruano hace muy pocos esfuerzos para identificar y conocer a los
diversos grupos que constituyen la Nación.  No hay información racial y étnica
en la mayoría de censos y otros instrumentos de medición oficial.  Tampoco hay
consenso – ni siquiera debate – sobre quienes son “indígenas”, “afroperuanos”, o
«mestizos» en el Perú hoy, especialmente entre la población de jóvenes y quienes
residen en centros urbanos.   No obstante, diversos estudios del CIUP, GRADE y
el mismo INEI, señalan que los mayores niveles de pobreza y de inacceso a los
servicios básicos siguen concentrados en la población rural de habla quechua, aymara y
lenguas nativas de la Amazonía.  Definidos por su lengua materna, hay más de
un millón de niños y niñas indígenas en edad escolar, de los cuales, según
Vasquez Libro EDU_020_eduintind.pdf, uno de cada tres no asiste a la escuela
y el 73% se encuentra atrasado según su edad escolar.

Hace poco el Presidente García anunció el “fin del analfabetismo en el Perú”,
afirmación cuestionada por expertos en la materia.  Este mes se promulgó la Ley
de Lenguas Originarias, para garantizar el uso y la preservación de los idiomas
indígenas.   Sin embargo, como señala Wilfredo Ardito, es paradójica que la
principal política que el Estado ha implementado en esta dirección, la
educación bilingüe intercultural (EBI), no alcanza a la mayoría de niños y
niñas con derecho a ella, y es rechazada por miles de familias que si la recibe,
debido a su baja calidad y prestigio social.    En Puno, por ejemplo, la cobertura
es 34% y se registran solo 273 docentes capacitados en EIB.  En Huanuco la
cobertura es solo 8,6% (Vásquez, 2010).   Un informe reciente de la Defensoría
del Pueblo señala la urgencia de cambiar esta situación.

Ante esta situación, no es sorprendente que solo un pequeño porcentaje de
estudiantes indígenas logra desarrollar las capacidades lectoras esperadas en
su lengua originaria (2% de los escolares aymara, 5,9% de los quechua, 3,2%
awajun, según Vásquez 2010).  La mayoría tampoco desarrollan capacidades
lectoras adecuadas en castellano como segundo idioma, y las evaluaciones ni
siquiera miden aprendizaje de matemáticas, ciencias naturales o sociales.
Para educación superior la información disponible es más escasa aún, pero esta
claro que  quienes tienen lengua materna indígena y secundaria rural, son
quienes tienen menos oportunidades de llegar a la educación superior.  Y
aunque existen al menos doce universidades y diversos institutos pedagógicos
con programas de  “acción afirmativa” o admisión selectiva para alumnos
indígenas, son muy pocos los alumnos calificados para ellos, y su manejo ha sido
ampliamente cuestionado.

Con la educación así, no estamos formando los ciudadanos críticos y exigentes
que la democracia requiere, y tampoco la fuerza laboral que una economía
competitiva necesita.  Persisten profundas desigualdades en el acceso a la
educación de parte de los niños y las niñas que más la necesitan, y estamos lejos
de producir los profesionales indígenas, nativos y afrodescendientes necesarios
para empoderar a estas poblaciones e integrar al Estado y al mercado laboral.

Todos los presidentes prometen dar prioridad a la educación, pero dejan de
lado el tema al asumir el poder.  ¿Por qué?  No es por falta de diagnósticos,
porque en Perú abundan los estudios y las propuestas técnicas.    No es por falta
de dinero, porque tenemos la plata.  Lo que faltan, son coraje y liderazgo
político.  Coraje para enfrentar a los temores e intereses de una minoría que se
beneficia de la situación actual.  Liderazgo, para revertir el desinterés de
nuestra elite política y económica, que hace tiempo abandonó el sistema de
educación pública y tiene pocos incentivos para comprarse ese pleito.

Si el nuevo Presidente realmente quiere una revolución educativa, debe darle
mayor urgencia y liderarla como cruzada.  Cruzada contra la inercia y el
estatus quo, la corrupción y la discriminación, que existen en todos niveles del
sistema.  Mas allá de quien sea su Ministro(a) de Educación, el Presidente debe
liderar, convocar a los demás poderes del estado, y a los padres de familia, y
educarles sobre sus derechos y deberes para con la educación de sus hijos.
También convocar a actores privados, como “Empresarios para la Educación”  o
los voluntarios de Enseña Perú, y así reforzar la educación y el compromiso de
nuestras élites.

En resumen, el reto para el próximo presidente es liderar procesos de cambio
para un país que se reconoce como rico — en recursos humanos, diversidad
natural y cultural. Un país que se respeta, y que respeta a todos sus integrantes.
Y no gobernar a un país de “neo-ricos”, donde los que mas tienen no se
responsabilicen por el resto, y los que mas necesitan no tienen las oportunidades
y herramientas para triunfar.